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El debate en torno a la asignatura de Educación para la ciudadanía, que el Gobierno español ha introducido en el currículo escolar desde el año 2006, puede constituir una buena oportunidad para la reflexión constructiva si se consigue dejar a un lado el terreno de la polémica y de la ideología. Aunque resulta una tarea difícil desde el momento en que un Estado trata de imponer, mediante una maniobra ideológica, sus propios planteamientos morales.

A la sociedad le quedan pocas alternativas ante semejantes medidas, pero no puede dejar de manifestar su rechazo frente a una moral impuesta bajo el pretexto de una reforma educativa. Ese pretexto radica en la suposición de que el Estado tiene la responsabilidad de forjar una democracia que requiere de sus miembros que se muevan en sus mismas coordenadas de comportamiento. Con este tipo de proyecto, el Estado reclama para sí el monopolio de las ideas que fraguan verdaderos ciudadanos democráticos. Por eso las razones del rechazo social deben ser prioritarias en relación con la agenda democrática propugnada por las políticas de los organismos supranacionales, guardianes autoinstituidos de la democracia.

No se tratará aquí de los contenidos de la Educación para la ciudadanía. En su lugar se presentarán algunas críticas de Charles Péguy a la más emblemática introducción de una moral de Estado en la enseñanza, la que llevó a cabo el gobierno francés en 1880, que pueden ayudar a comprender mejor el tema.

LA EXPERIENCIA FRANCESA

Una mirada hacia la reforma llamada «de Jules Ferry» ayudará a responder a la pregunta de por qué el socialismo necesita una moral laica. Y a su vez esa respuesta permitirá explicar el tipo de democracia que se propone como modelo. La laicización iniciada por Ferry, concreción de una línea iniciada en la Revolución Francesa, preocupó también a los ideólogos del Directorio de 1795. Para crear un saber social que difundiera la Ilustración, los ideólogos pensaron en una reforma educativa porque consideraban que la formación tradicional humanística era arcaica y querían sustituirla por la instrucción científica. La polémica sobre la cultura humanística, a la que Péguy llamó «el gran debate del pensamiento moderno», permanece viva hoy.

Después de la derrota frente a Alemania en 1870, los republicanos bloquearon el gobierno ultraconservador, que defendía una moral tradicional, introduciendo una moral laica a través de la educación. Creían que el conservadurismo político del gobierno que habían derrocado se apoyaba en un conservadurismo religioso. Para ellos, la religión era una amenaza a la democracia, de ahí que, tras el fracaso del conservadurismo, el nuevo régimen de la República debía ser laico. Para ello necesitaban una doctrina ad hoc a la que se denominó moral laica, un civismo republicano que subrayaba el rechazo de una ética que remitía a la religión para justificar la universalidad y la no negociabilidad de sus dictados. La manera de introducir esa doctrina a través de los programas escolares fue ideada por Ferry, ministro de educación. La creación de la escuela pública y los violentos conflictos entre el clericalismo y el anticlericalismo facilitaron la rápida aplicación de la reforma. La batalla contra la moral tradicional y la religión quiso eliminar la influencia de la Iglesia y mantener a los católicos fuera del ámbito público.

Como concreción de los ideales de la Revolución, la reforma de Jules Ferry proclama que el socialismo necesita de una moral laica. Las elecciones de la cámara en 1881 parecían votaciones a favor o en contra de Dios, aunque Ferry afirmó expresamente que no se trataba de votaciones teológicas. Pero curiosamente, calificó a la nueva moral de nuevo Evangelio. Péguy, observador y crítico del laicismo francés, advirtió que la república socialista precisaba de ciertos elementos: un parlamentarismo dogmático; el principio de la razón de Estado, que justificaba las decisiones del Parlamento cuando conculcaban las libertades; la laicidad militante y el antimilitarismo. Estos elementos, junto a la famosa lucha de clases, definen las grandes directrices operacionales del socialismo. Esas pautas siguen vigentes con excepción de la lucha de clases, que ha cambiado de cariz desde que el comunismo ya no está de moda, al menos teóricamente. La lucha de clases ha sido sustituida por la idea de la solidaridad con las clases menos afortunadas, con todo lo que esta idea implica en términos de políticas educacionales, laborales, de género o del medio ambiente.

 

SOCIALISMO E «INCREENCIAS»

Esas directrices son los pilares de cualquier partido de izquierdas y tienen una relación de dependencia entre ellas que deriva de la concepción de la persona y de la sociedad típica de la doctrina y la tradición socialistas. La República, en esta tradición, debe repudiar formal y prácticamente la religión para preservarse como régimen. Ferry y todo el gobierno francés sostenían la convicción de que la religión no casaba con la República. La separación entre las dos se concretó en la urgencia por desposeer a las congregaciones religiosas de sus escuelas, invocando como justificación que educaban en el odio hacia la República.

Pero arrancar las creencias de toda una sociedad era difícil. Sólo una laicidad militante a partir de la educación lo podía realizar. El proyecto buscaba liberar a la sociedad de la oscuridad en la que la mantenían esas creencias. La fuerza de imposición vendría de la Asamblea, que decidía en nombre del pueblo. Ese mecanismo es la expresión democrática que muestra cuánto necesita el socialismo de una moral de mínimos, con contradicciones sutiles que limitan la percepción de una verdadera libertad responsable. La democracia igualitarista necesita formar a ciudadanos en convicciones igualitaristas.

Dejando de lado los conflictos violentos que el proceso de laicización traía consigo, había otras razones para deshacerse de Dios y de la religión. Así, Anatole France escribió que para que el progreso realizara sus promesas, importaba dejar a la razón seguir su marcha triunfal en la historia sin las trabas de la religión y de la Iglesia. Según él, las dos fundaban su visión del mundo sobre la autoridad de Dios, una autoridad de la cual la Iglesia se sabe investida y que no puede estar sometida a ningún otro poder. Toda doctrina que justifique su fundamento en una instancia tan alta es, para el socialismo, una doctrina reaccionaria que hace falta combatir. De ahí que busque erradicar la creencia, que defiende verdades absolutas y además tiene una incidencia directa sobre los comportamientos personales y las estructuras sociales. Aunque la religión católica fue la que más se combatió, también los protestantes se dieron cuenta de que la moral laica constituía un arma para erradicar a Dios de la sociedad, porque lo que se cuestionaba no era el clericalismo sino la religión.

También se presentó la laicización como una defensa de la supuestamente amenazada República. Las medidas que se tomaron se han convertido, también hoy, en nuevos dogmas. Por eso inspiran resistencia, porque son dogmas que violentan libertades: una flagrante contradicción. Se pretende liberar a las personas de las ataduras que una moral inspirada en la religión les impone sólo para imponerles otras trabas, las de una moral laica. Si los ciudadanos protestan, se les recordará que han dado al Gobierno el poder de tomar estas medidas. En vez de quejarse, deben esperar nuevas elecciones para poder cambiar la legislatura. Pero ¿tiene la moral laica algún fundamento?

LA MORAL LAICA Y SU FUNDAMENTO

Fernando Múgica, estudioso de Émile Durkheim, sostiene que éste hizo, en su momento, una observación interesante al respeto: «La enseñanza de la moral continuaría siendo ineficaz mientras el conjunto de ideas morales no pudiera ser referido a una realidad tan cercana al niño que éste la pudiera tocar». Se insinúa aquí la falta de fundamento en una doctrina necesaria al socialismo. Citando al propio Durkheim, Múgica añade que la realidad enseñada en esa moral debería ser concreta «mientras que una concepción abstracta y artificial, construida lógicamente, aunque fuera en virtud de una lógica rigurosa, no podría desempeñar este papel». El Estado que impone una moral incurre en los errores que reprocha a la religión. La religión tiene una competencia en el ámbito de la conciencia que el Estado no tendrá nunca sin conculcar las libertades personales. Preguntar por el fundamento de la moral laica implica la dificultad de explicar los deberes ciudadanos cuando no se reconoce una autoridad que justifique la obligación de cumplirlos. Enseñar tal doctrina se impone absolutamente en virtud de un único fundamento, que es el hecho de detentar el poder.

Jules Ferry buscó un fundamento para la moral laica, algo entre la religión civil de Rousseau y la perspectiva secular de la teodicea. Examinó la experiencia del continente, pero comprobó que tanto Alemania como Bélgica habían copiado a Francia. El análisis de la situación en el mundo anglosajón le dejó perplejo. Allí, sobre todo en Estados Unidos, había una moral religiosa común que suponía valores compartidos desconocida en Europa, donde la ola de la laicización crecía cada vez con más fuerza. Ferry llegó a la conclusión de que lo que buscaba era «una moral que iba sin calificativo».

Es lícito oponerse a un clericalismo que confunda los ámbitos de competencia de la Iglesia y del Estado. Pero un anticlericalismo cuyas reformas dejan a la sociedad y al comportamiento personal sin referencia para su actuación no es lícito porque atenta contra las libertades de las personas abusando del poder. Detrás de tal anticlericalismo, según Péguy, hay una pretensión hipócrita, ilegítima y contradictoria: atacar a la religión con los medios gubernamentales. Entendió, aun siendo entonces ateo, que el ataque que el partido socialista francés dirigía de manera oficial contra el clericalismo era, en su fondo, un ataque contra el catolicismo, so capa de impedir abusos e injerencias de la autoridad religiosa en cuestiones políticas. Su fin era sustituir a esa autoridad en cuestiones esenciales, como la ética que guía los comportamientos individuales y los comunes. La imposición de modelos morales por parte del Estado era una dictadura que suponía una fuente de desviaciones anticulturales destructivas.

Los ciudadanos que hoy rechazan esos planteamientos constituyen una minoría, y lo eran también en la Francia de 1880. Péguy pensaba que la minoría católica era la que más resistencia oponía a las fuerzas anticulturales de un anticlericalismo rabioso y con sentido del humor dijo: «Porque al pueblo y a los parlamentarios les gusta marchar magníficamente juntos, en masas, heroicamente juntos, del lado del más fuerte». La crisis ocasionada por las reformas de la laicización trastornó la sociedad y tuvo consecuencias que pueden apreciarse aún hoy: se perdió la tradición popular, así como todas las referencias para el comportamiento personal y público; no se sustituyeron los fundamentos que ofrecía la religión por nada, pues la moral laica y la educación cívica carecían de fundamento; además, la alternancia en el poder de los partidos, que defendía el sistema democrático, falseaba el gobierno como tarea: operaba una inversión de las cosas al sustituir el sentido de la tarea de gobernar por un enfoque ficticio.

Los gobiernos se vuelven efímeros y convierten el orden público en algo efímero también. Cuando un gobierno sube al poder, hace cambios que modifican el rumbo del país porque dispone, en virtud de su elección, del poder de cambiar la política a su gusto. La introducción de la asignatura de Educación para la ciudadanía forma parte de esas decisiones que cambian el rumbo de un país porque dependen de la fluctuación de una opinión pública cambiante y de unas medidas globales desprovistas de objetividad, o de rectitud, o de ambas. Pero permanece el problema de hasta qué punto el Estado debe educar.

EL PAPEL DEL ESTADO EN MATERIA DE INSTRUCCIÓN

Péguy llamaba «fuerzas autoritarias y anticulturales» al nuevo sistema pedagógico. Sostenía que había algo inquietante en los manuales de la materia recién incorporada: contenían suficiente «antimilitarismo y anticlericalismo para producir una generación entera de demócratas de izquierda». El proyecto fue, según él, una operación inmoral desde el punto de vista ético y social porque dividía el país entre los nacionalistas, la República y los radicales, de una parte, y, de otra, una minoría. Los primeros contra la segunda, acusándola de los crímenes cometidos por los burgueses católicos cuando estaban en el poder.

A partir de esa constatación, Péguy concluyó que el anticlericalismo no podía derivarse de un verdadero republicanismo y que este tipo de obra era un abuso del Estado: «He dicho muchas veces y lo volveré a decir cuantas veces haga falta, hasta qué punto y por qué estoy personalmente en contra de la fabricación de catecismos laicos». Detectaba en los manuales de Estado el defecto capital que el socialismo reprochaba al cristianismo: el dogmatismo, con la diferencia de que la religión goza de autoridad en materia de la conciencia, mientras que la agenda política que inspira los catecismos laicos es una tiranía sobre la conciencia, un ámbito en el que la política no tiene competencia. «Ninguna autoridad del Estado vale en los debates de conciencia».

Péguy pensaba que, entre las causas que impedían al socialismo convertirse en una doctrina de salvación social, se contaban su parlamentarismo y la política anticlerical del proyecto laicizador. Era un intento de desplazar a la religión, pero nunca había sido bastante fuerte para ello. «Era sólo un movimiento populista que acabó sustituyendo la revolución social entera, universal, legítima y recta, no solamente por un mercado degradante, disminuido, fragmentado y torpe, sino también por un intercambio de engaños. Transformaba la justicia en mercancía». Un Estado entregado a la inercia, atado por las servidumbres de intereses particulares y por lo que Péguy llamaba los defectos de las servidumbres económicas, no tenía ninguna redención que proponer a los proletarios, aunque éstos formaran parte de sus discursos más repetidos. Carecía de respuestas para la masa proletaria y para todos.

CONSECUENCIAS SOCIOEDUCATIVAS

Convencido del papel particular de la educación en la vida social, Péguy sostuvo que las crisis de enseñanza son crisis de vidas sociales que culminan en crisis de enseñanza que parecen parciales y particulares, pero que, en realidad, son totales porque representan el todo de la vida social. Esa es la razón por la cual la educación se debe tomar en serio: es el medio para convertir las conciencias con paciencia, sin esperar milagros inmediatos. Y sólo desde allí se puede responder a los desafíos de cualquier crisis social.

El contenido de la educación se debe transmitir con ideas claras y sencillas. Las disciplinas deben tener una unidad clara, que sólo es posible si se cuenta con una misma base moral, es decir, con unos principios morales comunes. Hay que ofrecer la cultura necesaria para el desarrollo humano y para no caer en la trampa de discursos políticos engañosos. La enseñanza debe ser también el lugar de la educación en la virtud, pero para que eso sea posible primero es necesaria la educación en verdades primarias y fundamentales. Sin definirlas sistemáticamente, Péguy las llama «esas leyes de gran higiene, esas prácticas de higiene generales evidentes de por sí […], esas verdades sobre las cuales todo el mundo está de acuerdo y sobre las cuales se funda el mundo».

Los primeros educadores, es decir, los padres y los maestros, no ejercen ningún dominio sobre los espíritus de los que educan porque el tipo de formación que proporcionan se orienta y se concentra en una educación de la libertad. Las referencias que van ofreciendo educan a la conciencia dándole exactamente eso, puntos de referencia, criterios de juicio. «No hay nada por encima de una tarea semejante».

Sin embargo, cuando Péguy escribía esto en sus Cahiers de la quinzaine sabía ya que la tendencia hacia la laicización de la escuela, que había eliminado las humanidades y la cultura general de la formación de los alumnos sustituyéndola por la educación moral y cívica, había cambiado todo: «Esas prácticas de higiene general, ahora se han desvirtuado, y quizás se han escamoteado completamente, se han obliterado completamente, anulado completamente por la pretensión de un poder sobre los espíritus».

Péguy compartía la idea laica de que la educación era el medio privilegiado para una verdadera regeneración política, social y moral. Para los socialistas de su tiempo el socialismo iba unido a una reforma social como la de Jules Ferry. Péguy percibió intuitivamente que, si bien la educación constituye un principio del orden social, sus contenidos y el modo en el que se da contribuyen a una buena o mala educación. Denunció la educación por sistemas artificiales, que no ofrecen herramienta alguna para analizar las raíces de los problemas sociales. Es imposible asegurar rectos criterios de juicio mientras no se admiten referencias universales del saber; prescindir de ellas contribuye a la fragmentación, con sus correspondientes contradicciones. Péguy tuvo conciencia de que la ciencia moderna concretada en las reformas de la educación se convertía en una doctrina con pretensión de certeza absoluta. Al no reconocer «la incertidumbre de la metafísica, la ciencia moderna ha caído en una duplicidad: salvaguardar toda la certidumbre científica, pero adquiriendo o tomando con ello una extensión metafísica. De ahí los darwinismos, los evolucionismos y transformismos, que eran en realidad metafísicas, pero metafísicas vergonzosas, es decir, que con una mano usurpaban el ámbito de la metafísica y, con otra, retenían la certeza científica, y sólo producían modestos resúmenes de algunas ciencias concretas». A esos resúmenes se añade hoy la Educación para la ciudadanía.

Para desplazar el proyecto de salvación según la religión, el socialismo necesitaba una fe superior a la cristiana pero la falta de fundamento de su moral laica lo hacía imposible. El socialismo debía crear «una ciudad social dotada de todas las herramientas necesarias para salvar al mundo humano de las servidumbres económicas», decía Péguy, pero fracasó por carecer no solamente de programa, sino también de doctrina correcta. Los principios que rigen la acción política son intereses particulares alejados de las exigencias del bien común.

Al impulsar el desarrollo de políticas en torno a la Educación para la ciudadanía, el Consejo de Europa no está reforzando la credibilidad de la democracia porque la confianza no se consolida implantando modelos faltos del realismo. La estabilidad social no depende de las ficciones impuestas sino de los principios de rectitud moral, que no se pueden multiplicar fácilmente, que no son contradictorios. Mientras no se vuelva a esos principios permanecerá el riesgo de que el debate carezca de punto de encuentro. Recuperarlos ayudaría a que el diálogo se desarrollase en torno al consenso sobre las cuestiones fundamentales del ethos humano, y no solamente acerca del famoso acuerdo sobre los puntos esenciales de la ética minimalista.