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En las últimas décadas, la demografía europea se ha caracterizado por su rápido envejecimiento y por la disminución de la natalidad. Sin el saldo neto positivo de la inmigración, el número de habitantes de algunos países europeos habría descendido significativamente. Se estima que, en ausencia de inmigrantes, la población alemana disminuirá en 5 millones hasta el año 2010, en 10 millones hasta el 2020 y en 16 millones hasta el 2030. Las estimaciones sobre el crecimiento de la población en España señalan una evolución incluso más preocupante.

El aumento del número de ancianos forzará una subida importante de los gastos estatales en pensiones y en servicios sanitarios. Si la evolución demográfica desequilibra la proporción entre contribuyentes y pensionistas, solo cabe, o un aumento de las tasas impositivas hasta un nivel que reduciría de forma importante las rentas reales de los trabajadores, o la reducción de las prestaciones garantizadas por el Estado.

Nuestro país puede verse afectado por esta situación incluso más que otros países europeos. La tasa de natalidad española es la más baja de todo el mundo desarrollado y el ritmo de envejecimiento de la población es quizá más rápido que en otras naciones de nuestro entorno. De ahí que tengamos que recurrir, independientemente de las medidas internas que se adopten (por ejemplo, fomento del ahorro e inversión del mismo en países de rápido crecimiento económico), a reclutar personal fuera de nuestras fronteras, si queremos mantener nuestro sistema de Seguridad Social. España debe dar prioridad a la elaboración de una política adecuada de inmigración, que permita aprovechar lo positivo del fenómeno y que minimice los costes. No obstante, es una ilusión pensar que un control cuantitativo y cualitativo eficaz de la inmigración puede resolver por sí solo el problema demográfico.

Si las personas que componen una sociedad optan masivamente por no criar a sus hijos, las cargas que se derivan de esta decisión no pueden ni socializarse ni trasladarse a terceros. El problema demográfico reaparece una y otra vez, a medida que la población inmigrada copia la conducta generativa de la población autóctona.

Se debe, ante todo, adoptar una decisión fundamental sobre el modo de enfrentarse al problema demográfico:
—o bien la sociedad consigue liberarse de la necesidad, derivada de un sistema de seguridad social financiado mediante cotizaciones, de que haya siempre un número suficiente de trabajadores en activo que paguen las jubilaciones,
—o bien se pone en práctica una política de la familia consecuente que modifique de tal modo los hábitos generativos que el sistema de seguridad social pueda recuperar de nuevo el equilibrio, aunque sea en una perspectiva a muy largo plazo.

Políticas de inmigración

Una sociedad moderna y liberal es tolerante con las prácticas inocuas que se desarrollan en su seno, pero férreamente intolerante con los actos que afectan a su supervivencia como sociedad o con los que lesionan los derechos de quienes se acogen en su seno. El problema que va a presentar la creciente inmigración hacia nuestro país va a ser el de armonizar la tolerancia hacia las prácticas de otros grupos culturales con la adecuada protección de los derechos de todas las personas, nativas o extranjeras, que se sitúan bajo el amparo de la jurisdicción española y, dicho sea de paso, pagan por este amparo a través de los impuestos.

No ejercer ningún influjo selectivo sobre la inmigración está en contradicción con el interés público, con la defensa de los legítimos intereses propios del país receptor. Junto al de la edad, la cualificación de los inmigrantes (o la posibilidad de conseguirla) es un elemento de singular importancia en toda política inmigratoria. Pero una política inmigratoria selectiva no se reduce a simples trámites administrativos. Deben buscarse caminos humanos para dirigirla. La tarea más dificultosa de toda política migratoria es la integración social pacífica de un número creciente de personas con culturas más o menos diferentes. Cuanto mayor es la inmigración que se desea, tanto más importante resulta aminorar las diferencias culturales entre los inmigrados y la población nativa.

La preocupación por los puestos de trabajo de una parte, y el temor por la seguridad de las pensiones de jubilación de la otra, exigen una política de inmigración consciente, tal como la han venido practicando desde siempre los países de inmigración tradicional, es decir, una política que limita el caudal de inmigrantes e influye en su selección. Tampoco así la afluencia inmigratoria solucionará por entero el problema del envejecimiento, pero puede aportar una contribución. El establecimiento de cuotas, cupos o contingentes, por países, por empleos, etc., aunque discriminatorio, parece un proceso ineludible a la hora de regular la entrada de extranjeros en los países desarrollados. Pero, además, las naciones que reciban inmigrantes deberán poner en marcha medidas que contribuyan a facilitar la integración de los recién llegados: programas educativos para extranjeros, luchar contra el trabajo ilegal, contribuir a la creación de pequeñas empresas en el caso de inmigrantes que deseen trabajar por cuenta propia, facilitar su nacionalización y luchar contra toda manifestación de xenofobia.

En el momento presente, la Unión Europea (UE) está muy lejos de haber logrado una política conjunta de migración. Las diferencias en las leyes nacionales de asilo y el deseo de mantener un control nacional sobre la migración son los responsables. Cada vez que se han tomado decisiones a nivel comunitario, todas las medidas discutidas se han referido siempre a restricciones a la migración, nunca a flexibilizaria.

En muchos países de la UE hay una cierta tendencia a optar por la inmigración temporal en lugar de la permanente, por ello resulta importante saber más sobre los determinantes de la inmigración de retorno. La migración en Europa difiere de la de Estados Unidos porque la flexibilidad de su mercado de trabajo es más baja, el paro es más persistente y el mercado laboral tiene más imperfecciones; hay, además, en Europa una presión mayor para asimilar al inmigrante a la cultura local. No obstante, siempre es posible establecer paralelismos y ensayar soluciones que hayan sido experimentadas en EE.UU. Al respecto, Boijas y Grubel han optado, entre otros, por un proceso de selección organizado por el país de inmigración para asegurar la calidad del inmigrante. Simon prefiere la autoselección, en función del talento y del capital que se pone de manifiesto mediante un concurso o prueba selectiva. Straubhaar y Zimmermann han propuesto dejar que el mercado de trabajo decida sobre el volumen y la estructura de la inmigración. Lo que antes parecía un hecho inevitable -las fronteras rígidas entre los Estados con una clara delimitación entre los que son residentes y entre los que no lo son- empieza a ponerse en entredicho. Los trabajadores quieren dejar de ser inmigrantes para convertirse, al igual que ya son las empresas, en trabajadores internacionales.

España se encuentra en un período de envejecimiento, por lo que la inmigración contribuirá a dotar a la economía de un dinamismo que, en otro caso, perdería. Las aportaciones de mano de obra joven procedente del extranjero contribuirán a financiar un sistema de seguridad social que, bajo los supuestos actuales parece inevitable. La aparición de una mano de obra más móvil y más sensible a las motivaciones económicas aliviará el mal funcionamiento endémico que padece nuestro mercado de trabajo. Sin embargo es importante que la inmigración no contribuya a la subversión de los valores en que se funda nuestra democracia. España es un Estado de Derecho y, por tanto, debe pretenderse que todas las personas que viven en ella mantengan un escrupuloso cumplimiento de la Ley. La formación de guetos que escapan a la legalidad vigente debe evitarse, y los impuestos y las contribuciones a la Seguridad Social exigirse con toda eficacia.

Algunas conclusiones

En el análisis de los cambios estructurales y culturales introducidos por las migraciones en los países receptores deben figurar en primer plano los problemas derivados de la integración y la asimilación, que adquieren singular importancia a la luz de las nuevas inmigraciones y de sus posibles riesgos.

La separación cultural significa creación de minorías. Mientras, la segregación estructural lleva a la formación de capas sociales diferenciadas.

El análisis concreto de los diferentes sistemas sociales parciales (el político, el económico y el comunitario) detecta conflictos potenciales en las sociedades multiculturales. Respecto del sistema político se plantea la pregunta de hasta* qué punto estaría dispuesta la población nativa a tolerar (o a permitir verse influida en una dirección concreta) una cultura política divergente.

Debe admitirse que al aumentar cada vez más la inmigración procedente del Tercer Mundo, aumentan también las distancias entre las exigencias de alta cualificación de la economía de los países con elevados niveles por un lado y el perfil de cualificación de los inmigrados
por el otro. Y con esto se cuestiona el problema central, que es el
de la integración económica de los inmigrantes.

Una correcta política estructural debería promover modelos culturales encaminados a permitir la participación de todos los miembros de la sociedad en los bienes y los valores de los países de acogida en igualdad de condiciones. Esta política estructural no podría garantizar la conservación de la identidad cultural de los grupos étnicos inmigrados, pero tampoco se propondría como meta última, por supuesto, la homogeneización cultural.