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Es digno de reflexión el escaso empeño por analizar y debatir públicamente lo que está ocurriendo con la universidad española mostrado por la intelectualidad nacional, incluida la que, más atenta a los problemas y expectativas de nuestra sociedad, frecuenta los centros de pensamiento y de análisis políticos. No es que nadie haya dicho o escrito nada, desde luego, en estos años o ahora, pero la gravedad de los efectos que se están produciendo y que se han de producir aún con las reformas universitarias en curso parece que deberían haber dado lugar a reacciones y aportaciones mucho más amplias, vivas y frecuentes.

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Da la impresión, por una parte, de que lo que está ocurriendo pasa inadvertido o tiene escaso interés para la mayor parte de la gente y hasta para quienes hacen del pensar casi un oficio. Quizás también, por otro lado, cunde, entre quienes más podrían o deberían hablar, el desconcierto, el escepticismo, la sensación de impotencia, cuando no la actitud interesada del sálvese quien pueda. Son así grupúsculos de expertos quienes conducen la nave, envueltos en una terminología de iniciados y respaldados por conjunciones de pequeños o grandes intereses que, a la postre, resultan poderosos intereses, conocidos y comprensibles algunos o más difícilmente discernibles otros. En cualquier caso, unos y otros generalmente poco justificables, por más que traten de ampararse en aspiraciones aparentemente elevadas que, aunque no dejan de contener algunos elementos razonables, destacan por sus muchas simplezas y vaguedades, o por su superficial idealización, poco rigurosa, del sistema de educación superior del mundo anglohablante y especialmente del norteamericano.

Hay que agradecer, pues, la aparición de libros sobre la universidad que puedan merecer interés. Y esto es lo que ocurre, desde luego, con el que nos ofrece Andrés Ollero en la nueva colección de Thomson-Aranzadi que dirige Rafael Domingo (The Global Law Collection, Collected Papers Series) con lo que, atendiendo a problemas propiamente españoles, trata de insertarse, con todo acierto, en la dimensión universal propia del orden jurídico, cada vez más evidente por la creciente similitud e interacción de las realidades sociales a la que alcanzan sus exigencias específicas en todo el mundo.

No es precisamente Andrés Ollero alguien al que se pueda imputar silencio o falta de compromiso en relación con la universidad en el cuarto de siglo que abarca su libro. Su actuación como político, profesor y conferenciante, como la mayor parte de las publicaciones que ahora se recogen aquí, son bien conocidas de muchos. Ha sido una voz siempre presente, con especial énfasis en los años en que a ello vino más obligado por sus responsabilidades parlamentarias. No se trata pues, en rigor, de nada nuevo en ese panorama de insuficiente reacción al que aludíamos. Pero, aun así, hay que resaltar el acierto de recoger en un libro todas esas aportaciones suyas y precisamente ahora.

El libro incluye la reedición del que, con el mismo título, publicó el Instituto de Estudios Económicos en 1985. Se incorpora ahora, como capítulo segundo, tras un breve proemio, a modo de presentación del conjunto de la obra y un primer capítulo, de carácter introductorio, que contiene una entrevista efectuada al autor sobre su experiencia personal y su opinión sobre la educación en general, pero especialmente la relativa al ámbito no universitario. El capítulo segundo constituye así, con diferencia, la parte más elaborada y extensa. Este principal trabajo se complementa luego con otros dos largos artículos publicados en revistas dedicadas prioritariamente al análisis económico, otras cuatro colaboraciones mucho más breves, y, finalmente, una contribución específica para el libro -el último capítulo- dedicada a analizar críticamente la última reforma legislativa universitaria acaecida en este mismo año de 2007.

El conjunto de estos trabajos abarca una larga etapa que cubre prácticamente los casi veinticinco años transcurridos desde la LRU hasta nuestros días. Han sido años de grandes transformaciones en todos los órdenes de nuestro sistema universitario, vividas intensamente por el autor, en su condición de universitario seriamente comprometido con la universidad y en la tarea que durante muchos de esos años desplegó ya como brillante parlamentario. Ésta se concentró precisamente, en buena parte de ellos, en la política educativa, como portavoz en el Congreso del Grupo de Diputados de su partido en difíciles años de oposición. Contribuyó en ellos, con su incansable labor -llena de rigor y envuelta en fino humor andaluz-, a que el Partido Popular encabezado por José María Aznar acabara logrando finalmente la aceptación social que le llevó a alcanzar la mayoría y el Gobierno nacional.

El estudio de 1985, Qué hacemos con la universidad, fue escrito antes de que entrara de lleno en la vida política, siguiendo la invitación de Óscar Alzaga, como él mismo cuenta en el proemio, obteniendo un escaño como diputado por Granada en las elecciones de 1986 por la coalición Popular en la que figuraba integrado el Partido Demócrata Popular del que formaba parte y que aquél lideraba. La verdad es que el título de este análisis, como enseguida el mismo autor puntualiza, equivale a preguntarse: «¿Qué estamos haciendo con la universidad los que somos -nos guste o no- responsables decisivos de su evolución?». Da de hecho plenamente en la diana: para bien o para mal, justificadamente o no, somos los universitarios mismos quienes venimos teniendo en nuestras manos la universidad. Ocurre, sin embargo, que, de una parte, el marco institucional que se nos ha ido imponiendo ha ido progresivamente condicionando y sometiendo el criterio y la responsabilidad de los profesores más reconocidos y consolidados, sobre los que descansa de hecho la parte con mucho más importante de la calidad universitaria, al río revuelto de una utópica autogestión universitaria abandonada a multiformes colectivos, privados de legitimidad sustantiva. Por otra parte, las instancias sociales y el poder político democrático propiamente dicho se han ido inhibiendo cada vez más en el ejercicio de sus superiores responsabilidades, para velar por que la universidad sirva objetivamente al interés general y no a unos u otros intereses de los que logran incrustarse en ella.

El segundo artículo -capítulo tercero- es ya de 1992, cuando el propio Partido Socialista está queriendo echar marcha atrás en algunas de las medidas de la LRU que se estaban demostrando más equivocadas: es precisamente una reflexión crítica sobre «El cambio en el sistema educativo: exigencias y reformas», y fue publicado por el Instituto de Dirección y Organización de Empresas que dirige Santiago García Echevarría en la Universidad de Alcalá.

Enseguida volvería sobre el tema, en 1994, cuando ya se le estaba acabando la cuerda a la fuerza gobernante de Felipe González: «La educación: del doctrinarismo a la ocupación clientelar del territorio». Constituye en el libro el capítulo cuarto y es un breve análisis de seis páginas sobre la marcha del sistema educativo en su conjunto con las reformas socialistas y la reducción de las partidas presupuestarias estatales, bastante antes de la generalización de las transferencias en materia educativa al conjunto de las comunidades autónomas.

Ya en 1996 publica el cuarto de los artículos aquí recopilados: «La universidad en lista de espera» (el capítulo quinto). Era el año en que el Partido Popular llegó al poder, sin que, sin embargo, Andrés Ollero fuese incorporado a las responsabilidades de gobierno. Había sido uno de los nombres que más sonaron cuando se formó el primer gobierno Aznar; para Educación sobre todo, donde había librado tantas y tan atinadas batallas desde la oposición, pero también para Justicia. Se quedó en la brega parlamentaria, pasando a ser portavoz de su grupo en la Comisión de Justicia.

Se trata de un extenso ensayo inserto en el número que dedicó entonces la revista del Instituto de Estudios Económicos a La hora de la universidad española. Llevaba, desde luego, un certero título, porque en verdad esa -estar en la lista de espera- fue la situación de la universidad durante la legislatura de 1996 a 2000, sin que tampoco el comienzo de la siguiente marcase urgencia alguna por afrontar decididamente sus problemas. Tras casi el primer año, el Ministerio acabaría lanzándose a la operación que terminó cuajando en la aprobación de la LOU a finales de 2001, tras un desafortunado proceso técnico y político, que provocó, permitió o dio pie al comienzo de unas airadas movilizaciones contra el Gobierno popular que poco tenían que ver en realidad con los verdaderos contenidos de la nueva ley. Desencadenó, no obstante, una presión política que no haría sino incrementarse en adelante en toda la segunda parte de la legislatura.

Fue aquélla una gran ocasión perdida, en la que la mayoría absoluta de que gozaba el Partido Popular hubo de soportar una enorme presión de las fuerzas dominantes en la política del sistema universitario, empujada por los sectores más radicales. Sacó adelante una ley que no supo, sin embargo, romper decididamente el nudo gordiano de los problemas de la universidad pública española de los últimos treinta años y se contentó con escasas medidas de reforma. Algunas iban orientadas en la dirección acertada: la exigencia de habilitación, con numerus clausus, como requisito imprescindible para el ingreso en los cuerpos docentes universitarios. Otras en la dirección contraria; destacadamente, la laboralización del personal docente contratado y la admisión de la posibilidad de profesores permanentes contratados.

Antes aún de que se planteara la batalla de la LOU, en los tiempos finales todavía de la primera legislatura del PP, publicó Ollero los dos trabajos de 1999, que aparecen aquí como capítulos sexto y séptimo, respectivamente: «Alternativas y propuestas de reforma de los órganos de gobierno de las universidades española» y «Demoler los muros de la incompetencia». Son dos análisis más breves y fueron publicados por el Consejo de Universidades, uno, y de nuevo en la revista del Instituto de Estudios Económicos, el otro. El primero responde a lo que fue una gran apuesta del autor en la reforma pendiente, convencido de los benéficos efectos que habría de tener lograr que el rector fuera elegido directamente por la comunidad universitaria, liberando esa elección de cabildeos que siempre pensó más fáciles en una elección por el claustro. Ya entonces recibí con escepticismo el sincero entusiasmo, suyo y de otros, en ese tan escaso cambio de sistema. Como la experiencia demostraría, eso no podía bastar para resolver un problema cuyas raíces son mucho más hondas y estructurales. El otro artículo responde a otro de los puntos de más sincera preocupación de Ollero, como de tantos otros pensadores sobre nuestra universidad: el sistema de selección del profesorado.

La séptima contribución -capítulo octavo- entra ya de lleno en la polémica suscitada por la LOU y se publica en Nueva Revista en 2001, año en que esta ley sería finalmente aprobada. Es corto -apenas ocho páginas- y, dando cuenta de los planteamientos que se hicieron entonces desde el Gobierno y la oposición, disecciona críticamente las posiciones de unos y otros en lo que analiza básicamente como disyuntiva entre el poder de la autonomía universitaria y el de las autonomías territoriales.

El último artículo, aportación nueva con la que se cierra el libro, lleva un título que podría parecer expresivo de una comprensible actitud de un autor cansando y despechado ya, tras decenios de brega, con lo que ahora ha querido hacerse a través de la reforma de la LOU aprobada en este mismo año 2007: «Haced con la universidad lo que os parezca». Pero basta con comenzar a leerlo, para percatarse de que no es eso ni mucho menos lo que quiere expresarse con ese título y de que el ánimo y la actitud del autor siguen incólumes. Se trata simplemente de que con la nueva ley ha sido el mismísimo legislador nacional, a quien la Constitución asigna irrenunciables cometidos y responsabilidades al respecto, quien ha tirado la toalla, como diciendo a los rectores: «Haced con la universidad lo que os parezca».

En realidad, y en aspectos capitales, es al Gobierno estatal y, en menor medida, a las comunidades autónomas, más que a las universidades y sus rectores, a las que ha dirigido ese mensaje. Destacadamente en toda la completa deslegalización que la nueva ley lleva a efecto en cuanto a los títulos, que sigue calificando, a pesar de ello, como de carácter oficial y validez en todo el territorio nacional y habrán de seguir expendiéndose «en nombre del Rey». Salvo en relación con el título de doctor, sobre lo que la ley mantiene una regulación mínima pero probablemente suficiente, con respecto a los demás -los de grado y postgrado- todo queda deslegalizado, incluida su denominación, la duración y exigencias de los estudios. Será el Gobierno quien lo regule y, en lo que no regule, quedará primero en manos de la iniciativa de cada universidad, pero, luego, en manos de una ancha discrecionalidad de gobiernos autonómicos y del nuevo Consejo de Universidades. Podrá así funcionar el conocido principio del «hoy por mí, mañana por ti», pero nadie podrá estar seguro tampoco de la incidencia de las mayorías ideológicas y políticas, más o menos difusas, aunque, no infrecuentemente, tan contundentes.

Ya se conoce la poco densa normativa general que va a dictar el Gobierno al respecto. La deslegalización se traducirá pues en un importante grado de desregulación, que va a permitir, en suma, a esas instancias de control sobre las propuestas de cada universidad, las más imprevisibles decisiones. Por no hablar del guirigay que se va a armar en cada facultad, en cada escuela, en cada departamento de cada universidad, para ponerse de acuerdo sobre los nuevos títulos y sus planes de estudio, liberados los diversos intereses de las limitaciones que había impuesto en otro tiempo el carácter reglado de cada título y de los contenidos más importantes de sus respectivos planes de estudios.

El libro de Ollero, cuyo fluido y entretenido lenguaje lo hará de fácil lectura para cualquiera, es, cuando menos, un testimonio perenne y bien cercano de las cuestiones que han constituido el eje de los problemas universitarios en este trascendental cuarto de siglo; aunque plasmado, desde luego, con el estilo de gran polemista del autor y desde su personal perspectiva. No puede por menos sino recomendarse a quien quiera conocer los antecedentes de la tesitura a la que hemos llegado y los aspectos concretos más significativos de esa situación.

Entre la riqueza de datos y consideraciones que el libro contiene puede más que vislumbrarse lo que me parece, cada vez de modo más claro, es el talón de Aquiles de nuestro sistema universitario público, que sigue siendo ampliamente dominante. O, si se prefiere, el auténtico nudo gordiano que está cerrando a nuestra universidad el camino de un progreso como el que le debería permitir el nivel alcanzado en general por nuestra sociedad y en particular por la calidad de muchos de nuestros profesores e investigadores universitarios. Se trata de lo que ya he denunciado en otros lugares como lamentable confusión entre la autonomía universitaria, garantizada por el apartado 10 del artículo 27 de la Constitución, y una autogestión llevada a cabo por la llamada «comunidad universitaria» que ni siquiera llega a encontrar suficiente respaldo en las previsiones del apartado 7 del mismo artículo 27, su única base constitucional. Esa «comunidad universitaria» aparece compuesta además de tal manera que, como decíamos, cada vez se reconoce menos peso al personal académicamente más cualificado.

El autor no llega a señalarlo claramente con esta rotundidad y trascendencia e incluso no pocos de sus argumentos a favor de la autonomía universitaria -sin subrayar lo determinante de su adecuada definición- permitirían albergar tal vez dudas sobre si realmente entiende que ahí está el problema. Pero el libro está cruzado por descripciones críticas del funcionamiento real de la «autogestión» universitaria, mostrando la lamentable realidad que viene pasando aquí por la autonomía universitaria que ha hecho y hace grandes a las mejores universidades del mundo.