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El debate sobre los presupuestos que ha tenido lugar en el Parlamento Eespañol ha coincidido con algunas llamativas declaraciones, en otros países, contrarias a los pactos de estabilidad. Ellas han puesto de manifiesto con bastante claridad que los gobiernos de naciones tan importantes como Francia o Alemania no están dispuestos a aplicar las medidas necesarias para reducir sus abultados déficit presupuestarios y que, por tanto, les preocupa poco el incumplimiento de los pactos de estabilidad. Por si fuera poco, el presidente de la propia Comisión Europea ha dicho que estos pactos son demasiado rígidos y que habría que replantearlos de modo que permitieran a los gobiernos de los países miembros una mayor flexibilidad a la hora de formular sus políticas presupuestarias. Poca duda cabe de que las declaraciones de Prodi deben interpretarse como una estrategia para tantear cuál sería la reacción de los gobiernos y la opinión pública europea ante una propuesta de modificación sustancial de la política cuasiconstitucional de restricción del déficit presupuestario, que se estableció primero en Maastricht como condición de acceso a la moneda única, y que se aceptó más tarde como criterio de carácter permanente para todos los países miembros de la Unión Económica y Monetaria.

Lo cierto es que las ideas que, en su día, inspiraron estas normas encuentran hoy serios problemas en todo el mundo. Ya el año pasado el Financial Times publicaba un editorial con un curioso título: «Ahora todos son keynesianos». Se trataba claramente de parodiar una conocida frase que pronunció Milton Friedman en la década de 1960 para indicar el indiscutible predominio alcanzado por las teorías de Keynes en el diseño de la política económica de la época: «Ahora todos somos keynesianos». La sustitución del «somos» por el «son» no es, desde luego, casual. Lo que el editorialista trataba de expresar era el rechazo de su periódico al renacimiento que las políticas macroeconómicas de corte keynesiano están experimentando en los últimos tiempos. El argumento del Financial Times era que volver a aplicar políticas anticíclicas discrecionales no puede ser actualmente una buena solución para los problemas de las economías occidentales; y, por tanto, recomendaba a los gobiernos que mantuvieran unas finanzas públicas sólidas, sin abandonar el principio del equilibrio presupuestario. Esto no excluiría que el funcionamiento de los estabilizadores automáticos –es decir, la reducción de ingresos fiscales debida a una menor actividad económica y el mayor gasto originado por el aumento de los pagos por subsidios de paro y transferencias de la seguridad social– produjera pequeños déficit. Pero, en su opinión, no se debería ir más allá; y habría que oponerse a la estrategia de buscar el déficit público como instrumento expansivo, en la vieja tradición keynesiana.

Hace tan sólo algunos años se pensaba que las políticas que utilizaban el desequilibrio presupuestario como instrumento para combatir las fases recesivas del ciclo habían fracasado y que, por tanto, deberían ser abandonadas. Pero ha bastado que cambie la coyuntura favorable de la segunda mitad de los años noventa para que vuelva a defenderse el principio de que los déficit manejados discrecionalmente por los gobiernos son una buena herramienta para lograr el relanzamiento de la inversión y el crecimiento del empleo. Tal enfoque sorprende poco, desde luego, a los economistas de mi generación, ya que en él nos formamos quienes empezamos a estudiar Economía en la década de los sesenta. Sin embargo, con el tiempo nos fuimos dando cuenta de los problemas que estas ideas planteaban cuando se intentaban llevar a la práctica. Y creo que la mayoría de los miembros de la profesión llegamos a darla por muerta –prematuramente, por lo que se ha visto después– en los años ochenta.

Fue en este marco intelectual, contrario a dejar a los gobiernos mucha libertad en política presupuestaria, en el que se redactaron el Tratado de Maastricht y los pactos de estabilidad. Los autores de esos textos no inventaron nada, ciertamente. Pero tuvieron el mérito indudable de incluir en textos legales fundamentales unas ideas que, si bien gozaban ya de amplia aceptación entre los economistas, no habrían tenido nunca la relevancia que alcanzaron de no haber sido incorporadas a esos tratados comunitarios.

Esta crisis de unas ideas económicas que parecían establecidas con solidez llega en un momento especialmente delicado. Como es bien sabido, uno de los temas clave que está sobre la mesa del debate europeo es la posible redacción de una constitución para la Unión. Y un punto fundamental sobre el que habrá que tomar una decisión es, precisamente, si se concede o no rango constitucional a principios hoy en vigor, como la independencia del Banco Central Europeo o la exigencia de estabilidad presupuestaria. El modelo diseñado en Maastricht parecía augurar que los países miembros estaban decididos a dar este paso. Pero ahora vemos que es muy posible que se dé marcha atrás y que se refuerce la discrecionalidad en el diseño de la política económica a escala nacional o comunitaria. De ser así, se habría perdido una ocasión única, irrepetible seguramente, para sentar unas bases firmes para la política económica europea.

Mientras tanto, el debate presupuestario en nuestro país se ha centrado en la conveniencia o no de aplicar una política presupuestaria ortodoxa que parta de la idea de que el equilibrio de las cuentas públicas es la medida más conveniente para la economía española. Mientras el Gobierno parece que se ha tomado bastante en serio la lucha por el equilibrio presupuestario, los socialistas e Izquierda Unida consideran que no sería tan malo volver al déficit en las circunstancias actuales, postura en la que, como hemos visto, distan de estar solos en Europa.

Pero una de las cosas que más llaman la atención en las críticas que se dirigen a la política presupuestaria del Gobierno es su falta de coherencia, que se hace patente cuando se considera el segundo tipo de observaciones que se dirige al proyecto de presupuestos del Estado. Para hacer más patentes los defectos del proyecto del Gobierno, éste ha sido acusado de utilizar contabilidad creativa en grandes dosis; y un destacado miembro del Partido Socialista ha llegado a comparar la forma que el ministerio de Hacienda tiene de llevar sus cuentas con las poco edificantes prácticas de Enron. El problema no radica, naturalmente, tanto en el hecho de que una determinada partida se contabilice de una u otra forma, como en el efecto de estas prácticas, que sería disimular un déficit presupuestario, que realmente existiría, aunque no apareciera reflejado en las cuentas públicas. Y es en este punto en el que, en mi ingenuidad, empiezo a no entender las cosas.

Si alguien defiende el equilibrio presupuestario, debe mostrar su desagrado ante tales estratagemas, ya que sirven para ocultar algo que considera perjudicial para la economía del país. Pero si lo que se defiende es la conveniencia de un desajuste presupuestario para relanzar la economía, la idea de que el Gobierno pudiera estar incurriendo en déficit debería producir satisfacción, aunque el ministro de Hacienda faltara a la verdad en sus presupuestos. El Gobierno –podría pensarse– no se atreve a decir que está gastando más de lo que ingresa; pero no puede negarse que el déficit existe, y esto es lo realmente importante.

El argumento podrá ser equivocado; pero no cabe duda de que resultaría coherente. Lo que tiene poco sentido es acusar a un Gobierno de fundamentalismo y cerrazón mental por no aceptar que, en determinados momentos, conviene gastar más de lo que se ingresa y, al mismo tiempo, criticarle por hacer justamente eso.

Catedrático emérito de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y profesor Eminent Senior en UNIR. Fue director del Instituto de Economía de Mercado, Senior Associated Member del St. Antony’s College de la University of Oxford y presidente del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid.