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Quienes se obstinan en reclamar a los federalistas que expliquen hasta el último detalle qué significaría en concreto que nuestro país asumiera una lógica federal parecen confundir un modelo de edificio, un tipo de construcción, con un piso-muestra decorado hasta el más mínimo detalle. No entienden que, en el fondo, lo que el federalismo representa es la forma política de la fraternidad.

La pertinaz voluntad de ponerlo todo en cuestión por parte del filósofo, su empeño en perseverar en la duda, en modo alguno debería desembocar en un escepticismo inane. La inanidad, es cierto, se dice de muchas maneras, pero tal vez la que se ha dado en determinadas discusiones éticas pueda resultar ilustrativa, en la medida en que, sin demasiada dificultad, se podría trasladar a las que tienen lugar en otros ámbitos, como el del debate filosófico sobre la política.

Desde hace mucho tiempo, tal vez demasiado, el discurso ético se encuentra enredado en una discusión que no parece tener fin, no solo acerca de la falta de fundamento último de nuestros valores sino, más importante, acerca de qué hacer (esto es, cómo actuar) cuando no somos capaces de dar de una vez por todas con ese, según parece, añorado fundamento. El problema ni es menor ni es meramente teórico.

La cosa, formulada en términos de pregunta, quedaría así: ¿con qué valores desenvolvernos cuando desaparece el confortable y cálido cobijo del fundamento? Alguien podría pensar que, en tiempos de globalización, estamos abocados, o bien a una proliferación multicultural de criterios morales que acabe desembocando en un relativismo bobo (Ernesto Garzón dixit), fronterizo con un escepticismo absoluto, o bien en la hegemonía de los valores de la cultura dominante, cuyas élites reivindicarían en exclusiva para sí el rasgo de la universalidad.

Frente a ambas opciones, la realidad misma nos proporciona una pista que acaso valga la pena perseguir. Porque no resulta difícil constatar que el lenguaje moral con el que se identifica la mayoría de la gente en diversas partes del mundo es el de las virtudes cotidianas entre las cuales se incluirían, sin el menor género de dudas, virtudes como la decencia, la honradez, la integridad y otras similares.

En el fondo, el asunto se podría resumir de nuevo en una pregunta que, a pesar de su apariencia simplista, expresa bien la línea de demarcación que todos parecemos asumir: ¿acaso hay alguien a favor de la indecencia, la corrupción o la desvergüenza? Lo que es como decir: que tengamos dudas sobre la falta de fundamento de nuestros valores no significa que tengamos dudas respecto a cuáles son los mejores.

Pues bien, intentemos trasladar este mismo planteamiento al ámbito de lo público y continuemos con las preguntas. ¿Cuáles son los valores o principios en los que se debería basar nuestro comportamiento en sociedad? Las sociedades modernas parecen tener clara, desde hace más de dos siglos, la respuesta, que no es otra que la tríada revolucionaria francesa libertad-igualdad-fraternidad.

¿Acaso hay alguien a favor de la indecencia, la corrupción o la desvergüenza?

Pero la constatación no debería hacernos olvidar un matiz fundamental, y es que mientras la realidad de las dos primeras depende de un poder estatal que las materialice y desarrolle, la tercera depende en gran medida del comportamiento de los propios individuos, asunto que, como se percibirá, conecta directamente con la cuestión de su compromiso político.

Importa introducir otro matiz adicional, esta vez referido a la naturaleza misma de la virtud. Afirmar que la fraternidad ha sido históricamente la gran olvidada de dicha triada no pasa de ser una constatación obvia. Pero sostener, a partir de esto, que el lugar que antaño ocupaba aquella noble categoría lo ocupa ahora la solidaridad constituye una severa confusión conceptual (se trata de conceptos con determinaciones diferentes). De la misma manera que nada más alejado del espíritu de la fraternidad que contentarse con la generalización de determinados afectos, como hace un cierto fraternalismo light (más próximo al insustancial todo el mundo es bueno que al valor republicano en sentido propio).

Conectando los dos matices podemos avanzar un paso más, dejar atrás los meros anhelos bienintencionados que a nada conducen, y precisar el específico tipo de compromiso político que se desprende de todo lo anterior. En realidad, la única propuesta que materializa, institucionalizándolo, el valor de la fraternidad es la del federalismo. Porque, lejos de contentarse, como sucede en otros discursos, con apelar a este valor como horizonte último hacia el que tender, o como idea reguladora para tutelar nuestras acciones, se esfuerza por dotar a la fraternidad de contenido político. De ahí la afirmación que yo mismo he expresado en algún otro contexto: «el federalismo representa la forma política de la fraternidad». Los federalistas (y ya no digamos los federalistas de izquierdas) hacen suya la fraternidad como valor político universal, con todo lo que ello comporta. No se trata, pues, de promover la imposición de un determinado tipo de afectos, sino de reconocer que nadie, absolutamente nadie (puesto que no hay hermanos de primera y hermanos de segunda), debe quedar excluido de los beneficios y las cargas de la vida en sociedad.

Los federalistas y (ya no digamos de izquierdas) hacen suya la fraternidad como valor política universal.

Porque, aunque la fraternidad se inspire en una metáfora, la de que los individuos o ciudadanos libres se tratan políticamente a sí mismos como hermanas y hermanos de una. Los federalistas (y ya no digamos de izquierdas) hacen suya la fraternidad como valor político universal misma familia extendida que es la sociedad, de dicha metáfora se desprende un tipo específico de relación política y jurídica. Entre otras razones, porque donde el concepto pone el énfasis es en la relación horizontal (entre hermanos, que en la esfera de la política territorial bien podrían ser los entes federados), no en la relación vertical que comparten (con el padre, que en este mismo caso sería el Estado).

Es justamente esta relación de igual a igual la que genera una unidad superior (la federación, expresión materializada de la voluntad de estar juntos). Es evidente la carga política de tales principios. Precisamente porque «fraternidad» quiere decir universalización de la egaliberté republicana (Balibar dixit)¹, los programas políticos fraternales promovidos por el federalismo, en la medida en que vienen cargados de empeño por la emancipación y de voluntad de cooperación, deberían estar llamados a ocupar un lugar prioritario en el escenario de la política actual.

Llegados a este punto, la referencia a la educación, y a la educación superior en particular, resulta rigurosamente insoslayable, no solo porque el acceso a la formación que proporciona la universidad representa una poderosa palanca para la equidad, sino porque en pocas situaciones históricas como las que nos está tocando vivir se ha visto más clara la imperiosa necesidad de que la cultura sea un bien universal.

O, si se quiere formular esto mismo apenas, con otras palabras, pocas veces en el pasado los ciudadanos necesitaron tanto disponer de instrumentos de conocimiento y crítica con los que manejarse en la complejidad de lo real como lo necesitan hoy. Una complejidad, se me permitirá añadir, crecientemente revestida de engaños.

Aunque no debemos olvidar otra función, asimismo fundamental, que la educación debería cumplir, además de las ya indicadas. Me refiero a la función moral. Hay que educar para saber más y para prosperar, cierto, pero asimismo para convivir, lo que solo puede llevarse a cabo sobre la base de conocernos también a nosotros mismos, a los que tenemos por otros y a los vínculos que podemos y debemos establecer con ellos. Esta múltiple función del proceso educativo es un asunto de enorme calado, sobre el que importa mucho que seamos conscientes.

Porque se trata de un calado político, en el sentido más noble y fuerte de la expresión —esto es, como relacionado con la vida en la polis—, de la educación. En efecto, si educar para la convivencia significa educar para la vida en sociedad, ello habrá de implicar también una educación para enseñar a compartir aquello que nos es más propio, esto es, la palabra a través del diálogo. La invocación al aprendizaje del diálogo en las distintas esferas de la vida social revela, de este modo, toda su trascendencia, su auténtico alcance. Es cierto que, de tanto en tanto, algunos parecen descubrirlo, o incluso (los más ignorantes) se entusiasman como si de una propuesta radicalmente novedosa se tratara. Su entusiasmo constituye un perfecto indicador de su profunda ignorancia porque, a fin de cuentas, ¿qué ha sido desde siempre el diálogo sino la palabra en su estado más vivo, la palabra en acción, ese momento en el que la palabra muestra todo su poder y se pone en juego?

Importa entenderlo así para alejarse de una imagen unilateral de lo dialógico demasiado frecuente. Me refiero a esa imagen en la que el diálogo queda dibujado como una actividad, noble, hermosa, bienintencionada, que busca que las personas rebajen su posible dogmatismo, su intransigencia, su incomprensión o cualquier otra actitud negativa (por no decir antipática), saquen su parte buena y corran al encuentro del otro para ponerse de acuerdo con él de forma razonable y, de ser posible, amistosa. Así dibujado, el diálogo formaría parte del repertorio categorial del perfecto buenista, y el mejor provecho que podría extraerse de él sería que constituyera un instrumento para negociar y alcanzar acuerdos.

Qué duda cabe de que en ocasiones el final feliz es la desembocadura del diálogo, pero representaría un grave error suponer que constituye una desembocadura inevitable. Si no queremos quedar atrapados por las connotaciones que a menudo se adhieren a las palabras, se impone subrayar la enorme importancia del diálogo entendido, si se me permite decirlo así, como aventura intelectual. Una aventura arriesgada pero hermosa, que nos proporciona la oportunidad —que queda en nuestras manos aprovechar o dilapidar— de crecer, como individuos y como sociedad. Tenemos, a diferentes distancias temporales, múltiples ejemplos de cuánto nos puede enriquecer la apertura al otro, por alejado de nosotros que lo podamos percibir de entrada en muchos aspectos, y de cuánto nos empobrece encastillarnos en el ensimismamiento, individual y colectivo, en las certezas de las que veníamos convencidos de casa. La educación, con la apertura a lo universal que la constituye, representa una de las más eficaces herramientas si no para derribar al menos para perforar los muros de unos convencimientos que, ayunos de confrontación, no hacen sino encerrarnos en nosotros mismos.

De ahí que trabajar desde la política por una mejor educación represente una de las más satisfactorias tareas prácticas a las que se puede dedicar esa específica variante de trabajador del espíritu que es el filósofo. Y de ahí también que me atreva a afirmar, ya para finalizar, que haber contribuido, modestamente, a que la filosofía recuperara el lugar que se merece en la enseñanza secundaria justifica a mi juicio por completo la dedicación durante un tiempo a la cosa pública, al tiempo que me hace sentir, por qué no decirlo (aunque con la debida contención y prudencia), orgulloso de la tarea realizada. Al menos en esto.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Su ultimo libro publicado es «El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual» (Galaxia Gutenberg).