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La identidad personal es una realidad compleja, con múltiples aspectos, significados y funciones. En términos generales, remite a la dimensión más intrínseca y original de la persona, a las claves que le permiten comprenderse a sí misma y entender su lugar en el mundo. Siguiendo a Erikson, podría definirse como «la habilidad para experimentarse a uno mismo como algo que tiene continuidad y consonancia, y de actuar en consecuencia». Para este autor, presupondría la «certeza de mantener una continuidad interna», así como «una adecuada integración personal y social, unida a la capacidad de asunción de un cierto rol».

Podemos referirnos a la identidad desde dos perspectivas complementarias: la objetiva y la subjetiva. Desde un punto de vista objetivo, la identidad implica una realidad dada, que se asume y de la que, progresivamente, se toma conciencia. Ciertamente, no hemos elegido el nombre, sexo, constitución somática, temperamento, raza, familia, nacionalidad, cultura o contexto histórico y social en el que se desarrolla nuestra existencia y que, por otro lado, nos confieren una impronta fundamental. En este sentido, sería adecuado reconocer una identidad colectiva, en la que se inserta la individual. No obstante, es evidente que, por otro lado, la libertad permite, a cada persona, reorganizar los elementos recibidos de un modo original. Ello nos sitúa ante el aspecto subjetivo de la identidad. En esta segunda acepción, la identidad es, en suma, el resultado de una historia única e irrepetible, porque cada persona es diferente. El individuo humano, a lo largo de su trayectoria vital, se reinventa a sí mismo, aunque dentro de unos límites finitos. Por ello, desde este segundo punto de vista, se podría definir la identidad como el resultado de un proyecto vital racional, en el que existe una cierta continuidad entre la realidad recibida y la reelaboración personal de la misma.

La libertad permite, a cada persona, reorganizar los elementos recibidos de un modo original. Ello nos sitúa ante el aspecto subjetivo de la identidad

Las fases psicológicas evolutivas de la identidad pueden entenderse a la luz del «principio epigenético». Sabemos que la epigénesis es un concepto de la embriología que indica el desarrollo continuo de un órgano, según un plan preestablecido, de modo armónico, en relación con todos los demás órganos. El desarrollo personal, después del nacimiento, acontece de modo análogo: en general, cada elemento tiende a aparecer en un momento determinado (proper rate) y según cierto orden de sucesión (normal sequence). La identidad lograda sería el resultado de la armónica integración de cada uno de estos elementos. Se manifestaría a través de un bienestar psicosocial, unido a la íntima seguridad de ser reconocido y aceptado por los demás.

Julián Marías señala que el pensamiento de Occidente ha oscilado entre el idealismo —que entiende al hombre como res cogitans o yo puro— y el biologismo —que lo percibe como algo que emerge evolutivamente y sin diferencia radical de la animalidad—. En el fondo, se observa que se ha tendido a pensar en el hombre como si se tratase de una cosa. Por ello, solo se han podido captar dimensiones teóricamente elaboradas de la identidad personal, pero difícilmente se ha accedido a la propia realidad de la persona. Sin embargo, como señala el mismo autor, el ser humano «no es una cosa, ni un organismo, ni un animal sino, previamente a todo ello, algo mucho más hondo: una estructura de la vida humana». Y se puede descubrir tal estructura únicamente a través del análisis de la propia vida. Esta es la zona de la realidad a la que Marías llama «estructura empírica». Estamos, ciertamente, ante elementos empíricos, pero estructurales y previos, por lo tanto, a cada biografía concreta, ya que son su presupuesto. Ya Aristóteles había descubierto que, entre lo esencial y lo accidental, había algo que caracterizaba a la especie hombre. Afirmaba que todos los hombres, y solo los hombres, tienen esas propiedades.

Identidad personal e identidad sexual

En las últimas décadas se ha cobrado conciencia de la relevancia de la identidad sexual en el conjunto de la identidad personal. Su raíz última es la condición sexuada del ser humano. Es evidente que, desde un punto de vista biológico, la persona se sitúa en la existencia como varón o como mujer. Masculinidad y femineidad son, por ello, estructuras de la persona humana. Tal realidad existencial se constituye en identidad cuando es reconocida por uno mismo y por el entorno social.

Es evidente que la identidad sexual tiene un origen biológico. El ser humano, de modo natural o innato, se desarrolla diferenciándose en cuerpo humano masculino y femenino. Este proceso de dimorfismo tiene su origen ya en la gametogénesis. Los gametos que aporta a la fecundación el organismo del varón y el de la mujer son claramente diferentes. El cromosoma X o Y del gameto masculino determinará el sexo cromosómico del nuevo individuo, ya que el femenino siempre tiene el cromosoma sexual X. A su vez, el sexo cromosómico determinará el sexo gonadal y este el hormonal, con todas sus consecuencias posteriores.

Masculinidad y femineidad son estructuras de la persona humana. Tal realidad existencial se constituye en identidad cuando es reconocida por uno mismo y por el entorno

Esta realidad biológica encierra, en sí misma, un profundo significado personal. Spaemann denomina «identidad natural básica» a la dimensión biológica de la persona. Dicha dimensión natural —el organismo—, permite que el ser humano sea «en todo momento reidentificable desde fuera». Se trata de un indicio crucial: la identidad personal corporal, la identidad sexual y las identidades familiares que se desprenden de esa realidad —maternidad, paternidad, filiación y fraternidad— se encuentran encarnadas en un organismo, y marcarán radicalmente la vida de la persona. En definitiva, la condición sexual de la persona es una característica que —al menos, desde el punto de vista biológico— acompaña al ser humano desde su mismo origen y a lo largo de toda su existencia.

La identidad sexual de la persona se manifiesta, principalmente, a través de su comportamiento sexual. En este sentido, se puede constatar que la conducta sexual del ser humano no depende forzosamente del instinto —de la biología, de la naturaleza—, sino que se encuentra mediada por la libertad. La identidad biológica es un presupuesto insoslayable en el camino personal de búsqueda y formación de la propia identidad. Por ello, se puede sostener que, desde una perspectiva estrictamente biológica, la identidad sexual humana está inacabada. El sexo, el género, la orientación sexual y el sexo psicológico designan las distintas dimensiones de una única identidad sexual de la persona. Identidad que, por otro lado, trasciende la dimensión biológica y la socio psicológica, aunque se apoya en ellas. Estamos ante una realidad que se puede vislumbrar, con mayor profundidad, desde una perspectiva antropológica y filosófica.

Se puede sostener que, desde una perspectiva estrictamente biológica, la identidad sexual humana está inacabada

En principio, la legislación de los distintos países asume la realidad descrita sin problemas. Tras el nacimiento, al niño o niña se le asigna un sexo que viene determinado por sus caracteres sexuales. Tal identidad sexual tendrá relevancia jurídica, especialmente en el Derecho de familia. El conflicto se plantea cuando existen discrepancias entre el sexo biológico y el psicológico —o conciencia de la propia identidad sexual—. Tal sería el caso, por ejemplo, del transexualismo. Este puede ser considerado como una disforia de la identidad sexual, asociada a un deseo persistente de poseer las características físicas y los papeles sociales que connotan el otro sexo biológico.

La persona como unidad compleja

Hemos señalado que es posible aproximarse a la identidad desde dos perspectivas —la objetiva y la subjetiva—, y que ambas se complementan. Sin embargo, como también se ha indicado, el pensamiento de Occidente ha tendido hacia esquemas disyuntivos de razonamiento: libertad o igualdad; individuo o sociedad; libertad o biología, cultura o naturaleza… Este planteamiento ha afectado, profundamente, al modo de entender al ser humano y a su propia identidad. Se suele considerar que el hombre es pura corporeidad —exclusivamente la res extensa de Descartes— o, por el contrario, puro espíritu, libertad o razón —la res cogitans—. Tal modo de concebir a la persona afecta, lógicamente, a la manera de enfocar su identidad: esta vendría exclusivamente determinada por la biología —los elementos recibidos— o, por el contrario, sería el resultado de la nuda conciencia del yo —una libertad omnímoda—, que, incluso, podría llegar a desplazar a la realidad. Una identidad muy centrada en la capacidad racional —o dimensión espiritual que, evidentemente, caracteriza al ser humano y lo diferencia de todos los demás seres—, no abarca verdadera, e integralmente, lo que es la persona. Tampoco lo logra una identidad focalizada, exclusivamente, en la dimensión biológica. Tales visiones sesgadas tienen como consecuencia, a su vez, concepciones reduccionistas y disyuntivas de la sexualidad humana. Muchas de estas visiones emergen, con claridad, en el debate jurídico actual sobre la identidad sexual y, más en concreto, ante la cuestión de la homosexualidad o el transexualismo.

En las últimas décadas, los distintos sistemas jurídicos han evolucionado desde posturas radicalmente biologicistas hasta concepciones puramente sociopsicológicas en relación al reconocimiento de la identidad sexual. Para las primeras, dicha identidad sexual dependerá, exclusivamente, de un específico desarrollo orgánico. Ciertamente, el dato biológico es el presupuesto básico, pero resulta insuficiente tomado aisladamente y, de manera especial, en los supuestos de estados intersexuales (en los que existe una ambigüedad sexual por distintas razones: genéticas, hormonales, etc.). En el otro extremo, las visiones puramente sociopsicológicas reducen la identidad sexual a la autoconciencia personal y social. Tal es, por ejemplo, la situación en Inglaterra desde la aprobación de la Gender Recognition Act, que entró en vigor el 4 de abril de 2005. Dicha normativa reconoce, legal y registralmente, las distintas identidades sexuales que una persona pueda adoptar en su vida —con independencia del sexo biológico—, sin requerir ningún tipo de intervención quirúrgica. También en España, la Ley 3/2007, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas, parte de una visión exclusivamente sociopsicológica de la identidad sexual. El artículo 4.1.a de dicha normativa establece como criterio fundamental para determinar la identidad sexual de una persona «la identidad de género sentida por el solicitante o sexo psicosocial». En consecuencia, para llevar a cabo la inscripción, o rectificación registral del sexo en los casos de transexualismo o disforia de sexo, es suficiente el dictamen de un psicólogo, sin requerirse, por ejemplo, el informe de un médico.

Los distintos sistemas jurídicos han evolucionado desde posturas radicalmente biologicistas hasta concepciones puramente sociopsicológicas en relación al reconocimiento de la identidad sexual

Desde esta perspectiva, la identidad sexual se desgaja del sexo biológico, para apoyarse, exclusivamente, sobre un sustrato subjetivo y variable. Este proceso desembocará, paradójicamente, en la pérdida de la trascendencia jurídica de la identidad sexual: el sexo resulta irrelevante para el Derecho, especialmente para el Derecho de familia. Así se advierte en España en la Ley 13/2005, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio. La orientación sexual va ocupando, progresivamente, el lugar de la identidad sexual. En nuestra opinión, este planteamiento es, no solo reduccionista o dualista, sino también una abstracción: el orden jurídico presupone un sujeto de derecho en el que el sexo no cuenta para nada.

Frente a ello, consideramos que la persona no es solo biología, ni solo autoconciencia, sino una unidad muy compleja. Dicha realidad es la que el Derecho debe acoger. Los resultados científicos actuales indican que existen, fundamentalmente, dos factores esenciales en el origen y desarrollo de la identidad sexual humana, el biológico y el socio-psicológico. La maduración armónica de un ser humano implica su integración. Tal integración está confiada al esfuerzo y a la libertad personal de cada individuo. Por ello, solo un criterio no disyuntivo, que integre adecuadamente estas dimensiones, puede servir de principio para determinar la identidad sexual personal en los casos de alteraciones con origen, tanto biológico como sociopsicológico.

La persona no es solo biología, ni solo autoconciencia, sino una unidad muy compleja. Dicha realidad es la que el Derecho debe acoger

En busca de la armonía

La persona, para conocer la realidad, necesita diferenciarla. Ya Heráclito afirmaba que «los hombres no son capaces de tomar junto lo que siempre está junto» porque el ser humano no posee la capacidad de conocerlo todo a la vez. Con ello quería significar que el logos, aunque en sí es unitario, tiene una dimensión histórica, o si se quiere, quasimaterial. Por ello, los saberes científicos son un instrumento muy valioso, que facilita este tipo de conocimiento especializado y fragmentado. No obstante, hay que señalar el peligro de que, posteriormente, no seamos capaces de remitir el conocimiento de la parte al todo en la que está inserta, a la realidad a la que pertenece. Algo de ello sucede hoy con el conocimiento de la persona humana y, en concreto, de su identidad. Como señalan Arregui y Choza, en relación a su persona, el hombre adquiere un conocimiento que «no es resultado de un acto único y total sino de un proceso que se distiende en el tiempo». Por ello, este saber es esencialmente histórico y acontece bajo la forma de la experiencia. También Scheler afirmaba que «no poseemos una idea unitaria del hombre», debido a que «la multiplicidad siempre creciente de ciencias especiales que se ocupan del hombre, ocultan la esencia del hombre mucho más que la iluminan». Esta dificultad fue también puesta en evidencia por Heidegger, quien reclamaba la necesidad de recuperar la visión ontológica de lo real.

Lo anteriormente señalado cobra especial relevancia en lo referente a la identidad sexual de las personas. Para situarla adecuadamente en el contexto de la identidad personal es importante no dividir al ser humano en compartimentos estancos, sino, por el contrario, ser capaz de integrar lo que, en apariencia, puede aparecer disgregado. Por ello, el reto está en otorgar a las distintas dimensiones que confluyen en el ser humano un significado armónico, que evite los dualismos reduccionistas. Una visión integral de la persona, en la que su modo de ser [factum] influye sobre su modo de vivir [faciendum], y viceversa, es más razonable que una visión dualista donde los actos [faciendum] someten e instrumentalizan la realidad dada o recibida [factum]. En consecuencia, frente a las tradicionales posiciones dualistas, el nuevo paradigma debe ser de carácter integral. Tal concepción unitaria entiende a la persona como una unidad inescindible entre cuerpo y espíritu, entre dimensión corporal, autonomía y racionalidad, pasando así del antagonismo a la complementariedad de los opuestos

Catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Navarra