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Hace unas semanas comenzó a debatirse oficialmente en Turín la reforma del Tratado de la Unión Europea, concluido en Maastricht en 1991. La Conferencia Intergubernamental que negocia las nuevas reglas del juego europeo bien puede durar dos años, aunque se conozca como «Conferencia de 1996». La próxima ampliación de la Unión, que en menos de una década aspira a englobar a veinticinco Estados miembros con intereses y situaciones económicas muy dispares, obliga a repensar los equilibrios subyacentes a la toma de decisiones comunitaria y a otros aspectos importantes del Tratado.

Pero aunque la Unión Europea hubiese aplazado sine die la ampliación, esta reforma sería inevitable. En primer lugar, muchos de los compromisos logrados al elaborar el Tratado de Maastricht se consiguieron gracias a la promesa de revisar sus contenidos a los pocos años, como puede el caso de la nueva política social o el de la política de cooperación judicial y policial. Del mismo modo, invita a este ejercicio la situación de inestabilidad política en las fronteras Este y Sur de la Unión, que no ha podido ser abordada eficazmente con los actuales mecanismos sobre los que se asienta la política exterior y de seguridad europea. Y también exige dicha reforma el clima de sospecha de la ciudadanía europea hacia las instituciones comunitarias, con sus déficits democráticos y políticos hoy a la vista de todos. Por último, el proceso hacia la moneda única, que en principio no será objeto de reforma alguna en la Conferencia de 1996 y las posteriores, obliga a fortalecer la legitimidad de la Unión Europea y a proporcionarle nuevos medios de acción.
España se juega mucho en la negociación de las nuevas reglas de la integración europea, en mi opinión más que ningún otro Estado miembro y más que en su negociación de adhesión y en los distintos episodios de su primera década de integración en la Comunidad Europea. Esto se debe al tamaño de la población, su situación geográfi ca en el flanco sur de la Unión, la debilidad de los Estados miembros que podrían ser sus aliados naturales, su grado de desarrollo económico relativo, la peculiaridad de nuestros intereses productivos e internacionales y la imposibilidad de defender posiciones de principio con la misma fuerza una vez ocurra la ampliación.

El consenso entre los dos partidos nacionales más importantes en lo que de modo genérico se llama «política europea» se reduce a dos o tres grandes orientaciones. Las dos principales formaciones políticas quieren que España llegue a la moneda única en el grupo de cabeza y que de la Conferencia de 1996 nuestro país salga al menos con la misma capacidad de influencia en la toma de decisiones comunitaria que tiene ahora, así como con derecho a nuevas transferencias, por la vía de los fondos estructurales y de cohesión.
Un mal resultado para España en la Conferencia de 1996 será aprovechado a fondo por la oposición socialista para atacar al nuevo Gobierno. Si a ello unimos las dificultades que España encontrará para pasar a la tercera fase de la Unión Monetaria, los temas europeos pueden dañar enormemente el balance que el Ejecutivo presente al final de la legislatura.
Nadie cree con sinceridad que España pueda conseguir en la Conferencia de 1996 todos los objetivos que se proponga.  Sin embargo, la reforma de los Tratados que resulte de la Conferencia Intergubernamental ha de ser aprobados por todos y cada uno de los Estados miembros. Es inconcebible que en último término  España no preste su consentimiento a la reforma, pero  la mera posibilidad  teórica de no hacerlo convierte las posiciones españolas en más importantes y defendibles que las mantenidas en el día a día comunitario.
Me propongo en lo que sigue presentar algunos elementos concretos de negociación a partir de los cuales nuestro país podría, si no salir ganando de esta reforma de los Tratados, al menos reducir sus pérdidas, de modo que su participación plena durante los próximos años en el proceso de integración no se vea regida por unas reglas nada favorecedoras. Una advertencia necesaria: mi comentario será breve y, por lo tanto, a veces simplificaré, quizá en exceso, mi análisis de los tres grandes ejes de la negociación española: ampliacion versus Financiación; Reforma de las Instituciones y Políticas Comunitarias, y los llamados «segundo» y «tercer pilar».

Ampliación versus financiación

A España le conviene apoyar condicionalmente la próxima ampliación de la Unión. Por razones tanto morales como de seguridad, es necesario recibir a los países del Centro y Este de Europa en el seno de la Europa democrática y competitiva. Pero la ampliación complicará la toma de decisiones comunitaria y alterará profundamente la financiación de la Unión y sus políticas de transferencias a través de fondos. España ha de defender que las ampliaciones no pueden realizarse con improvisación o con precipitación. Es necesario hacerlas a un ritmo al que puedan adaptarse tanto los Estados que ya están en la Unión como los que entran.

Por ahora, todos los actores implicados afirman que la amplia ción presenta unos retos institucionales y financieros colosales, pero hay muy poco acuerdo sobre cómo resolverlos. España ha de reclamar como algo vital que la Conferencia de 1996 se ocupe no só lo de modificar los mecanismos de toma de decisiones con vistas a una Europa de veinte o veinticinco socios, sino también de hacer una reparto equitativo de los costes del ingreso de cinco o diez nuevos miembros entre los quince Estados miembros actuales. Los Estados candidatos a la adhesión tienen unas rentas per capita que colocan a España por encima de la nueva renta media comunitaria, y una agricultura que disparará los ya elevados costes de la Política Agrícola Común.

A cambio de su apoyo a la ampliación, España debe pedir que se mantengan los actuales instrumentos de cohesión social y económica con los países del Sur de Europa, que la agricultura española no pierda (ni en financiación comunitaria ni por una competencia agresiva de la de los países del Este) y que las políticas comunitarias respeten el principio de suficiencia de medios -lo ideal sería conseguir que se «constitucionalizara» este principio en los Tratados y fuera invocable ante el Tribunal de Justicia de la Comunidad-. Igualmente importante para España es provocar en la misma Conferencia de 1996 una reforma a fondo del sistema presupuestario de la Unión, que de todas formas deberá alterarse de aquí a 1999, y que es poco equitativo y apenas está inspirado en el principio de solidaridad y en el de prosperidad relativa de cada Estado miembro.

La Conferencia de 1996 no tiene previsto abordar temas financieros y presupuestarios. Sin embargo, el Reino Unido ha conseguido en la apertura de la Conferencia en Turín un acuerdo que permite que cualquier Estado miembro pueda incluir en el orden del día de la Conferencia una cuestión que no está previsto tratar. El hecho de la ampliación por si solo no es suficiente para garantizar una reforma adecuada del presupuesto o de los sistemas de transferencias, y España debe aprovechar el entorno óptimo de una Conferencia Intergubernamental previa a la ampliación para lograr los mejores resultados posibles en esta área decisiva.

Reforma de las Instituciones y de las Políticas comunitarias

España debe dedicar su máxima atención y esfuerzos a este gran capítulo de la reforma de los tratados comunitarios. Es una reforma que, a diferencia de la anterior sobre financiación, con toda seguridad se va a negociar en el seno de la Conferencia. España corre el peligro de perder peso político si, como es de esperar, se pone el acento en mejorar la eficacia de la toma de decisiones comunitaria y se resta voz a cada Estado miembro.

Cuatro décadas después del inicio de la integración, desde un punto de vista jurídico la Comunidad ya tiene rasgos cuasi-federales, dado el efecto combinado de las doctrinas de efecto directo, primacía, protección de los Derechos Fundamentales y poderes implícitos, creadas por el Tribunal de Justicia de la Comunidad y, en principio, aceptadas por los tribunales nacionales. Desde un punto de vista político, sin embargo, la Unión se acerca en ciertos aspectos a una estructura federal (por ejemplo, en el fortalecimiento progresivo de su Parlamento, por la ya generalizada toma de decisiones por mayoría en las instituciones políticas comunitarias o en el ámbito material de sus competencias), pero en otros dista mucho de poder equipararse a una federación (el papel central del Consejo de Ministros, la falta de un concepto sustantivo de ciudadanía, su falta de autonomía financiera).

A España le conviene que la Unión conserve muchos de estos rasgos federales sin los cuales perdería gran capacidad de acción, y le interesa incorporar otros todavía no existentes (por ejemplo, en la financiación de las políticas europeas). Sin embargo, debe esforzarse por que se incluyan algunas salvaguardas y mecanismos de protección de minorías en la formación de la voluntad comunitaria.

Está claro que el Consejo, en el que se representan abiertamente los intereses de los Estados, seguirá teniendo el mayor peso político de entre las instituciones de la Unión. Pero no se puede impedir que en el futuro la mayoría de las decisiones en el Consejo se sigan tomando por mayoría cualificada. Lo contrario supondría tanto como congelar el proyecto de integración. El problema con el que se encuentra España. es que pon la ampliación será más difícil formar en el seno del Consejo una minoría que bloquee una propuesta legislativa. Aún así, nuestro país debe emplearse a fondo para lograr una nueva ponderación de votos por Estado en el Consejo que tenga en cuenta factores políticos, demográficos y geográficos, para lograr un equilibrio sin el cual la Unión no se mantendría cohesionada. Además, aunque España consiga que se la trate en el reparto de votos casi como a un Estado de tamaño grande, le conviene defender que en muchos ámbitos se exija una doble mayoría de votos y de población y que en algunos ámbitos (reforma de los tratados, asuntos presupuestarios, ampliación) no se abandone la unanimidad.

En todo caso, puede ocurrir que las mayorías dobles no protejan a los Estados grandes con intereses propios o no compartidos en igual medida por otros Estados miembros. Esta es la situación típica de España, que podría ver como las mayorías dobles se forma con facilidad y no tanto las minorías de bloqueo, aunque éstas parezcan, sobre el papel, fáciles de lograr.

Por ello, sin perjuicio de que se acaben estableciendo este tipo de «super-mayorías» para  ciertas decisiones o en ciertas áreas de política comunitaria, parece esencial que la Conferencia de 1996 estudie otras medidas de protección de minorías que sean aún más eficaces, de tal modo que una minoría pequeña de Estados pueda bloquear una propuesta que afecte a sus intereses vitales antes de que sea votada, es decir, algo parecido a lo que se intentó sin éxito con el Compromiso de loannina de 1994. El bloqueo se mantendría a no ser que votasen en contra de tal bloqueo todos los demás Esta dos. De modo similar, se podría asimismo permitir que uno o más Estados miembros pudieran exigir que ciertas decisiones se tomasen por «consenso menos uno» o requerir la aprobación del Consejo Europeo además de la del Consejo de Ministros.

A España le interesa también lograr la publicidad de las discusiones del Consejo de Ministros, cuando actue como legislador. Esto puede facilitar enormemente el que los parlamentos nacionales, de acuerdo con lo previsto en sus ordenamientos constitucionales, controlen la actuación de sus gobiernos cuando actúan desde Bruselas y que cada vez lo hagan con más energía y acierto.

No obstante el papel central que seguirá teniendo el Consejo, es conveniente que el Parlamento Europeo, elegido directamente por los ciudadanos europeos, sea cada vez en más ocasiones co-legislador con el Consejo, despues de que se hayan simplificado y unificado los numerosos y prolijos procedimientos legislativos existen tes. Asimismo, parece acertado fortalecer sus posibilidades de ejercer una función de control político sobre el Consejo y especialmente sobre la Comisión, cuyos miembros en último término no responden ante ningún parlamento nacional.

Pero a España le conviene defender un alto grado de indepen dencia de la Comisión, el único órgano supranacional capaz de de finir y defender el interés comunitario con imparcialidad y agilidad, y más en una Europa de veinte o veinticinco Estados miembros. Ello sin perjuicio de que se dote al Consejo y al Parlamento Europeo de los medios para controlar mejor la actuación de la Comisión, preferiblemente por medio de debates públicos, en vez de que se usen para ello cauces informales. Las funciones de ésta -arbitrales, ejecutivas, de representación y negociación internacional, de «guardiana» de los Tratados de la Comisión y, sobre todo, su derecho exclusivo de iniciativa legislativa- , tienen un importante contenido político, que debe ser debatido desde posiciones nacionales y europeas expresadas en el Consejo y en el Parlamento Europeo. Para fortalecer la independencia de la Comisión, cada vez parece más urgente que se tomen medidas que permitan crear una función pública europea, cuyo acceso sea objetivo y esté basado en el mérito, y medidas que controlen mejor el fenómeno de representación de intereses ante la Comisión, lo cual reforzaría la legitimación y la independencia de esta institución y la libraría de la influencia sospechosa de intereses especiales o de las presiones de Estados miembros con mucho peso y habilidad a la hora de colocar a sus funcionarios nacionales en puestos clave de los servicios de la Comisión.

España puede estar a favor de desarrollar el principio de subsidiariedad, siempre que el ambiguo concepto sea interpretado como un principio de cercanía al ciudadano, que lleve a establecer nuevos y mejores controles sobre el proceso legislativo y administrativo comunitario, sin necesidad de grandes cambios institucionales. En nombre de la subsidiariedad se podría conseguir que la Comisión hiciera una mayor coordinación y selección de sus propuestas, que fortaleciese el control jerárquico sobre sus grupos de trabajo y asesoramiento en los que se conciben y proponen nuevas medidas, y que motivase mejor a través de estudios previos la necesidad de toda acción comunitaria. Hay sin embargo otras concepciones muy distintas de la subsidiariedad que no convienen nada a España, desde la idea británica de que se trata de un mandato de «mínima interferencia» hasta la alemana, que interpreta el principio para proteger las competencias de sus Lander y para intentar limitar su importante contribución al presupuesto comunitario.

A mi entender, España no debe conceder demasiada importancia al debate abstracto sobre la consagración o no de una Europa de varias velocidades. De hecho, la Europa de varias velocidades ya existe en muchos aspectos, tanto institucionales -por ejemplo, el paso a la tercera fase de la Unión monetaria prevista en el Tratado o los  acuerdos  de  Schengen-  como  en el terreno  de los hechos -basta mirar las diferencias de renta per capita que existen entre los quince socios comunitarios o sus distintas actitudes ante una eventual defensa europea. Lo importante es que la Unión que salga de la reforma de 1996 disponga de un marco institucional único en el que existan mecanismos a través de los cuales un Estado miembro pueda hacer oir su voz y defender sus intereses vitales.

El segundo y el tercer «pilar»

España se juega su futuro en la reforma del llamado «primer pilar», es decir, los tratados comunitarios; sobre todo en lo que con cierne a su peso en las instituciones comunitarias, en la financiación futura de las políticas comunitarias y en el destino de los instrumentos de cohesión y redistribución. En los otros dos pilares, el de Política Exterior y de Seguridad y el de Cooperación Judicial y Policial, España tiene sin duda prioridades e intereses a partir de los cuales defender un tipo de reforma u otra. Pero a la vista de la importancia de la reforma del primer pilar, España podría ceder en la negociación sobre el futuro de estos dos acuerdos, a cambio. de obtener un resultado satisfactorio en la parte comunitaria.

El acuerdo de Política Exterior y de Seguridad Común fue una de las grandes novedades del Tratado de la Unión. Ha sido también, en poco tiempo, una de las grandes decepciones, dado el fracaso europeo a la hora de lograr la paz en la antigua Yugoslavia. Ante la creciente inestabilidad de las fronteras Sur y Este de la Unión, parece necesario vincular definitivamente a un número suficiente de Estados miembros de la Unión Europea en la consecución de objetivos comunes de defensa. Tal vez el mejor ámbito para hacerlo sea el de la OTAN, por el acercamiento reciente de Francia a esta institución y porque la OTAN está pendiente de una reforma que le permita hacer frente a la nueva situación, en la que carece de enemigo definido. Sería deseable, como los británicos con gran sentido pragmático han propuesto, establecer un «pilar europeo» en la nueva OTAN, tal vez constituido por una UEO igualmente reformada, que pudiera actuar cuando Estados Unidos y Canadá no considerasen sus intereses amenazados y los países europeos, sin embargo, quisieran intervenir. España puede apoyar que la Unión Europea como tal refuerze sus capacidades de análisis de política exterior y su actividad diplomática, pero en temas de defensa, donde la contribución española -aunque modesta- es apreciada y respetada por sus socios occidentales, parece poco conveniente apoyar la comunitarización, que restaría eficacia a la defensa europea por la presencia de varios Estados miembros con inclinaciones neutrales y que, a la larga, haría que la contribución a la defensa occidental de España se valorase menos.

El llamado «tercer pilar» del Tratado, sobre asuntos de cooperación judicial y de interior, es un complemento indispensable de la realización de un mercado interior. No tienen mucho sentido, en un espacio económico homogeneo, los procedimientos de extradición o las comisiones rogatorias. A la vez, el tercer pilar tiene entidad propia como conjunto de políticas de la Unión que afectan directamente a las libertades fundamentales del ciudadano europeo. Este pilar consagra la cooperación intergubernamental como método de acción. A España le interesa especialmente que se progrese en la lucha contra el terrorismo, y a cambio podría aceptar la inclusión de otras materias del tercer pilar en el ámbito comunitario.

Por último, es preciso advertir que en este panorama de fin de siglo, aparte de las reformas que emanen de la Conferencia de 1996, será trascendental para España la resolución de la importante incógnita de si se realizará la Unión Monetaria, prevista para aquellos países que en 1999 cumplan los objetivos de convergencia económica señalados por los Tratados. La Conferencia lntergubernamental oficialmente no tratará de asuntos relacionados con el proceso hacia la moneda única, pero nadie puede negar la relación estrecha del dossier de la moneda única con lo que ocurra en la Conferencia de 1996 y viceversa. La interpretación de ciertos criterios de convergencia puede llegar a ser más o menos flexible según qué contrapartidas pueda ofrecer España en la negociación de la nueva forma del poder comunitario.

José M. de Areilza es Licenciado en Derecho con Premio Extraordinario de Licenciatura por la Universidad Complutense de Madrid, Doctor en Derecho y Master en Derecho por la Universidad de Harvard y Master en Relaciones Internacionales por The Fletcher School of Law and Diplomacy. Actualmente es profesor ordinario en el Departamento de Derecho y en el Departamento de Dirección General y Estrategia de ESADE. Asimismo, desde 2013 es titular de la Cátedra Jean Monnet en ESADE, otorgada por la Comisión Europea. Secretario General de Aspen Institute España.