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El membrete “Sacro Imperio Romano” (con el añadido de Germánico o no) es un rótulo histórico tan sólido y afianzado como complejo de desentrañar. Para empezar, tienden a mezclarse las historias del Sacro Imperio y la alemana, como lo prueba ese otro membrete clásico de la infancia de una o dos generaciones españolas: “Carlos I de España y V de Alemania”, que muestra la confusión entre una Alemania nonata y el imperio.

“El Sacro Imperio Romano Germánico”. Peter H. Wilson. Desperta Ferro, Madrid, 2020. 834 págs. Traducción: Javier Romero Muñoz, 37’9 € (papel) / 12’3 € (digital)
“El Sacro Imperio Romano Germánico”. Peter H. Wilson. Desperta Ferro, Madrid, 2020. 834 págs. Traducción: Javier Romero Muñoz, 37’9 € (papel) / 12’3 € (digital)

Sin duda, la principal dificultad para aprehender al Sacro Imperio reside en nuestro punto de vista ineludiblemente marcado por la idea moderna del Estado nación, construcción totalmente ajena a lo que fue aquel. En otras palabras, si la nuestra es una sociedad líquida, qué decir de las de la Edad Media. El imperio es escurridizo por naturaleza para una mentalidad moderna; lo fue incluso para quienes vivieron dentro de sus difusas fronteras a lo largo de un milenio. Además de que “con frecuencia, los emperadores del Sacro Imperio han sido figuras extrañas de la historia europea. No parecen pertenecer a ninguna parte. Se movían constantemente de un lado a otro, apareciendo aquí y allí, para luego desaparecer, a veces durante décadas” (Peter H. Wilson).

“La Unión Europea –dice el autor- se asemeja al imperio por su carencia de una ciudadanía uniforme y organizada”

Esa dificultad la expresa desde las primeras páginas el autor de esta reciente, minuciosa y concienzuda historia de El Sacro Imperio Romano Germánico (los editores españoles no han querido renunciar al gancho del último adjetivo, ausente en la edición original inglesa, como ausente estuvo en la mayor parte de su historia; la expresión “de la nación alemana” no se añadió hasta 1474). “Un pasado que resulta profundamente confuso”, una historia “sumamente difícil de narrar”, escribe paladinamente Wilson para explicar el abandono académico del estudio del imperio. Y cuando se ha abordado ese estudio, constata el historiador, ha sido desde una perspectiva nacionalista (“la narrativa convencional”, sobre la que insiste a la largo del libro), peyorativa para el imperio, perspectiva que él combate abiertamente en la misma medida en que reivindica el constructo político del que se ocupa. Con esas premisas, el autor aborda su trabajo, que divide en cuatro bloques temáticos, cada uno de los cuales recorre sus 1.000 años de historia. Historia tan desmesurada, y contada con el detalle que lo hace el autor, resulta imposible de embutir en una reseña al uso. Sólo cabe ceñirse a algunas consideraciones que puedan dar idea de la indudable importancia de este trabajo.

Por encima de los detalles de esa historia, una más que posible tentación para el lector de hoy es tratar de ver al Sacro Imperio como precedente de la Unión Europea. Wilson no elude el asunto. Así, aun constatando que la historia del imperio “asienta sus reales en el corazón mismo de la experiencia europea”, que “conforma el núcleo del desarrollo general del continente”; y la coincidencia en gran medida entre el territorio del imperio y el espacio ocupado por los países que impulsaron la primera integración europea después de 1945, sostiene que el imperio no fue “un primer esbozo de la Unión Europea”. Aunque no faltaran políticos e historiadores que vieran en el imperio de la Edad Moderna un anteproyecto para la creación de la Europa de las regiones, y en su organización un anticipo de lo que la Comisión Europea denomina subsidiariedad. Esas ideas, dice Wilson, tienen al menos el mérito de presentar al imperio en términos inteligibles para el gran público en contraste con el énfasis en la complejidad, excepciones y titulaciones que caracteriza la vida académica moderna.

“La Unión Europea –dice el autor a este respecto- se asemeja al imperio por su carencia de una ciudadanía uniforme y organizada. Su relación con sus habitantes es indirecta y está mediatizada por diversos niveles políticos autónomos”. Pero “el imperio parece haberlo hecho mejor que la Unión a la hora de fomentar la identificación de sus habitantes, que valoraban que el imperio proporcionase un marco de defensa de las libertades locales y particulares y que respetase la diversidad, autonomía y diferencia. Es aquí donde, tal vez, puedan hacerse las comparaciones más interesantes.

En la Unión Europea, al igual que en el imperio, la soberanía está fragmentada. En ambos, la implementación de políticas depende de la cooperación de los miembros, algo que deja margen para iniciativas y adaptaciones locales… El imperio, como ocurre en la Unión Europea actual, se apoyaba en la presión interpares, a menudo más efectiva y menos costosa que la coerción y que funcionaba gracias a la aceptación generalizada de un marco y una cultura política comunes”. “La historia del imperio –concluye-, lejos de proporcionar un proyecto para la Europa de hoy, nos sugiere métodos que nos ayudarán a comprender con mayor claridad los problemas de la actualidad”.

La amenaza otomana confirió nuevo vigor al ideal del emperador como defensor de la cristiandad

En cuanto a la evolución del Sacro Imperio, objeto del trabajo del autor, este la sigue desde unos inicios en que el elemento sacro era parte integral de su misión de “proporcionar un orden político estable a todos los cristianos”; cuando el papado necesita un protector y lo encuentra en los francos del noroeste, “el reino posrromano mejor organizado para la guerra”. En ese comienzo es esencial la idea de la translatio imperii, la traslación imperial según la cual no se trataba de un imperio nuevo, sino de una continuación directa del antiguo Imperio romano, idea que devino el mito fundacional del imperio. El Sacro Imperio adquiere su forma definitiva a comienzos de la Edad Moderna: “una monarquía mixta en la que el emperador compartía el poder con una jerarquía cada vez más estratificada de príncipes, señores y ciudades, conocidos por el nombre colectivo de Estados imperiales”.

Y si bien la influencia pontificia sobre el imperio fue declinando con el tiempo, la inmensa mayoría de su población fue siempre cristiana. La llamada Iglesia imperial fue un pilar fundamental del orden político, pero nunca fue un instrumento exclusivo de dominación real. La amenaza otomana confirió nuevo vigor al ideal del emperador como defensor de la cristiandad.

Wilson insiste en reivindicar el imperio frente a la visión negativa de la historiografía nacionalista (cuyo epicentro es Leopold von Ranke) que lo presenta alejado de la vida cotidiana de la gente y lo asocia a una época medieval en que “el peso del universalismo cristiano” aplastaba toda posibilidad de Estado nacional viable. Con ese leit motiv, analiza la gobernanza y el modo en que se relacionaban con el imperio sus muchas tierras y pueblos; las instituciones (el Reichstag, que representaba a los Estados imperiales, no a las poblaciones, lo que le diferenciaba de los parlamentos); el modo en que se legitimó y se definió en relación con los foráneos: la aplicación de la justicia; el feudalismo (concepto clave: el emperador era un señor de señores feudal, un rey de reyes); los aspectos socioeconómicos (desarrollo agrícola y urbano, comercio, crisis alimentarias); la influencia de la Reforma; las complejas relaciones entre las élites; la fiscalidad; el asociacionismo (las Ligas, cuyo eco, como en el caso de la Lombarda, llega hasta la Italia de finales del siglo XX) o el papel de las principales dinastías.

Bajo los Habsburgo, la flexibilidad y creatividad del imperio le permitieron sobrevivir a los grandes desafíos de la Reforma y la Guerra de los Treinta Años

Destaca Peter Wilson el papel de los Hohenstaufen, cuyas reformas permitieron preservar el imperio tras la implosión de la dinastía hacia 1250. O el complejo caso de los Habsburgo, cuya pauta de dominio imperial consistió en asegurar el patrimonio territorial antes de ocuparse del resto del imperio, y que adolecieron de lentitud en la toma de decisiones y mala administración, pese a dar un verdadero monarca paneuropeo y, posiblemente, el emperador del Sacro Imperio más recordado después de Carlomagno: Carlos V. Bajo los Habsburgo, la flexibilidad y creatividad del imperio le permitieron sobrevivir a los grandes desafíos de la Reforma y la Guerra de los Treinta Años.

El Sacro Imperio, en fin, viene de la concepción franca de “un liderazgo imperial de reinos subordinados, no un Estado unitario y centralizado”; incluso tras la partición del Tratado de Verdún, los carolingios siguieron considerando sus tierras parte de un conjunto más amplio, no el nacimiento de Estados nación diferenciados que quieren ver los historiadores nacionalistas. Fue “un mosaico de tierras y pueblos bajo una jurisdicción imperial desigual y cambiante” que encaja vagamente en el modelo del dominio del núcleo sobre la periferia (nunca tuvo un único centro, ni un único pueblo imperial como los manchúes en China o los anglosajones en el imperio británico).

EL LATIN Y EL CRISTIANISMO, ELEMENTOS DE COHESIÓN

No era una única cadena de mando ni una pirámide bien definida con un emperador en la cúspide; era una amplia estructura idealizada que abarcaba múltiples elementos de jerarquía interna interrelacionados en complejos modelos. Sus componentes más importantes eran los reinos, definidos ya en el siglo IX (pero no bien delimitados hasta el siglo XI). Y ejerció un dominio no hegemónico (nunca poseyó un ejército permanente), caracterizado más por mediaciones y negociación, más basado en el consenso que en la autoridad, con una gobernanza guiada por ideales y objetivos coherentes.

Sus habitantes nunca carecieron de elementos de cohesión e identidad común, como el latín o el cristianismo; y en el momento de su desaparición, lejos de sentirse indiferentes, lamentaron el fin de un sistema que protegía a los débiles de los fuertes. Tras su disolución se impusieron criterios nacionales que marginaban o eliminaban a elementos considerados hostiles a la cultura nacional dominante, algo que, para el autor, hace cobrar nueva relevancia a la capacidad integradora del Sacro Imperio.

Periodista cultural.