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Desconfiar de las etiquetas de novedad en el campo de la economía es una buena práctica. Mucha gente recuerda aún que, hace unos veinte años, se puso de moda en Francia un grupo de autodenominados «nuevos economistas», que no destacaban precisamente por su originalidad, ya que se limitaban a trasladar a Francia -y con bastante superficialidad, por cierto- ideas que habían sido desarrolladas en los Estados Unidos en décadas anteriores.

Tampoco el término de «nuevos liberales» me gusta demasiado, ya que lo mejor del pensamiento liberal de nuestros días sigue estando fuertemente enraizado en la vieja tradición de Adam Smith, escritor que, como todo el mundo sabe, colgó la pluma hace ya más de dos siglos. No es sorprendente, por tanto, que, al oír hablar de la nueva economía, mi primera preocupación sea determinar si realmente el funcionamiento de los mercados es hoy algo tan diferente de lo que conocimos en el pasado, como para considerar que hemos entrado en nueva etapa que ha roto de forma relevante con ese pasado.

El problema se complica cuando intentamos saber qué es lo que caracteriza a esa nueva economía de la que tanto se habla. No parece, en efecto, que exista un acuerdo mínimo a este respecto. Pero no creo equivocarme mucho si afirmo que las nuevas tecnologías -la informática, en especial- y la internacionalización de la economía son consideradas generalmente como sus rasgos más distintivos. Y si es así, las dificultades aumentan, porque tanto la introducción de nuevas tecnologías como la internacionalización han sido ya factores de desarrollo económico en otras épocas de la historia.

Es cierto que hoy vivimos en un mundo en el que las distancias cuentan cada vez menos y en el que todo parece ser interdependiente. Pero nos engañaríamos si supusiéramos que, con anterioridad, la división internacional del trabajo no condicionaba la vida económica de las naciones. Y si resulta evidente que el progreso técnico ha alcanzado hoy una rapidez asombrosa, que está modificando no sólo nuestra forma de trabajar, sino también la forma misma que tenemos de entender la economía, no deberíamos olvidar -por poner sólo un ejemplo- lo que para la economía del antiguo régimen supusieron cambios como la industrialización o la construcción de los ferrocarriles en el siglo XIX.

En pocas palabras, no cabe la menor duda de que nos encontramos ante una situación diferente. Pero situaciones de esta naturaleza se han dado también en otras ocasiones en el curso de la historia. Y los problemas que en ellas se han planteado no difieren sustancialmente de los actuales. La incorporación de nuevas tecnologías a la producción ha supuesto siempre cambios importantes en los sectores de vanguardia. Con ellas se abren nuevos campos, que ofrecen grandes posibilidades de beneficio a quienes se anticipan a sus competidores, mientras que en los sectores tradicionales la rentabilidad se estanca.

Y ni antes, ni hoy, este proceso ha significado seguridad para los inversores. Más bien lo contrario es lo cierto. La incertidumbre que necesariamente existe en las nuevas técnicas de producción fomenta la especulación y hace que, junto a inversiones de rentabilidad muy elevada, haya otras que resulten ruinosas. El riesgo y el beneficio siempre han ido de la mano, en efecto, y la nueva economía no tiene por qué ser una excepción a la regla.

En todos estos procesos de cambio tecnológico se ha planteado la misma cuestión que debemos tratar de contestar hoy: ¿cuál es el factor determinante del crecimiento económico: una nueva tecnología o la existencia de un marco institucional adecuado que permita no sólo el desarrollo científico, sino -sobre todo- la aplicación de una determinada innovación técnica al proceso de producción?

Parece que mucha gente tiende a pensar hoy que la ciencia y la tecnología son prácticamente todo lo que se necesita para dar el gran salto adelante hacia la prosperidad. Pero esta interpretación deja muchas cosas sin explicar. En primer lugar, dado que lo sustancial de la ciencia y la tecnología son, en nuestros días, internacionales y están, por tanto, disponibles para cualquier industria en cualquier país, ¿por qué sólo algunas naciones parecen beneficiarse del progreso técnico? ¿Y qué decir del caso de la antigua Unión Soviética, país de una gran capacidad en el mundo de la ciencia y la tecnología, que nunca consiguió, sin embargo, salir del subdesarrollo económico?

Si una nación personifica en nuestros días la nueva economía, ésta es, sin duda, los Estados Unidos de América. Los norteamericanos han conseguido, en efecto, algo que hace sólo algunos años parecía imposible: un largo periodo de fuerte crecimiento económico y una tasa de paro inferior a la que durante mucho tiempo se consideró que era su tasa natural. En el pasado, un aumento del nivel de empleo como el experimentado en los últimos años habría provocado una importante subida de salarios y un alza de la tasa de inflación, que habrían hecho imposible el sostenimiento del crecimiento equilibrado. ¿Por qué no ha sucedido así en esta ocasión? No creo que el aumento de la productividad, consecuencia de la aplicación de nuevas tecnologías, sea una explicación suficiente. Para que aumente la productividad no basta que la tecnología exista. Es preciso también que pueda aplicarse de una forma eficiente. Y para ello es necesario, a su vez, que se cumplan dos requisitos.

El primero es que el nivel de capital humano de la población activa del país tenga el nivel mínimo suficiente para que las nuevas técnicas puedan ser asimiladas con relativa facilidad por una parte significativa de los trabajadores. Y el segundo, que el país en cuestión se encuentre con unos mercados -y especialmente un mercado de trabajo- que funcionen sin excesivas rigideces. Es decir, como los economistas vienen señalando repetidamente, las claves del desarrollo económico se encuentran en dos factores fundamentales, sin los cuales difícilmente pueden funcionar los demás: educación e instituciones. Y esto es tan válido hoy como lo fue dos siglos atrás.

Un nivel elevado de capital humano no es, desde luego, un patrimonio exclusivo de los Estados Unidos. También existe en Europa occidental y, en buena medida, podía encontrarse incluso en la Europa socialista anterior a la caída del muro de Berlín. Ha de ser, por tanto, la organización de los mercados y las instituciones lo que está marcando las diferencias en la evolución económica reciente de los países más desarrollados. Y lo que nos separa de los norteamericanos en este campo es que en el Nuevo Continente los viejos principios de neutralidad del Estado y de libertad de contrato, aunque han sido erosionados en muchos sentidos, tienen aún más fuerza que en Europa.

Si esta hipótesis fuera cierta, nos encontraríamos con la paradoja de que la nueva economía no se está desarrollando gracias a los principios que inspiraron las reformas legales e institucionales características de nuestro siglo XX, sino a partir de los principios que sirvieron de base a la formación del derecho privado moderno en el siglo pasado. No es extraño. Si algo pone de manifiesto la innovación tecnológica acelerada es, precisamente, lo poco que sabemos y lo peligroso que resulta, por tanto, tratar de dirigir su desarrollo desde el sector público.

Catedrático emérito de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y profesor Eminent Senior en UNIR. Fue director del Instituto de Economía de Mercado, Senior Associated Member del St. Antony’s College de la University of Oxford y presidente del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid.