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¡Fuego! Nadie tenía claro quién gritó y dio la orden. Pero inmediatamente sonaron algunos disparos y se desató el pánico y el caos. Había caído la noche sobre Boston. John Adams, futuro segundo presidente de los Estados Unidos, volvía a casa tras una agotadora jornada de trabajo fuera de la ciudad. Mientras guardaba su caballo en el establo escuchó las voces. Desconcertado, salió a la calle. Sobre la nieve yacían cinco cuerpos abatidos por los Casacas Rojas. Además de los fallecidos, el enfrentamiento entre colonos y soldados británicos se saldó con seis heridos. Los hechos ocurrieron el 5 de marzo de 1770.

La Guerra de la Independencia tardaría todavía cinco años en estallar, pero los rebeldes contaban ya sus primeros muertos. Los ‘hijos de la libertad’ de Massachusetts, las primeras milicias por la independencia de las colonias, lideradas por Samuel Adams, primo de John, repartieron pasquines reinterpretando lo sucedido. Para los revolucionarios fue ‘La matanza de Boston’.

En 1763, Francia e Inglaterra firmaron la Paz de París, que ponía fin a la Guerra de los Siete Años. Los franceses cedieron sus territorios del Sur de Canadá y los ingleses recuperaban la hegemonía comercial. Sin embargo, la victoria británica supuso el comienzo de sus quebraderos de cabeza con sus posesiones en América del Norte. Con las finanzas del Imperio maltrechas, el Parlamento decidió revertir su relación con las colonias, guiada hasta ese momento por el principio del ‘descuido saludable’: los colonos aceptaban la soberanía británica y la Corona admitía el autogobierno de las colonias.

Los colonos desarrollaron sus propias instituciones: asambleas locales –‘townmeetings’- y coloniales. La máxima autoridad en cada colonia era el gobernador británico. Ni las leyes aprobadas en los territorios de ultramar desafiaban la Constitución inglesa ni el Parlamento fiscalizaba las medidas adoptadas por ellas ni sus relaciones comerciales. No había ninguna ley que regulara el reparto de poder entre la Corona y sus 13 colonias del Norte de América.

Lo que estaba realmente en juego era el derecho a la propiedad

La obsesión británica por sanear sus cuentas y ordenar el comercio en América propició los primeros choques. Las colonias, constituidas a partir del siglo XVII -la primera fue Virginia, fundada en 1607; la última, Georgia, en 1732- se crearon a partir de títulos de propiedad concedidos por el rey a personas o compañías; esas sociedades o propiedades privadas se convirtieron posteriormente en colonias. Algunos fundadores fueron pioneros, descubridores o buscavidas; otros, lores; una empresa sueca se hizo con Delaware y el cuáquero William Penn adquirió Pensilvania cuando ya estaba habitada por escoceses. Las colonias del Norte de América fueron refugio de muchos europeos que huyeron de las guerras de religión y después de británicos que escaparon de las persecuciones religiosas en las Islas.

Los británicos cayeron en la cuenta de que las 13 colonias eran un filón que habían desaprovechado durante décadas. Tras la Guerra de los Siete Años, el Parlamento británico decidió reforzar las fronteras coloniales con 10.000 hombres. Prohibió a los colonos expandirse hacia el Oeste, pretendió implantar una administración eficiente, impuso sus leyes de navegación, limitó el comercio de sus territorios con otras colonias francesas de Centro América y aprobó la Ley de Pinos Blancos, que impedía la tala de árboles porque eran necesarios para la construcción de embarcaciones. Los colonos la interpretaron como el primer revés a la libre disposición de la propiedad. Comenzaron los recelos, que fueron en aumento cuando el Ejército se instaló en las ciudades. Los colonos no estaban acostumbrados a ver desfilar a los Casacas Rojas delante de sus viviendas.

Inmediatamente después de la Paz de París, en 1764, el Parlamento aprobó las primeras leyes oprobiosas, la del Azúcar y la de la Moneda. Una gravaba las materias primas que servían para fabricar ron o whisky e incluía el café, algodón, pieles, hierro, madera…; la otra privaba a los colonos de la competencia para fabricar papel moneda. Ambas eran letales para la prosperidad de las colonias, que las interpretaron como una humillación y una condena que los empujaba a la servidumbre, pues les restringía el comercio, las imposibilitaba para hacer frente a sus deudas y asfixiaba económicamente.

Los colonos comenzaron a ver a los ingleses como invasores; los ingleses a los colonos como contrabandistas

Con estas leyes, los colonos quedaban a merced del Parlamento británico. Los ingleses entendieron que había llegado el momento de que los colonos pagaran impuestos y costearan los gastos del Imperio como el resto de los ciudadanos británicos y no sólo se beneficiaran de la protección que se les ofrecía. Los Mandatos de Asistencia facultaron a los funcionarios reales para registrar almacenes, casas y talleres en busca de productos no facturados en la aduana o que habían eludido la tributación.

Otras dos leyes más multiplicaron al año siguiente, en 1765, la afrenta: la Ley de Acuartelamiento, que permitía a las tropas instalarse en las ciudades; y la del Timbre, que imponía tributos al intercambio de documentos entre las colonias. Los colonos comenzaron a ver a los ingleses como invasores; los ingleses a los colonos como contrabandistas.

La libertad para difundir ideas

La Ley del Timbre apuntaba al ‘principio de flotación’ de la creación de las colonias: la libertad para difundir ideas. Por primera vez, los colonos actuaron conjuntamente y representantes de nueve colonias se reunieron en Nueva York en el Congreso de la Ley del Timbre. Consiguieron que el Parlamento británico la revocara. El conflicto ya no era una lucha por el poder sino una disputa por el origen de la soberanía. Los ingleses respondieron con nuevos impuestos y sobre todo con la Ley Declaratoria, que proclamaba la supremacía del Parlamento sobre las instituciones coloniales.

Sin embargo, para entonces, el radical James Otis, de Massachusetts, ya había blandido el lema de la revuelta: “Todo impuesto sin representación es tiranía”. La Asamblea de Representantes de Virginia resolvió, tras una vibrante intervención del abogado Patrick Henry, que sus ciudadanos sólo pagarían los impuestos aprobados por la cámara colonial. Virginia y Massachusetts encabezaron la rebelión.

Noticias falsas: la matanza de Boston

Bajo semejante clima de tensión se produjo la ‘Matanza de Boston’. El destacamento inglés estaba acuartelado en el edificio de la Aduana, al mando del capitán Thomas Preston. Recibía constantemente improperios y mofas de los ciudadanos de Boston. Esa noche, Crispus Attucks, un provocador sin filiación con los ‘hijos de la libertad’, un pobre diablo negro que murió en la refriega, se pasó de la raya: no se conformó con hacer aspavientos a su paso por el cuartel, increpar y abuchear al capitán y sus soldados. En torno a él concentró unas pocas decenas de colonos con ganas de jaleo que comenzaron a lanzar bolas de nieve y costras de langosta a los soldados. Algunos de los provocadores llevaban porras de cuero con las que los estibadores ablandaban las cuerdas en el puerto.

En el juicio posterior se supo que la turba fanfarroneaba aproximándose retadoramente a los casacas: “fuego, fuego…”. Un joven soldado recibió un golpe; y alguien elevó la voz: “¡Fuego!”. El tribunal que juzgó a los militares ingleses concluyó que no fue el capitán Preston y no pudo demostrar que fuera uno de sus hombres. La refriega se resolvió con el acuerdo entre el general Hutchinson y el radical Samuel Adams de retirar la tropa y sacarla a las afueras de la ciudad. Preston y ocho de sus soldados fueron arrestados y juzgados. Samuel Adams exigió un jurado popular. Finalmente rigieron las leyes de la Corona. John Adams se jugó su prestigio y ejerció de abogado en la defensa de los soldados británicos. Preston y otros seis fueron absueltos -declarados no culpables-; dos fueron condenados por homicidio involuntario y después liberados tras señalarles la mano para que quedara constancia de sus antecedentes.

El gobernador británico ofreció un puesto relevante al abogado Adams, que lo rechazó. La posición de John Adams, que solicitó y obtuvo un juicio justo de acuerdo a las leyes británicas, marcó el devenir de los acontecimientos. Los rebeldes norteamericanos tardaron 5 años en reclamar casi unánimemente la independencia. Los radicales constituían una minoría. Durante todo ese tiempo trataron de acordar con la Corona una nueva relación. No querían dejar de ser ciudadanos británicos.

Samuel Adams se guiaba por la consigna “cada día tranquilo fortalece a nuestros enemigos y nos debilita a nosotros”

En aquel momento Massachusetts era el epicentro de la rebelión. Samuel Adams, que se guiaba por la consigna “cada día tranquilo fortalece a nuestros enemigos y nos debilita a nosotros”, se esforzó en avivar la excitación popular exponiendo reliquias sangrientas de la ‘matanza’, haciendo desfilar a los heridos y tullidos -algunos falsos- por las calles y vanagloriándose de su pírrica victoria de alejar al Ejército británico. No obstante, las aguas volvieron pronto a su cauce y el propio Samuel Adams perdió unas elecciones a registrador de su condado. Sin embargo, en 1773, la situación dio un giro inesperado. En mayo, por iniciativa del Gobierno, el Parlamento aprobó la Ley del Té, que concedía a la Compañía de las Indias Orientales el monopolio del comercio del té en Norteamérica.

La intención británica era salvar a la empresa de la bancarrota. La Compañía ya gozaba del monopolio de venta de té en Inglaterra -aunque no sujeta a tributación- y obtuvo además una concesión de 17 millones de libras en té. Pero no era suficiente. Así que el Parlamento decidió que la mejor manera de sanear las cuentas de la Compañía era permitirle controlar el comercio de té en América. La aplicación de la Ley fue un desastre: los americanos la rechazaron a pesar de que al eliminar la competencia, reducía los precios. Muchos pequeños comerciantes perdieron sus negocios. “Los armadores, constructores navales, capitanes y tripulantes, cuyo principal medio de vida era el contrabando, también se sentían amenazados”, narra la historiadora Barbara Tuchman.

El remedio fue demoledor para los intereses de la Corona en sus colonias. Los colonos no sólo consideraron discriminatoria la Ley, sino que permitía a los radicales extender la sospecha de que la verdadera causa que explicaba todas las decisiones que ahogaban la economía de las colonias era la corrupción y el chalaneo político. Mostraban a Gran Bretaña como un Imperio decadente mientras las colonias constituían una nueva y próspera sociedad. De nuevo los ‘hijos de la libertad’ llamaron al boicot y a la rebelión: “¡Monopolio, monopolio!”, gritaron. Otro ejercicio de agitación contra una Compañía “célebre por su negra, sórdida y cruel avaricia”, según un panfleto de la época, como recoge Tuchman. Los moderados exigieron un imposible: representación real en el Parlamento de Inglaterra. No por casualidad, casi medio siglo después los constituyentes españoles concedieron representación a las colonias de Ultramar en las Cortes de Cádiz.

La Ley del Té precipitó la rebelión: el Motín del té fue una protesta coordinada y violenta que incluyó la persecución y ‘emplume’ de oficiales británicos. El 16 de diciembre de 1773, unos cuantos rebeldes disfrazados de indios lanzaron al mar el cargamento de té de los barcos atracados en el puerto de Boston desde primero de mes.

El Motín del Té puede ser considerado el equivalente a la toma de la Bastilla en 1789

El Motín del Té puede ser considerado el equivalente, por su simbolismo y consecuencias, a la toma de la Bastilla en 1789, una protesta contra los privilegios de la nobleza. Tampoco el Motín del té fue una queja popular contra la Corona sino contra el statu quo y al menos, en pura teoría, fue una disputa por el origen de la soberanía. Por su parte, los americanos reaccionaron también contra las prerrogativas concedidas a una empresa. La respuesta del Gobierno británico fue implacable. Consideró a Massachusetts en sedición y aprobó en marzo de 1774 las Leyes Coercitivas. Eran cuatro, pero básicamente consistieron -además de cerrar el puerto de la ciudad hasta reponer el té perdido- en suspender la autonomía de la colonia, su Carta -constitucional- y sus instituciones. Boston estaba al borde la revolución; Jorge III, determinado a sofocarla. Inglaterra no estaba dispuesta a asumir la cosoberanía.

El 5 de septiembre de ese año se reunió en Filadelfia el Primer Congreso Continental, la institución clave de la Revolución Norteamericana. Los comités de correspondencia, creados en Virginia y Massachusetts, eran agrupaciones de colonos que intercambiaban información y discutían respuestas conjuntas ante los ‘abusos’ del Parlamento. El precedente del Congreso de la Ley del Timbre les impulsó a convocar a representantes de las colonias para responder a la subyugación.

El Congreso Continental fue decisivo para el curso de la revolución por varias razones: constituyó el germen de la nación en ciernes; supeditó las decisiones que adoptara cada colonia al acuerdo del Congreso, de modo que unificó la protesta; y, sobre todo, y en virtud de lo anterior, evitó que la revolución se precipitara al abismo de la violencia incontrolada y la arbitrariedad, al encauzarla a través de un órgano colegiado que impedía asimismo que el liderazgo de la misma cayese en manos de oportunistas, ventajistas, revanchistas o iluminados.

Francia toma el sendero de la violencia

He aquí la diferencia esencial con la Revolución Francesa, que en 1792 tomó el sendero de la violencia. No sólo la Asamblea Nacional se convirtió en Convención -sin ánimo de disolverse y por tanto perpetuando un sistema de concentración de poderes que suprimía de facto el imperio de la ley-, sino que además, la Convención mostró pavor ante la presión de la turba y la comuna, instauró en Francia el reino del terror y erradicó a la oposición moderada: la persecución desenfrenada de todo sospechoso de ‘enemigo de la revolución y del pueblo’ y el pretexto de la consecución de igualdad social disolvieron los principios de libertad política y seguridad jurídica; valores a los que nunca renunció John Adams.

Por eso defendió a los soldados británicos en 1770 y por la misma razón, en 1774, se empeñó en que el Congreso Continental guiara y sujetara el conflicto. Los congresistas estaban dispuestos a aceptar recomendaciones e instrucciones de asambleas populares y convenciones locales, pero también resueltos a sofocar cualquier exceso y vulneración de la ley. Si bien, el Congreso Continental ya era, en sí mismo, una institución propiamente revolucionaria que se atribuyó soberanía y capacidad para negociar bilateralmente con el Parlamento de Inglaterra.

El Congreso Continental paró en seco algunas manifestaciones de esta deriva pendenciera y violenta que se produjeron en Massachusetts y Pensilvania, hacia donde se desplazó el epicentro de la revolución por ser la colonia que organizó el Congreso.

En una y otra, distintas asambleas locales -a modo de lo que años más tarde serían en Francia los clubes y comunas- discutían disposiciones ‘niveladoras’, extravagantes, confiscatorias, expropiatorias y contrarias al principio sobre el que se constituyeron los primeros asentamientos coloniales en Norteamérica: la propiedad privada.

El sentido original de la revuelta contra Inglaterra se diluía en reuniones tabernarias -muchas de las cuales acababan como el rosario de la aurora- o tumultos aislados, como los protagonizados por los Patxon Boys, vagabundos fronterizos de Pensilvania que la tomaron sin piedad con pacíficas tribus indias. El Congreso Continental, que acogió representantes de todas las tendencias -radicales, moderados y ‘tories’-, mantuvo intacto el fundamento de las demandas, el pedigrí patricio y el carácter reformista de la protesta.

El Primer Congreso Continental se cerró en apenas un mes y medio sin un plan concreto que presentar al Parlamento británico -el cuasi confederal del conservador Joseph Galloway, de Pensilvania, decayó-. Sólo aprobó tres acuerdos de boicot a productos ingleses: exportación, importación y consumo. Lo cual perjudicó más a los colonos que a Inglaterra.

Para Thomas Paine, autor de ‘El sentido común’, el primer disparo de la Revolución “se escuchó en todo el mundo”

A finales de octubre, sus representantes volvieron a sus casas para pasar el invierno con la tarea de exponer en sus respectivas asambleas algunas de las propuestas y recoger otras. Con ellas bajo el brazo regresaban a Filadelfia en la primavera de 1775. Sin embargo, los primeros enfrentamientos bélicos aceleraron de nuevo los acontecimientos. Ya sabemos que Massachusetts era un polvorín declarado en rebeldía. Para hacer frente y sortear las leyes intolerables del año anterior eligió una asamblea popular y reunió un comité de seguridad para la resistencia armada.

En abril de 1775, el general británico Thomas Gage supo que los rebeldes -ya se denominaban a sí mismos patriotas- habían hecho acopio de munición en un almacén de Concord. Envió allí sus tropas, que se enfrentaron de camino, en Lexington, a milicias campesinas de toda la región. Fue una emboscada. La primera batalla de la Revolución se extendió a Concord. Murieron o cayeron heridos 273 soldados británicos y 95 patriotas. Para Thomas Paine, el panfletista inglés más famoso de América -pronto aparecerá en Alianza una nueva edición de su ‘El sentido común’-, el primer disparo de la Revolución “se escuchó en todo el mundo”.

Con Massachusetts en llamas, los representantes trataron de mantener la calma. Las noticias de lo ocurrido las recibieron recién llegados a Filadelfia.

El Segundo Congreso Continental abrió sus puertas el 10 de mayo de 1775. El radical Patrick Henry clamó: “Es inútil, señores, atenuar lo que ocurre. Los caballeros podrán gritar ‘¡paz, paz!’ ¡Pero no hay paz! ¡La guerra ha comenzado ya!”. A la desesperada, los representantes enviaron a Jorge III la ‘Petición de la rama de Olivo’. Le reconocían lealtad y le instaban a prescindir de los ministros despiadados que le empujaban a la guerra.

Al mismo tiempo, John Dickinson y Thomas Jefferson redactaron la ‘Declaración de causas y necesidades de alzarse en armas’, que reiteraba que los norteamericanos carecían del “ambicioso propósito de separarse de Inglaterra” pero al mismo tiempo exigían que se atendieran sus demandas. En junio, el Congreso nombró al general George Washington comandante en jefe de los Ejércitos coloniales. En agosto, Jorge III desoyó la ‘Petición’ y ordenó sofocar la rebelión por la fuerza. Había estallado la Guerra de Independencia.

1776: se aprueba la ‘Declaración de Independencia’

El 4 de julio de 1776, el Congreso aprobó la ‘Declaración de Independencia’, que proclamó a las colonias libres e independientes. Automáticamente se convirtieron en Estados y decidieron mantenerse unidos para salvaguardar su libertad. La guerra, contexto propicio para los partidarios de asegurar, fortalecer y prolongar la Unión, se prolongó hasta 1783.

En 1781, entraron en vigor los Artículos de la Confederación y Perpetua Unión, aprobados en el Congreso de Annapolis, Maryland, donde se desplazaron los representantes. Adams viajó a Francia y Países Bajos en busca de financiación y reconocimiento internacional. La ayuda de Francia -que se sumó a la causa de las colonias en 1778- y España fue determinante para darle un vuelco a la Guerra.

Adams, Benjamin Franklin y John Jay firmaron el Tratado de París en septiembre de 1783. Francia se tomó cumplida revancha de la Guerra de los Siete Años y los Estados Confederados de Norteamérica comenzaron a discutir y pergeñar, sumidos en la quiebra financiera y disputas territoriales y políticas, una nueva nación, una república federal, sistema nunca visto hasta la fecha; producto, sobre todo, del ingenio del ‘federalista’ James Madison: la Constitución de 1787. La primera escrita de todas las contemporáneas; paradigma de reparto equilibrado de poderes y mecanismos de control institucional.

Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Carlos III. Columnista de El Mundo.