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Los animales superiores, el hombre entre ellos, cuentan con sistemas muy elaborados de defensa contra la invasión por otros seres vivos infecciosos o parasitarios. El sistema principal de  respuesta radica en un conjunto disperso de células especializadas y moléculas que, asociadas en la función, forman el sistema inmunitario. Del mismo modo que sin el sistema digestivo no aprovecharíamos los alimentos, sin el sistema inmunitario seríamos pasto de los invasores indiscriminados: virus y bacterias, o de los invasores premeditados: protozoos, gusanos, artrópodos, parásitos para los que nuestra superficie o interior es su espacio natural; el medio donde crecer, reproducirse y perpetuar la especie. El sistema tiene un componente nativo, natural, indiscriminado y estable, herencia del pasado evolutivo unicelular e invertebrado y un componente perfeccionado, el sistema inmunitario adaptativo. Este último, además de potenciar y dirigir al primero, tiene la capacidad de reaccionar específicamente frente a todo lo reconocido como extraño (no propio), adaptando una respuesta específica perfeccionable que además se conserva memorizada. De esta forma, ante el reencuentro con el invasor o sus moléculas: excreciones, secreciones, componentes, la reacción que trata de anularlo o destruirlo, es más rápida e intensa.

Cuando la respuesta del sistema inmunitario es tan eficaz que impide la entrada, la permanencia o el daño ocasionado por el intruso, se alcanza la protección (inmunidad) frente al agente invasor. Por el trabajo del sistema inmunitario tenemos siempre algún grado de inmunidad contra los agentes infecciosos o parasitarios que nos pretenden colonizar. Cuando esta inmunidad es completa, estamos protegidos; cuando es incompleta, fracasa, o es desviada, se produce la infección o el parasitismo y, según circunstancias múltiples, la enfermedad infecciosa o la parasitosis. La inmunización es un proceso que acontece de modo espontáneo en la mayoría de los casos o que puede estar provocado, lo que se logra, entre otros métodos, por las vacunas. Las vacunas son sistemas artificiales de estimular específicamente la inmunidad protecti va. Son relativamente fáciles de producir frente a algunos agentes infecciosos víricos y bacterianos, por ser relativamente sencillos y además alejados desde el remoto origen de la diversificación de la vida. Cuanto más extraño es el agente invasivo, mayor es su grado de dife renciación y mejor es reconocido por el sistema inmunitario.

Contra los parásitos: protozoos, helmintos (gusanos), artrópodos, el proceso de inmunidad protectiva, tanto espontánea como artificial, es mucho mas difícil. Los parásitos, aun en las formas más elementales son más complejos y desafortunadamente más próximos; porque pertenecen a nuestro propio patrón de organización celular. Por esta causa, el trabajo del sistema inmunitario sobre ellos es más difícil y menos eficaz. Además los parásitos no son invasores accidentales, lo son exquisitamente avezados: su vida solo es posible si nos invaden, porque nosotros, nuestro medio interno, nuestro sistema digestivo, o nuestra sangre o nuestro cerebro… son su medio ambiente. El medio donde alcanzan la madurez y se reproducen, o pasan al menos una porción ineludible de su existencia. Además, sus daños, son un simple pecado de juventud evolutiva. Los parásitos tienden, porque es adaptativo y ti.jable en sus moléculas de herencia (genoma) a ser cada vez mejores parásitos, lo que también incluye evadir de modo ingenioso el sistema inmunitario del anfitrión, engañándolo, desgastándolo, desviándolo hacia tareas inútiles, obligándolo en muchas ocasiones a fabricar moléculas de defensa (anticuerpos) que no solo no les hacen daño, sino que incluso les pueden servir de alimento. Por estas y otras causas que no vienen al caso, las vacunas contra los parásitos no existieron hasta, por una parte, la reciente aplicación de la biología molecular, o, por otra, la vacuna sintética inventada por Manuel E. Patarroyo, un médico inmunólogo colombiano, formado como químico, en el Instituto de Inmunología del Hospital San Juan de Dios de la Universidad de Bogotá.

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El paludismo o malaria

El paludismo es una enfermedad parasitaria ocasionada por un protozoo apicomplejo, plasmodio, transmitido por un mosquito que, al alimentarse de sangre humana inocula, el parásito que previamente se ha reproducido en su interior. Como se resume en la figura , el paludismo es una cadena de infección continua de mosquitos por hombres y hombres por mosquitos. El parasitismo está montado en el hábito hematófago (consumidor de sangre) del mosquito.

La vida del plasmodio es muy compleja (figura): es un protozoo permanentemente unicelular, sin separación entre lo somático y lo germinal, por lo que pasa casi toda su vida como célula que se divide dando nuevas células iguales, preparadas para ser al final un gameto femenino, como un óvulo, o un conjunto de gametos masculinos, como espermatozoides. Solo es extracelular durante el período de tiempo que media entre la fecundación de los gametos en el estómago del mosquito y la formación de los miles de células invasivas pos-reproducción sexual (los esporozoitos que invaden la glándula salivar) del mosquito.

El resto de su parasitismo, que sucede en el hombre, primero en el hígado y después en los glóbulos rojos de la sangre, es intracelular, y no tiene otra razón de ser que producir millones de copias de sí mismo, algunas de las cuales se van transformando en células sexualmente diferenciadas, que esperan su paso al siguiente mosquito para reproducirse sexualmente.

Los plasmodios debieron adaptar este ciclo tan eficiente en los antecesores de reptiles y dinosaurios. Probablemente alcanzaron la cima de su patrón morfológico y de conducta en la era de los dinosaurios. Todavía persisten en los reptiles y aves. Entre los mamíferos, solo entre los roedores, que son nuestros antecesores, y los simios, nuestros parientes. El hombre tiene cuatro especies propias, de su patrimonio filogénico. Tres de patogenia moderada, y una, Plasmodium falciparum, muy patógena, causante de un proceso que afecta directamente a mas de 300 millones de personas, con más de 2 millones de muertes al año, especialmente de niños. P. falciparum es sin duda el enemigo número uno de la humanidad. En el pasado, además de dejar su huella en la herencia humana, derrocó imperios, desertizó regiones, diezmó países o convirtió en insanas áreas paradisíacas. Pero no es un recuerdo histórico. Continúa siendo el azote de los países ecuatoriales, de los países más pobres y con menores recursos. Contra este parasitismo, todas las medidas, salvo las tomadas en las áreas templadas de Europa y Améri ca del Norte, fracasaron. La lucha contra los vectores (mosquitos transmisores) es cara y difícil por razones climáticas. La profilaxis medicamentosa no sirve más que para estancias cortas en la áreas endémicas, pues la multirresistencia que logra el parásito la torna en muchas ocasiones inútil. La solución auténtica es una vacuna que proteja, que primero disminuya la incidencia y controle o erradique el proceso después. Quien logre una vacuna así merece estar para siempre en la galería de los grandes benefactores de la humanidad:  Jenner,  Pasteur, Koch … en este artículo queremos presentar como empezó la primera parte de la obra de quien aspira a ocupar un retrato de esa galería.

La vacuna del paludismo

Tras los avances científicos hay siempre un hombre con una voluntad creadora, que se plantea una meta que otros muchos consideraron inalcanzable o tarea de terceros más preparados. Como confiesa Manuel Patarroyo al comienzo de sus interesantes conferencias, cuando empezó su trabajo simplemente reflexionó: » el paludismo es el gran enemigo del hombre. Crear una vacuna frente a él es el mejor servicio que puedo prestar a la humanidad» , y a esta tarea dedicó todos sus esfuerzos y el de sus colaboradores, organizados en el Instituto de Inmunología que dirige.

Primero el hombre y su voluntad creadora y, después, la capacidad para integrar hacia el objetivo perseguido los avances de otros muchos aspectos de la biología, de la bioquímica, de la químico-física e instru mentación, de la síntesis química, de la parasitología e inmunología. Todo dirigido hacia una meta: una vacuna formada por los determinantes antigénicos (configuraciones moleculares o partes de los antígenos frente a los que el sistema inmunitario fabrica moléculas protectoras llamadas anticuerpos) inductores de protección y obtenidos por sínte sis. Además de un buen laboratorio y unos buenos colaboradores, Patarroyo dispuso de dos logros parasitológicos fundamentales: por una parte, la capacidad, hace poco conseguida, de reproducir in vitro (en el tuao de cultivo) de modo indefinido, esquizontes y merozoitos, fases hemáticas del ciclo de P. falciparum. En segundo lugar, contar con un modelo animal único de infección experimental: una colonia de monos americanos, titís (Aotus nancymai) que no solo son susceptibles al pa ludismo humano, sino que además nunca tuvieron contacto con el parásito, y que si se infectan, y no son tratados o protegidos, mueren de la enfermedad.

Su trabajo inicial fue la disección química de las proteínas de los merozoitos que obtenía por cultivo. Los mejores antígenos son proteínas. Cada proteína aislada mediante electroforesis la transfería a un seporte y comprobaba si era reconocida por los anticuerpos de sueros humanos hiperinmunes por haber padecido paludismo. Así identificó, aisló y concentró 22 proteínas diferentes. Con cada proteína, identificada según su número de unidades (kDa), fabricó una pre-vacuna y probó su capacidad protectora en los titís infectados experimentalmente. Cuatro de estas proteínas tenían algo que ver con la inmunidad protectiva: las de 155 y 55 kDa ocasionaban retraso en la aparición de la enfermedad, las de 83 y 35 kDa producían o inmunidad estéril o parasitemias pequeñas y tolerables. Era el primer logro. Quedaba fijado el objetivo, secuenciar estas proteínas, analizando la sucesión de aminoácidos (eslabones) de cada una de estas cadenas. De la secuencia lineal de eslabones que su equipo y otros investigadores iban escribiendo, comenzó a imaginar posibles determinantes (conjunto de eslabones identificados como extraños y para los que el organismo sintetiza los anticuerpos). Y mediante el método de «bolsa de té» comenzó a sintetizarlos. Cada cadena (péptido) sintetizada fue probándola como pre-vacuna sintética en la colonia de monos. El trabajo fue enorme e infructuoso en apariencia. Ninguno de los 84 péptidos sintetizados a imitación de las partes de las proteínas naturales protectoras producía inmunidad estéril. Algunos, no obstante, mostraban ciertos indicios que animaban a seguir con la idea, pero era necesario cambiar el procedimiento. Y así se hizo. Si los péptidos que se sintetizaban eran realmente determinantes antigénicos, por la lógica de la respuesta inmune, deberían ser reconocidos por los anticuerpos naturales que existen en el suero de las personas que se recuperan de paludismos reiterados. E incluso, si lo que se determinaba eran mezclas de péptidos sintéticos, las probabilidades de encontrar los epitopos buscados aumentaban. Con esta idea modelo, volvieron a sintetizar partes de las proteínas seleccionadas en las primeras experiencias, comprobando su capacidad de unión a anticuerpos naturales. Después de muchos ensayos, en 1986 se preparó una mezcla de tres péptidos, derivados respectivamente de motivos (conjuntos de los eslabones de aminoácidos) de las proteínas de 83, 55 y 35 kDa, preparando con ellos la tercera serie de pre-vacunas, que además protegían. Se repitieron siete veces las pruebas de vacunación, ensayándose dosis y secuencias de vacunación, interviniendo equipos externos, tanto para la síntesis, como para el ensayo experimental. Y, aunque con distinta valoración, los resultados fueron satisfactorios: habían descubierto y sintetizado unos determinantes antigénicos protectores frente al paludismo experimental.

El paso siguiente fue crear con los tres péptidos una proteína artificial. Tomando como puentes de soldadura, un motivo (una sucesión de cuatro eslabones de aminoácidos) de otra proteína del parásito, la del exterior de las formas infectantes que inocula el mosquito, preparó una especie de «bocadillo» químico con el péptido 83.1 emparedado entre los 55.1 y 35.1. Pegando, al final de la gran cadena helicoidal así sintetizada, dos moléculas de un aminoácido (cisteína) que en las proteínas naturales forma puentes  sólidos de unión, la cadena se polimerizó de modo espontáneo globular con un tamaño de 25 a 35 kD.  Una proteína de tamaño suficiente como para comportarse como antígeno sin portador contaminante alguno, pura y estéril. Había nacido la vacuna spf 66.

Su aplicación a los monos de dos especies diferentes resultó segura y eficaz. Después de la vacunación, un 50 % quedaba protegido, un 37% parcialmente  protegido y solo un 15% continuaban siendo susceptible a la enfermedad experimental.

La experimentación en seres humanos

Solo faltaba trasladar la experiencia al hombre. Treinta soldados voluntarios fueron los primeros. Todos menos uno, fabricaron anticuerpos contra la vacuna. Todos, salvo el que no preparó anticuerpos, quedaron protegidos. El que no fabricó anticuerpos, y todos los controles, contrajeron el paludismo experimental subsiguiente. La vacuna también funcionaba en adultos humanos. Siguieron las experiencias con otros voluntarios, también del ejército, fijándose las condiciones de dosis de vacuna y secuencia de la vacunación. Durante el proceso se comprobó que la vacuna actuaba sobre un mecanismo tan básico para el ciclo del parásito, que ocasionaba reacción cruzada de protección también frente a otro plasmodio (el que produce las tercianas benignas). Se demostró también, experimentalmente, que la vacuna produce anticuerpos que reconocen a las proteínas paternales (aquellas proteínas seleccionadas en la primera tanda de experiencias, de cuyas secuencias se copiaron los péptidos que forman la vacuna). Se comprobó, por último, que las proteínas paternales están en la membrana de los merozoitos y deben ser empleadas por el parásito para adherirse al glóbulo rojo y penetrarlo, y que los anticuerpos que se forman con la vacuna bloquean, precisamente, la penetración en los glóbulos rojos.

Se iniciaron pruebas de campo extensas, primero en la costa del Pacífico en Colombia, un área sub-endémica; después, en los países del entorno: Ecuador, Venezuela, Brasil y, finalmente, en áreas hiperendémicas de Africa (Tanzania, con 30% de protección). En general, la población vacunada al azar se separa en tres categorías: de alta, media y baja respuesta. Aunque un alto porcentaje de vacunados (93% forma anticuerpos, con un 50% de tasa alta) tanto frente a P. falciparum como a P. vivax, la protección neta solo se aproxima al 40 %. Hay una cierta relación genética para la falta de respuesta. Al menos el 50% de los que no responden usan en la antena captadora de la información de lo extraño -receptor de célula T- secuencias protéicas que son homólogas de las proteínas del parásito en las que está el motivo lisina-glutámicolisina, que es el epitopo básico de las proteínas de adhesión y de la vacuna. Posiblemente, en su afán evolutivo de pasar desapercibido, el parásito copió la estructura proteica de los humanos.

La obra de Patarroyo supera el propio hecho de la vacuna y su grado de eficacia. En su obra hay avances experimentales y de concepto que revolucionarán la profilaxis de los procesos infecciosos y parasita rios. Patarroyo es el primer crítico de su trabajo. La vacuna actual púede ser solo la parte inicial de un componente sintético más complejo. A esta tarea está dedicado ahora Patarroyo, ya que hay otros caminos que explorar, contando, además, con la estrategia conocida del parásito. Como ha comprobado experimentalmente, las proteínas del parásito que son más antigénicas no son protectoras, no hacen otra cosa que despistar al sistema inmunitario, como señuelos múltiples que desvían la respuesta. La protección está en la modificación intencionada de proteínas que pasan desapercibidas, componentes menores que son vitales para el parásito y que oculta tenazmente como medio de subsistir. La idea es válida además para otros sistemas. Patarroyo y su grupo trabajan ya, no solo en nuevas vacunas contra el paludismo, para proteger a los que no reaccionan inmunológicamente, sino también contra la tuberculosis, la leishmaniosis, etc. El método es tan general que se vislumbra ya una especie de vacuna universal.

La vacuna actual va a desempeñar un papel importante en el empuje de control del paludismo en las áreas sub-endémicas, reduciendo considerablemente, por millones, las poblaciones ahora afectadas. Patarroyo no quiere excusas, su vacuna donada a la OMS, puede ser fabricada en Colombia y aplicada a un precio asequible. Su papel en las áreas hiper-endémicas va a ser más limitado. Los parásitos del paludis mo no inducen en la población de las áreas hiper-endémicas una inmunidad efectiva contra la reinfección. La causa de este comportamiento, entre otras, es la capacidad del parásito de interferir en la respuesta inmune y evadirla, explotando variaciones antigénicas o polimorfismos. La consecuencia final es que la exposición continua a la malaria proporciona una especie de anergia inmunológica o respuesta subóptima. La inmunización en tales áreas es por lo tanto más problemática. No se puede  esperar que la vacuna  actúe en las áreas hiper-endémicas  del mismo modo.

Además de la batalla científica, Patarroyo libra ahora la batalla político-científica: la de la envidia de los cientos de «grandes» que se han visto sobrepasados. La de la ambición frustrada de empresas y fundaciones. La de la intolerancia y prepotencia del Norte habituado a mirar hacia el Sur con displicencia.

Espero que también estas batallas las gane Patarroyo. Deseo que en la vieja lucha Norte-Sur, Patarroyo no tenga al final que escribir, como hizo Grassi en 1903, cuando el Nobel se lo dieron a otro, un libro con aquel título tan amargo: Documenti riguardanti la storia della scoperta del modo di trasmissione della malaria umana: La verita non si stingue.