Tiempo de lectura: 13 min.

Recientemente se han publicado los primeros resultados de la evaluación TIMSS y PIRLS 2011*. Al menos durante unas horas la atención de los medios se ha dirigido hacia el desempeño de los alumnos españoles en estas pruebas internacionales. Estudios que hasta no hace muchos años pasaban casi desapercibidos para el gran público hoy se convierten en titulares de prensa. ¿A qué se debe este cambio?

Los ciudadanos, cada vez más, entienden que el acceso a un mercado de trabajo cada vez más global supone llegar a él con más y mejor preparación. Demandan más y mejor educación para estar preparados para integrarse en un esquema social que su propio deseo de alcanzar más bienes y servicios provoca. Esta demanda impone unas exigencias a los sistemas educativos a los que estos han respondido básicamente con un crecimiento único en la historia.

Por otra parte, este crecimiento responde al convencimiento generalizado de que la formación de capital humano que favorece la educación beneficia no solo a aquellos sujetos que son recipiendarios directos de la acción formativa, sino que se generan unos efectos indirectos que constituyen un beneficio para todo el sistema social en su conjunto. Precisamente serían estas externalidades las que justificarían la intervención del Estado en el sector.

En este sentido se impone la necesidad de evaluar los resultados de las distintas políticas educativas en términos, tanto de eficacia absoluta, es decir, en términos de elevación de la cantidad y calidad de los productos educativos esperables del sistema, como de su eficiencia, es decir, de la relación entre la cantidad de recursos asignados para el funcionamiento del sistema y los logros obtenidos por el mismo.

En el conjunto de los procesos que conocemos con la etiqueta común de «globalización», actúan dos circunstancias fundamentales y estrechamente relacionadas: por un lado la posibilidad, y por otro la voluntad de consumidores y productores.

El desarrollo tecnológico convierte en triviales desplazamientos e intercambios de mercancías, personas e informaciones que no hace mucho tiempo eran muy costosos. El tremendo desarrollo industrial ha sido causa y efecto de ese desarrollo tecnológico.

Por otro lado, la posibilidad de intercambiar fácilmente mercancías y servicios ha hecho, para los consumidores, deseosos de acceder a esos bienes y servicios que la tecnología pone fácilmente a su alcance, y para los productores, deseosos a su vez de satisfacer esas demandas, más insoportables las trabas legales y las barreras comerciales que les impedían esa posibilidad.

Es cierto que hay costes de transición que hacen, para algunos productores no preparados, muy duro el paso de un mercado local y protegido a un mercado global y competitivo. Y este es uno de los mecanismos a través de los que esas tensiones de cambio hacen llegar nuevas demandas al Sistema Educativo.

Pero es toda la sociedad la que está demandando mayor eficacia al Sistema Educativo. La percepción de que quien no cuente con la preparación adecuada puede verse marginado del proceso económico hace a los ciudadanos más exigentes si cabe con lo que esperan de la escuela. Y en esta dinámica es en la que tenemos que enmarcar la corriente evaluadora. Así, aunque la necesidad de evaluar se hace más patente en un contexto de globalización de la economía, no es, como a veces se dice, una respuesta a una necesidad del «capital», sino en todo caso una exigencia al sistema por parte de los ciudadanos.

La aparición de organismos nacionales e internacionales de evaluación y la inclusión de esta última en todas las reformas legales que se abordan en nuestro país no es un tributo que la educación rinde a las supuestas necesidades del capital, sino una consecuencia inevitable de la globalización. La globalización hace que la sociedad perciba nuevas necesidades formativas, que se traducen en exigencias al Sistema Educativo. La adopción de un mecanismo de retroalimentación y un sistema de estándares en paralelo es una respuesta de los sistemas educativos en la dirección de aumentar la eficacia y eficiencia de su funcionamiento. Pero es una respuesta que entra dentro de la lógica de control por parte del Estado en la que todos los sistemas educativos funcionan en la actualidad. Es la respuesta natural que cabe esperar de tales sistemas, y, dadas las circunstancias y tradiciones organizativas de la mayoría de los países, una respuesta posibilista y razonable en ausencia de transformaciones más radicales y tal vez más traumáticas. Pero no es un movimiento que responda a la lógica que subyace en la economía de mercado.

Podemos entender la evaluación desde dos perspectivas distintas. Por una parte está la alternativa liberal, que respondería, esa sí, a los principios más probados de la economía de mercado, basados en la libertad de elección de los ciudadanos y la libre competencia entre los proveedores. Por otra, están las concepciones conservadora y socialdemócrata de la escuela, en las que hay un solo proveedor que, a través de la interacción política y la regla de la mayoría, determina cómo será el servicio para todos los usuarios.

Si bien es cierto que hay una amplia corriente de pensamiento partidaria de disminuir la presencia del sector público en este contexto, también es verdad que la corriente mayoritaria y la práctica efectiva están del lado de la continuación de la presencia del Estado en un sector considerado como vital para la cohesión social.

Entre la concepción conservadora y la concepción socialdemócrata de la escuela no hay diferencias metodológicas, sino solo de contenidos, de valores a transmitir. Pero en ambos casos la concepción de la escuela como mecanismo controlado de transmisión de valores es la misma.

Por eso la pulsión para insertar mecanismos de evaluación en el sistema escolar es una reacción lógica ante el hecho de la no existencia de mecanismos naturales de retroalimentación, como los que proporciona el mercado, en el ámbito del Sistema Educativo.

En el mercado, el mecanismo de precios y beneficios actúa como un poderosísimo estímulo a los agentes económicos para adaptar sus conductas a las necesidades de los consumidores.

En el sistema escolar muchas de las disfunciones pueden ser explicadas por la ausencia de un mecanismo autorregulador de naturaleza semejante. Así, la adopción de sistemas de evaluación responde a la necesidad, generalmente reconocida, de asimilar los sistemas educativos a otros sectores económicos en lo que a eficacia se refiere.

Por esto la evaluación no es una institución plenamente liberal, sino un sucedáneo para dotar a un sistema en el que la intervención estatal es la característica definitoria, de la eficacia que se precisa en los subsistemas sociales para mantener un mínimo de funcionalidad.

Por eso la importancia creciente de la evaluación en la educación no es un fenómeno que responda a la lógica liberal, en el sentido europeo, sino que es la reacción del intervencionismo ante la presión de los ciudadanos usuarios, directa o indirectamente del sistema. Es por tanto, en este sentido, un freno a la liberalización de la educación, más que un paso en su dirección. Y una buena prueba de ello es que se trata de una tendencia que se fomenta desde toda clase de burocracias y organismos internacionales que se constituyen en colaboradores eficacísimos en la modernización y tecnificación de los estados nacionales. Lo que no quiere decir que no pueda aceptarse, e incluso propugnarse este paso, desde una posición posibilista razonable, incluso siendo partidarios de una mayor porción de libertad en ese sector.

Pero considerar esas medidas, que responden perfectamente al principio de que el agente natural y por antonomasia de la acción educativa es el Estado, y que por tanto es al Estado al que corresponde de uno u otro modo el control, como una reforma liberal, es un espejismo. Es tan liberalizador dar autonomía a los agentes educativos en las escuelas sin ceder el control en la determinación de todos los detalles del currículo y la organización escolar como era democratizador aceptar elecciones en el seno del partido único (llámese «Movimiento Nacional», o «Partido de los Trabajadores»).

Es cierto que la globalización impone presión sobre todos los sistemas sociales en orden a la mejora. Pero no es lógico atribuir a esa presión la autoría de todas las soluciones que se propongan, muchas de ellas contradictorias.

La lógica de la eficacia y de la eficiencia no es exclusiva de la economía de mercado. La intervención estatal y la planificación central también pretenden ser eficaces y eficientes. De hecho, en un primer momento, fueron precisamente las pretensiones de que ese modo de organización social era más eficaz, las que más ayudaron a su buena imagen entre los países occidentales, que se apresuraron a tomar medidas de planificación central durante varias décadas del pasado siglo.

La globalización, como fenómeno, conlleva presiones y reacciones en muchas direcciones distintas. En muchas ocasiones esas presiones son contradictorias y responden a concepciones sociales globales totalmente contrarias. Y no a todos los fenómenos globalizadores puede atribuirse una misma dirección. Por ejemplo, al mismo tiempo que existe una presión para eliminar trabas a la circulación de capitales, mercancías y personas, existe un movimiento también global que pretende uniformizar las políticas tributarias, aduaneras y de inmigración, para evitar los efectos y en la medida de los posible, eliminar los llamados paraísos fiscales, formar barreras proteccionistas que incluye a países de un área y limitar los desplazamientos de ciertas poblaciones para evitar afectar los derechos adquiridos de ciertos grupos sociales. Son dos movimientos igualmente globales que responden a intereses contradictorios. El primero está ligado al movimiento que provoca la globalización. El segundo es una reacción para tratar de controlar la oleada de cambio que esta provoca.

 

ENTONCES, ¿ LA EVALUACIÓN ES LIBERAL O INTERVENCIONISTA?

Esto es lo que ocurre con la evaluación del rendimiento de los estudiantes. Por ejemplo a veces se atribuye la necesidad de establecer estándares de rendimiento asumibles a nivel internacional, a la necesidad de cada nación de competir con las demás. Según esto la competitividad económica de un país estaría directamente vinculada con sus logros educativos. No es exacto atribuir esta supuesta necesidad al pensamiento liberal. El mismo concepto de competencia entre naciones es totalmente ajeno al mismo. Eso es más bien, y muy claramente, un reflejo de la mentalidad intervencionista. Si es el Estado el máximo responsable de la educación, es lógico suponer que necesita legitimarse demostrando su eficacia frente a otros estados, es decir, frente a otros proveedores de ese servicio. Esto, como se ve, responde mejor a la lógica intervencionista y proteccionista tanto conservadora (recuérdese a Friedrich List) como socialdemócrata.

Pero si es cada individuo el sujeto y responsable de la educación, la competencia entre naciones no tiene ningún sentido.

Y es que la implantación de una evaluación del desempeño de los estudiantes con un referente internacional efectivamente requiere la estructuración de un currículo común, al menos en los aspectos en aquellos incluidos, y como consecuencia la institución de una autoridad central, bien impuesta, bien acordada corporativamente. Hay presiones globalizadoras en este esquema, pero no «neo-liberales». La posición estrictamente liberal no puede en absoluto concordar con esto. Un Sistema Educativo libre, en el que el mecanismo de mercado fuese el regulador automático de la actividad** tendría como consecuencia que todos los recursos se utilizarían y asignarían con la máxima eficacia y eficiencia, exactamente igual a como ocurre en cualquier otro sector de actividad. El logro de más altos estándares aparecería como una consecuencia no buscada, derivada del orden espontáneo que la libertad induce. Pero el principio inductor de orden no es la máxima eficacia del sistema, sino la libre voluntad de los participantes. No debemos conceder a los ciudadanos la capacidad de elegir porque lo hagan mejor, sino porque tienen derecho a ello. Que el sistema resultante es más eficaz y más eficiente, es un añadido, pero no la razón que justifique la libertad.

Naturalmente un sistema social que no fuese eficaz perdería gran parte de su justificación y llevaría rápidamente a su modificación.

En este sentido, siendo realistas, debemos reconocer que el fracaso de la economía planificada ha estado provocado de modo inmediato por su ineficiencia en la asignación de recursos y en su ineficacia en cubrir las necesidades básicas de los ciudadanos. Pero esta ineficacia es consecuencia ineludible de la castración de la principal capacidad del hombre, que es su capacidad de tomar decisiones en libertad.

En una concepción liberal de la educación no son los poderes del Estado los que determinan los fines. Simplemente, más allá de unos estrictos mínimos, cuyo alcance y justificación no se discutirá aquí, no hay fines comunes, como no hay fines comunes en la sociedad liberal. No existe en este sentido una utopía liberal como existe una utopía socialista. El liberalismo no es un conjunto de fines sociales, sino una metodología que permite a cada individuo perseguir los suyos propios.

Por eso, en la lógica estrictamente liberal, la existencia del mecanismo de retroalimentación que supone la evaluación del Sistema Educativo por una institución tan autónoma como sea posible es una solución subóptima para la asignación de recursos y la modelación de la oferta educativa. En el fondo supone que la capacidad de definir los propios fines y de juzgar respecto a su consecución ha sido, en algún sentido, «expropiada» a los ciudadanos.

Pero no es extraño que algo que responde claramente a una lógica intervencionista sea atribuido a las fuerzas que están en contra de la intervención del Estado en la mayoría de los ámbitos de la vida social. Y la razón principal para que esto ocurra es que el mismo hecho de que en el diseño básico de nuestros sistemas educativos esté enraizado profundamente el supuesto de que se trata de una atribución irrenunciable del Estado, hace que se distorsionen todas las perspectivas. Así, como señalaba Myron Lieberman, tenemos que el pensamiento liberal entiende la libertad como la ausencia de impedimentos legales para hacer algo, y el pensamiento socialdemócrata entiende la libertad como la posibilidad material de realizar esa misma cosa. Pero cuando abordamos la libertad de elegir centro educativo, estos últimos asumen que esa libertad está servida simplemente porque no hay impedimentos legales para acudir a una escuela privada, y los primeros entienden que no hay libertad de elección mientras que no sea el gobierno quien financie esa elección por medio del cheque escolar. ¿Cabe mayor contradicción por ambas partes?

 

¿ AUTONOMÍA Y EVALUACIÓN ?

Ahora nos encontramos con dos alternativas aparentemente contrarias. Por una parte la propuesta socialista, con una intención finalista, pretendería establecer, no solo qué hay que hacer en la educación, sino además, cómo hay que hacerlo. Naturalmente esta opción general presenta muchas variantes, alguna de las cuales consiste en ceder esa competencia legal de determinar qué y cómo ha de hacerse en educación a las autoridades locales, que ejercerían esa potestad con la pseudo legitimación de su mayor cercanía a los administrados.

La alternativa a esta propuesta consistiría en que los poderes públicos tendrían la capacidad legal de determinar qué debe hacerse, aunque se concede autonomía a los agentes educativos, léase centros, para hacerlo del modo que consideren oportuno. El Estado se reserva la potestad de la evaluación final. «Hagan ustedes lo que quieran, mientras que al final demuestren que han llegado a donde nosotros ordenamos», parecería ser el leitmotiv tras la propuesta de «Autonomía y Evaluación».

La idea que subyace en las dos alternativas, lo que las hace esencialmente equivalentes, es la de que existe un conjunto de fines y metas claramente definidos, que la administración conoce cuáles son y que tiene legitimidad para exigir su cumplimiento.

La segunda gran idea es que los agentes educativos, familias, educadores, colegios, etc., no son de fiar, y que dejados de la mano protectora del Estado no tenderían, de modo natural, hacia la consecución de esos fines valiosos, comunes e indiscutibles.

¿Pero no existe una alternativa a estas dos posiciones esencialmente coincidentes? ¿Es posible incorporar la evaluación al sistema educativo sin incurrir en la cesión del control absoluto del proceso al Estado? ¿Cuál debe ser el papel de las instituciones internacionales en esa evaluación?

 

LA AUTOEVALUACIÓN  ES POSIBLE Y NECESARIA

En un sistema en el que los padres no pueden elegir el mejor centro educativo para sus hijos, los centros no pueden tomar decisiones sustantivas respecto al currículo, la distribución horaria, la carga lectiva, el calendario, etc., todas las decisiones importantes están en mano del Estado, y en ese caso es el propio Estado quien necesita llevar a cabo la evaluación para realizar un control adecuado de todo el proceso educativo.

Pero si de verdad creemos que los centros educativos y las familias deben tener autonomía para desarrollar su tarea educativa, entonces también debemos concederles autonomía en la función evaluadora. En definitiva quien conoce a dónde quiere llegar es el mejor preparado para saber si lo ha logrado.

En este enfoque, tanto las autoridades locales, nacionales e incluso los organismos internacionales tienen un papel que desempeñar. Pero la parte más importante corresponde a la iniciativa de los propios agentes educativos. En la evaluación existe un componente de juicio respecto del mérito de lo evaluado que de algún modo debe ser externo al ente evaluado. Aquí es donde intervienen las asociaciones y agrupaciones voluntarias de centros y agentes educativos. Una asociación de centros educativos se constituye en agente evaluador. De hecho cada centro decide a qué entidad evaluadora se encomienda. Es lógico que los centros de similares características e intereses compartan visiones similares respecto del grado en el que cada uno de ellos ha alcanzado los objetivos propuestos.

La administración, en sus distintos niveles, conservaría la potestad de reconocer a las entidades evaluadoras que surgiesen en la sociedad estableciendo cuáles deberían ser las condiciones y requisitos formales que deberían satisfacer. Para garantizar la debida neutralidad del Estado en esta materia se podría constituir un «Consejo Nacional de Evaluación Educativa» con todas las entidades evaluadoras en ejercicio que tendría la atribución de reconocer a los nuevos miembros del grupo así como de iniciar las acciones para desacreditarlas, si por no cumplir adecuadamente sus funciones llegase el caso. La propia administración se convertiría en un agente evaluador más. Es perfectamente razonable pensar que muchos centros querrían someterse a la evaluación realizada por algún organismo público creado al efecto. Así, alguna administración autonómica podría crear su agencia evaluadora que formaría parte del «Consejo Nacional de Evaluación Educativa», como también podría hacerlo la propia administración central. Es previsible que distintas asociaciones de centros educativos crearan una agencia común de evaluación, igual que algunas universidades con interés y experiencia en el tema. Esta es la evaluación que ayudaría a los centros educativos a regular su actuación, permitiéndoles determinar si deben realizar cambios o si su camino es el adecuado.

Una organización de la evaluación con este esquema permitiría asegurar que la aparición de las distintas formas de abordar la educación que la autonomía de los centros propiciaría sería correspondida con esquemas de evaluación adaptados a los distintos objetivos perseguidos.

El Estado podría imponer que algunos objetivos comunes, pocos, pero importantes, tales como el conocimiento de la lengua común, las actitudes de respeto a la Constitución y las leyes, fuesen evaluados por todos los entes acreditados.

Algunos ejemplos permitirán ilustrar adecuadamente esta propuesta. Supongamos por ejemplo que un centro, en uso de la autonomía que la ley le pudiese otorgar, decidiese asignar una importancia máxima a las competencias en comunicación en lenguas extranjeras, y además del castellano enseñase con profundidad el inglés, francés o alemán y chino. O el de aquellos en los que la formación artística constituyese el núcleo de los aprendizajes. Es natural pensar que en estos centros se prestase especial atención al aprendizaje de la capacidad de comunicación en estas lenguas o de la sensibilidad artística y la creatividad, mientras que tal vez no se concediese la misma importancia al aprendizaje de matemáticas avanzadas, más allá de ciertos mínimos suficientes. Ciertamente, tanto la evaluación como la interpretación de los resultados obtenidos por sus estudiantes deberían estar filtradas por este matiz específico del centro. Y es natural pensar que al elegir con qué entidad someter a evaluación el rendimiento de sus alumnos esta característica sea determinante de la decisión.

Lo mismo podría decirse de los centros que pusiesen especial énfasis en la formación moral de sus alumnos o de cualquier otro énfasis o matiz diferencial que pudiesen elegir en uso de su libertad.

El Estado seguiría teniendo la competencia de evaluar el sistema educativo en su conjunto, con evaluaciones como la actualmente existente «Evaluación General de Diagnóstico» y otras similares, con una función básicamente informativa, no de control directo.

Las evaluaciones llevadas a cabo por las instituciones internacionales permitirían seguir conociendo el desempeño relativo de nuestro país en el contexto internacional.

 

¿ POR ÚLTIMO , QUÉ OCURRE CON LA GESTIÓN DE CONTROL ?

Hay un aspecto que no queda agotado por la evaluación que las agencias acreditadas realizarían respecto de los centros. Y este aspecto tiene que ver con el monopolio que actualmente ostenta el Estado respecto a la concesión de los títulos y diplomas acreditativos del nivel de conocimientos de los alumnos. Es evidente que mientras que este monopolio no se modifique, lo que no es el tema de este artículo, el Estado puede gestionar de muchas formas los procedimientos para el acceso a los mismos. Aunque parece que algunas formas de administrar este procedimiento pudieran ser contradictorias con una organización liberal del sistema. Es perfectamente posible la coexistencia de una prueba de reválida o de un examen de acceso a la universidad con una organización autónoma de la evaluación del sistema educativo, aunque es evidente que la tentación de utilizar los resultados de tales pruebas para juzgar la bondad relativa de las instituciones escolares sería casi irresistible. Pero si optamos por una organización en la que se cede el protagonismo a los agentes educativos porque nos fiamos de ellos, ¿por qué no fiarnos también de su juicio cuando examinan a sus alumnos? _

 

NOTAS

** Third International Mathematics and Science Study (TIMSS) y Progress in International Reading Literacy Study (PIRLS).

** Esto no excluye la posibilidad de una intervención mínima del Estado para introducir las pequeñas correcciones necesarias en el caso de que por cualquier circunstancia el mercado tuviese alguna imperfección. Exactamente igual que ocurre en cualquier otro ámbito social.

Catedrático de métodos de investigación en educación.