Tiempo de lectura: 13 min.

El reconocimiento formal de Junípero Serra en California se fue gestando lentamente en las ciudades que deben su fundación a su empeño y tenacidad, principalmente San Diego, Monterey y, por supuesto, San Francisco. Los obispos de California expresaron inmediatamente su alegría y gratitud cuando el papa Francisco anunció en enero la canonización del padre Serra. Pero inmediatamente se levantaron voces en México y California en contra de la exaltación de una persona que según ellos había sido «un conquistador, invasor y criminal». Periódicos como el Excelsior de México y Hoy de Los Ángeles daban publicidad gratuita a la polémica y se adscribían a la turbia corriente descalificadora. Pequeños grupos protestaron frente al obispado de Los Ángeles ante la mirada perpleja o indiferente de la mayoría de los católicos californianos, tanto hispanos como americanos o filipinos, que viven en una comunidad enraizada en una larga historia que es modelo de convivencia aunque no esté del todo exenta de dificultades y en la que algunos siembran como serpientes rumores de confusión.

DEBATES Y PROPAGANDA

La tensión en la calle es en buena parte un reflejo amplificado o distorsionado de los debates académicos que han recorrido la mayor parte del siglo XX y que han sido atizados por las cambiantes tendencias de las universidades norteamericanas. James A. Sandos (1988) resume los extremos de esta polarización y más recientemente Robert M. Senkewicz (2010) ha mostrado de manera muy ecuánime las diversas actitudes hermenéuticas que subyacen a los distintos investigadores. Entre los detractores están Rupert y Jeannette H. Costo (1987), o Robert H. Jackson y Edward D. Castillo (1995), que apoyados en un demoledor ensayo de Sherburne F. Cook (1976) no dudan en calificar el sistema de las misiones en California como un genocidio que tuvo un impacto fatal sobre las culturas originarias. Culpan a las misiones por todo, y así exculpan al despojo que supuso la secularización de las tierras y la llegada masiva de americanos con la violencia que desataron durante la fiebre del oro posterior. Es un discurso manido.

Investigaciones más recientes, dotadas de mayor acopio de datos, ofrecen opiniones más matizadas. Hugo Reid o William McCawley, aunque aceptan que los franciscanos se preocuparon sinceramente por el bienestar de los indios, siguen considerando que las misiones supusieron un daño irreparable en esas culturas o que se mostraron insensibles respecto de las tradiciones culturales de los nativos californianos. Steven W. Hackel (2005 y 2013) considera ahora que las misiones fueron más porosas de lo que los expertos habían pensado y que en general, aunque los indios oscilaban entre la aceptación y el rechazo de las misiones (porque suponían un cambio de su modo de vivir), estas les aportaban claros beneficios. Las misiones les proporcionaban protección, alimentación y vestido, espacios agrícolas y ganaderos, y un intercambio justo y seguro con las poblaciones españolas. Pero, pese a su éxito, les atribuye finalmente el declive de esos pueblos.

Finalmente, profesores como Rubén Mendoza, arqueólogo de las misiones, o Gregory Orfalea defienden la canonización de Junípero Serra por cuanto supone el mejor reconocimiento posible al pasado hispano en su papel más positivo: todos los males de los que se habla tanto (declive, enfermedades, violaciones, esclavitud, etc.) sucedieron con anterioridad a las misiones o fuera de ellas y porque el franciscano español luchó denodadamente contra ellos.

La propaganda antihispánica que reitera esas denuncias tuvo en realidad su primera manifestación en 1898 y sirvió más que nada para justificar la intervención americana en Cuba y la anexión de Puerto Rico y Filipinas. John E. Bennet exacerbó entonces el sentimiento antieuropeo, acusando a los españoles de tiranía, corrupción y lujuria: las misiones habrían sido similares a las plantaciones esclavistas del sur americano. Peor, por el engaño. La cultura hispana se ha dibujado siempre como la imagen inversa de lo que los americanos querían ser, nos pintan con lo que odian: mentirosos, despóticos, holgazanes, débiles, borrachos o mujeriegos, como un mecanismo de desplazamiento de sus propias pesadillas.

Por otro lado, se dio de forma alterna o bipolar la apropiación sentimental de un pasado hispano legendario lleno de exotismo, por ejemplo, con la novela Ramona (1884) o con las historias de El Zorro (1919). Esto ha favorecido sin duda la recuperación de las misiones y del Camino Real desde San Diego a San Francisco. Pero para muchos americanos las misiones pertenecerían más a México o a España y no serían más que huellas curiosas de una presencia difícil de comprender y asimilar, extraños lugares turísticos con cierto encanto y romanticismo pero en donde se observa como intrusión y amenaza la presencia cada vez más nutrida de nuevos hispanos, sobre todo mexicanos, que reivindican con sus banderas, su música y el uso del español su pertenencia a un espacio en el que identifican con un pasado que también fue suyo.

Despotismo y esclavitud son los temas que utilizan como argumentos ahora los opositores de la canonización, aunque sigan una agenda política muy diferente. La ligereza con que se tergiversa o malinterpreta la acción y el efecto causado por las misiones ha obligado a los biógrafos e historiadores a ahondar al máximo y precisar hasta el más pequeño detalle cada jornada de la vida de Junípero Serra y las misiones de California. Zephyrin Englebert con su monumental The Missions and Missionaries of California (1908-1915), señaló el carácter político de las misiones. Posteriormente el padre Omer Englebert (1956) destaca el carácter noble y humanitario de la conquista española y Maynard Geiger (1959) que resalta las cualidades heroicas de fray Junípero.

Se han escrito además muchas biografías del padre Serra, sobre todo en español, las de Pablo Herrera (1943), Gaspar Sabater (1944), José Sanz y Díaz (1956), Ricardo Mayo (1956) o L. Gálmez (1988), además de traducciones como la de Sylvia Hilton (1987) y una evocación en francés de Charles Piette (1946). Todos se apoyan en la excelente relación que ofreció el padre Francisco Palou de Junípero Serra y las misiones de California (1787), que cuenta con no pocas ediciones en castellano, inglés, francés e italiano, aunque tal vez la versión más popular de todas sea The Sword and the Cross de George Whitting que se publicó en español bajo el título La cruz y la espada (1967), con ilustraciones un poco peliculeras de Jaime Juez Castellá, dirigidas al público juvenil por la casa editorial Bruguera de Barcelona.

Sorprende por ello que los anticatólicos reclamen ahora que se dé a conocer mejor la vida del santo. Pocos protagonistas de la época cuentan con biografías tan detalladas. Y por si acaso, la arquidiócesis de Los Ángeles ha puesto en marcha un sitio web para mostrar la vida, la obra, las misiones y el legado del franciscano, «modelo de misionero y evangelizador del siglo XVIII».

Es un momento algo extraño para honrar a un decidido mallorquín que acompañó la conquista de la Alta California a un puñado de coraceros catalanes que se sabían condenados a morir en los confines del mundo por el impulso de un ministro ilustrado de origen también humilde, como lo fue don José de Gálvez, y cuya principal misión buscaba principalmente reforzar el papel internacional de la España de Carlos III, asegurar el comercio con China y contrarrestar el empuje de la Rusia de Catalina la Grande (y el negocio de las pieles de foca) en el Pacífico. Los mismos motivos que llevaron a los americanos a desembarcar allí a sus soldados en 1846.

Tal vez la verdadera controversia está encerrada en la extrema dificultad que supone para Estados Unidos presentarse en ese panorama y asumir el pasado hispánico como parte también integrante de su identidad y no como ese alter ego lleno de defectos que aparece ya deformado por la leyenda negra y se reformula exacerbado por esa imperiosa ansiedad de éxito que dibuja el individualismo laicista norteamericano, tan poco dado a comprender el proyecto solidario y evangelizador que quiso fundar en aquellas tierras lejanas fray Junípero Serra.

CENTENARIOS DE CALIFORNIA

Sin duda, las celebraciones de los distintos centenarios han contribuido al reconocimiento de fray Junipero Serra como una parte integral de la historia norteamericana, aunque siga siendo quizás, como señala Hackel o lo sea para su punto de vista, uno de sus menos comprendidos «pioneros». En 1884 se celebró el primer centenario de la muerte de fray Junípero y en 1913 el segundo centenario de su nacimiento y ambas celebraciones gozaron en California del aplauso unánime de la población y las autoridades. En particular hay que destacar el impulso decidido del obispo José Alemany (1814-1888) y de dos sacerdotes, Ángelo Casanova y Ramón M. Mestres, que se sucedieron en la parroquia de Monterey en dos extendidos periodos de 1868-1891 y 1891-1930.

Ángelo Casanova había nacido en el cantón Ticino, en los Alpes suizos, y luego de estudiar en el colegio Propaganda Fide de Génova y ordenarse sacerdote en Italia, fue destinado a California en 1860, primero a Los Ángeles y luego a Santa Cruz, hasta llegar a Monterey en 1868, donde permaneció como párroco hasta su muerte el sábado 13 de marzo de 1893. Dejó un recuerdo duradero en la ciudad y el Monterey New Era se lamentaba en la edición dominical de la pérdida de un buen cristiano que siempre tenía una palabra amistosa para todos. Todos destacaban su servicio desinteresado y su esfuerzo por restaurar la vieja misión de Carmel, muy cerca de Monterey, a la que dedicó su incansable energía.

La ciudad de Monterey, la segunda más antigua de la Costa Oeste después de San Diego, celebraba y sigue celebrando dos fechas representativas: el 3 de junio de 1770 Junípero Serra fundó allí la misión de San Carlos (muy pronto la mudó al final del valle del río Carmelo); el 7 de julio de 1846 el capitán Sloan, en nombre de los Estados Unidos, desembarcó en Monterey y el territorio de California se incorporó como el trigésimo primer estado de la Unión.

Ya al poco de llegar procuró que el centenario de la ciudad honrase a su fundador en junio de 1870 «de la mejor manera posible». Según el periódico local, el Monterey Republican, se esperaba para aquel año una gran festividad para reconocer a Monterey como una ciudad centenaria. Para señalar a Junípero Serra como su fundador tuvo que echar mano de un libro, History of California de Forbes. Casanova quería hacer una celebración religiosa el 31 de mayo, aniversario de la llegada de fray Junípero a la bahía, anticipándose al viernes 3 de junio, fecha de la fundación de la ciudad.

Todo ello sirvió para reconocer la historia hispana de California y el papel que tuvieron fray Junípero y las misiones franciscanas. La misión de Carmel estaba en ruinas pero el padre Casanova descubre un documento que revelaría la ubicación de los restos del apóstol de California. Hay más de trescientos invitados de Sacramento y otras ciudades que han venido desde San Francisco en un vapor fletado para la ocasión. Uno de los invitados es el capitán Steele, que alcanzó a conocer las misiones antes de la secularización. Han venido de la Sociedad de Pioneros y personalidades de todas partes. Saludos, canciones, bienvenidas y discursos: el sentimiento general es conforme en su gran aprecio por la labor de los misioneros, aunque sorprende, desde nuestro punto de vista, que lo que más destaca entonces fue que las misiones facilitaron la llegada posterior de los pioneros.

Los invitados accedieron en procesión hasta la vieja iglesia de San Carlos de Monterey donde asistieron a un tedeum a cargo del padre Doroteo Ambris, párroco de San Antonio de Padua. El padre Rubio además dio un sermón en español y en inglés. Luego una profesión y un desfile de las autoridades seguido por los niños de las escuelas públicas, damas en una antigua carroza de la época mexicana, varios señores a caballo, y muchos caminando hasta la colina que domina la bahía, donde se celebró el almuerzo al aire libre lleno de flores, viejas recetas y vinos locales… Discursos del padre Hudson y del señor Philip A. Roach, alcalde de Monterey en 1850, cuando la ciudad se incorporó a la Unión. Es el momento oportuno para destacar la importancia del puerto de Monterey como uno de los más seguros del Pacífico y reclamar un ferrocarril. Como el anciano señor Jacinto Rodríguez no pudo estar presente, fue en su nombre Joaquín Bolado, que habló en su español nativo con un aplauso general. Luego baile, fogatas y colaciones hasta el anochecer.

El padre Casanova se había propuesto reconstruir la misión, cuya cubierta se había derrumbado luego de la desamortización y permanecía abandonada, poco más que un refugio para el ganado. En ocasiones los habitantes del valle, unos pocos descendientes originarios, le pedían que bautizara a los niños en la sacristía con la imagen de Guadalupe, que era lo único que se mantenía cerrado y en pie de la vieja misión, para que fuesen bautizados en la misma pila que sus padres y abuelos. De igual modo, cada año dirigió la romería que desde el pueblo del valle de Carmel llegaba las ruinas de la basílica el 4 de noviembre, fiesta de San Carlos, como lo habían hecho desde los tiempos de Junípero.

Primero se restauró la misión de Dolores en San Francisco, con motivo de celebrarse su centenario en 1876. Casanova ordenó limpiar las ruinas, indagó en los archivos y finalmente halló el lugar de la tumba del santo, que se descubrió un martes 31 de enero de 1882 en un sencillo ataúd de madera. El periódico de aquel momento, el Monterey Argus, daba cuenta detallada del hallazgo, destacando la excitación que había provocado en Monterey el descubrimiento de los restos intactos del «ilustre fundador de la ciudad». Los rumores de que se los habían llevado a España y las mismas ruinas envolvían todo de un ambiente romántico.

Creó un fondo para financiar la restauración con miles de donaciones y emprendió la reconstrucción del tejado para inaugurarlo en el centenario. Esto fue motivo para una celebración aún mayor el 28 de agosto de 1884, cuya crónica mereció toda la primera plana del siguiente domingo del Daily Alta California de San Francisco, que titulaba la crónica con el significativo título de «A Pioneer Padre», sacerdote y pionero.

Fue un día soleado y agradable, propicio para recorrer las cinco millas que separan la ciudad de Monterey de la misión de Carmel: los vehículos disponibles resultaron insuficientes para los visitantes, que esta vez llegaron en el flamante ferrocarril recién inaugurado. Además el camino estaba en mal estado. Lamenta también el editor la incongruencia del nuevo tejado de la misión que «apunta al cielo» pero rompe el estilo y los cálidos matices del adobe y la arenisca.

La ceremonia religiosa comenzó a las 11 de la mañana, y debió ser impresionante por la solemnidad de las vestimentas, alfombras, trajes, sombreros y carruajes, en contraste con la sencillez de los pobladores indígenas, con sus vestimentas brillantes y coloridas, que asistían silenciosos sentados afuera del templo. Fue presidida por el arzobispo Alemany, también catalán, con otros tres obispos, el padre Casanova y numerosos sacerdotes. Una misa de réquiem llena de entusiasmo: 1.500 personas se congregaron en la iglesia, entre los que se contaban numerosas personalidades civiles y militares. Estaban los Bancroft, los Wise, los Kelly, el anciano general Vallejo, y otros muchos. El sermón en español lo pronunció esta vez el padre Adam. La memoria del justo prevalecerá, dijo recordando el salmo.

La explanada se llenó de toldos, mesas y puestos de comida y refrescos. El cronista se queja de los precios exorbitantes que pedían entonces por un vaso de agua o por un entremés, y denuncia además que en varias mesas se jugaba «monte» y otros juegos prohibidos por la ley. Lo mejor de todo, señala el editor, habría sido la espléndida barbacoa preparada por los estudiantes del Colegio Santa Clara, aunque solo para un grupo escogido de invitados.

Luego del almuerzo al aire libre llegó el turno al discurso del senador Del Valle, quien con gran elocuencia habló desde el muro sur del santuario: «Hemos venido —señaló— como americanos a rendir tributo a alguien que salvó el país para que fuera nuestro». Luego agradeció al padre Casanova. Aplausos. No solo había arreglado el templo sino que había restituido también el nombre del padre Serra para que las gentes puedan en adelante rendir tributo a su memoria. J. McDonnell recitó un poema de Miss Harriet

M. Skidmore y J. Smith leyó una oda de Miss Marcella Fitzgerald. Sonrisas. Además el coronel Donahue y otros ofrecían apoyo para continuar con los arreglos del santuario, James R. Kelly costeaba la pintura, y lo mismo el señor Cornelius O’Sullivan. Más aplausos.

Para finales 1884 el templo tenía un tejado nuevo y un interior remozado y pintado, aunque no alcanzó el dinero para reconstruirlo con los arcos de piedra originales, sino con una techumbre de madera. Pero gracias a ese esfuerzo el edificio se pudo conservar en el mejor estado posible. En 1930 se inició la nueva restauración más conservadora, que se completó gracias a los desvelos de Harry Downie en 1957, aunque hasta el día de hoy sigue reparándose (lo último fue la cubierta de la torre). Se repuso el techo con el diseño original, pero en la escultura de Serra del capitolio de 1932 aparece con la miniatura de la iglesia de Carmel con el techo equivocado, asunto que sigue dando lugar a comentarios insidiosos. Cientos de donantes aportaron su apoyo a la restauración del templo y el padre Casanova se lo agradecía a través de notas en el periódico. Como el 16 de noviembre, por ejemplo, porque Donahue, O’Sullivan y Kelly financiaron la pintura tal como lo habían ofrecido en agosto.

EL PRIMER MONUMENTO A FRAY JUNÍPERO

En 1891 se erigió también en Monterey el primer monumento dedicado al santo mallorquín, muy cerca de donde quedaba el viejo roble que vio la primera eucaristía en el promontorio que domina la bahía de Monterey. Hecho de granito cristalizado de una sola pieza, lo pagó la señora Jane L. Stanford (1828-1905), aunque dejó a cargo de todos los arreglos al padre Casanova. Nuevamente fiesta y discursos en español y en inglés.

Ramón M. Mestres (1863-1930), condecorado por Alfonso XIII en 1915, había nacido en Berga (Barcelona), y luego de estudiar en el seminario de Solsona y en Baltimore se ordena sacerdote en Los Ángeles, en 1888. Asumió con apenas treinta años la rectoría de Monterey, donde permaneció hasta el final de sus días.

El aniversario se cumplía el 28 de agosto y tuvo un componente espectacular en la ópera «Mission Play» que se estrenó con gran éxito en San Francisco el 25 de agosto y estuvo en cartelera por diversas misiones y ciudades hasta 1935. Menos impactante pero lleno de simpatía, se presentó en Monterey un drama sobre la vida del franciscano preparado por el padre Mestres, que se presentó los días 28, 29 y 30 en Monterey con la participación de muchos aficionados de la ciudad, casi medio centenar de actores locales. La obra en cinco actos incluía también piezas musicales y danzas, y recreaba distintos momentos de la vida del padre Serra. También representaron el 31 la llegada de Serra a Monterey.

El 27 de septiembre se alzó en San Diego una inmensa cruz. En San Francisco colocaron el 22 de noviembre una corona de laurel al pie de fray Junípero. Siguieron celebrando la festividad de San Carlos. Y más importante, el 23 llegaron en procesión solemne a la misión de Carmel donde hubo misa, actuaciones musicales, himnos y un discurso del senador Del Valle. El sermón del padre Mestres destacó el significado que podía representar el idealismo del padre Serra en el mundo moderno. Las banderas de Estados Unidos y España flanqueaban una cruz de plata. Luego hubo un picnic en la explanada del roble centenario y en la tarde sirvieron una colación a los invitados en los salones del colegio y la parroquia de San Carlos. El tren de regreso a San Francisco salía a las 6:30 pm.

IDENTIDADES EN UN MUNDO COMPLEJO

Las celebraciones que tuvieron lugar en California por los centenarios de fray Junípero Serra y las misiones otorgaron una seña de identidad a las poblaciones, ayudaron a reconciliarse con su pasado y promovieron la recuperación de hermosos monumentos históricos, además de la creación de nuevos elementos simbólicos que quedaron asociados a los fundamentos de California como comunidad enraizada en un pasado hispánico que se podía hermanar con la nueva realidad de un estado pujante y exitoso, el más poblado de Estados Unidos. Diversos movimientos y especialmente las corrientes indigenistas de los años sesenta y setenta juzgan negativamente este patrimonio y cuestionan su significado con una agenda política radical, pero en todo ello también hay un componente de temor y desprecio —también de desafío— por el espectacular crecimiento de las nuevas comunidades hispanas, en su mayoría de origen mexicano. Hoy asisten con entusiasmo los domingos a la misión de San Juan Bautista, con guitarras, muchos niños y cintas de colores. También visitan a pocos kilómetros la misión de Carmel pero no ofrece misas en español.

Los hispanos son un porcentaje casi mayoritario dentro de una población variada y abierta que por muchas décadas fue modelo de tolerancia y respeto. Casi todos aprenden inglés y acogen con alegría la cultura americana pero prefieren la misa en castellano y celebran con gozo estar juntos el domingo.

El último centenario de Junípero Serra no fue apenas sentido en California y su celebración quedó acallada en un discreto marco religioso, sin apenas publicidad ni cobertura mediática. La visita de los entonces príncipes de España y del presidente Bauzá a la tumba de fray Junípero en la misión de Carmel fue de carácter privado y pasó allá inadvertida. Es un mundo cínico, pero las misiones siguen en pie. Quizás en la actualidad les resulte más difícil ser un lugar de encuentro, de paz y concordia, pero sus puertas, desde que las abrió Serra, siguen abiertas.

Profesor de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Piura. Editor de la revista Mercurio Peruano