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Se cuenta que, en cierta ocasión, un sagaz periodista preguntó a Woody Allen: « ¿Es verdad, Mr. Allen, que el cine imita a la vida?». Y sin pensarlo dos veces, el cineasta respondió: «Sí, es verdad». Y añadió: «Lo malo es que la vida imita a la televisión».

Soy consciente que buena parte de la actual literatura ensayística sobre la televisión y sus efectos trata de desmentir las tesis «catastrofistas» que sobre el medio televisivo han expresado no pocos intelectuales, a quienes se acusa de no conocer a fondo la televisión, de despreciarla, de no verla y de no hacer el más mínimo esfuerzo por profundizar en este medio, que tanto influye en nuestra sociedad. Por mi parte, yo sólo me considero un profesor universitario que ha pasado buena parte de su vida trabajando en el medio televisivo y que, en la actualidad, trata de comprender un medio que ama profundamente, desde su actual ocupación, que es básicamente la labor investigadora. Por eso, las observaciones que me dispongo a hacer, que podrán parecer muy radicales a algunos, deben ser interpretadas desde el más profundo cariño a un medio cuyos contenidos he visto cómo se han ido degradando paulatinamente.

LA TV ACTUAL, UN SUPERMERCADO

Comenzaré diciendo que el modelo generalista actual ha convertido la televisión en un gran supermercado: la televisión vende de todo. Y se ha convertido también en una escuela de formas y modos de vida existentes o inexistentes, porque desde el momento en que comparecen en la denominada «ficción televisiva», acaban adquiriendo forma en nuestra sociedad. Por ambos motivos, la televisión tiene una importancia muy superior a la que muchos le atribuyen, incluso aquellos que dicen que pueden prescindir de ella.

Este modelo, que es el actual, se rige por unas normas muy precisas, casi sibilinas, en las que al público se le concede la oportunidad de ser árbitro y juez, según confiesan los gestores de este negocio, pues son las audiencias —dicen ellos— las que con su veredicto crean el mercado de programas.

Pero esto no es del todo cierto, según cabe comprobar repasando brevemente el panorama actual y el que se intuye para un futuro, no tan incierto como algunos creen.

LA PALEOTELEVISIÓN

La etapa fundacional del modelo televisual —la denominada paleotelevisión— consistía en una televisión generalista, tutelada por el Estado, para realizar las funciones que se consideraban específicas y que eran las de informar, formar y entretener. El modelo se basaba en el principio de «servicio público», un concepto merced al cual el Estado tutelaba este instrumento de comunicación, al que consideraba con recelo, como a un arma de doble filo. El «servicio público» se cumpliría aquí, como señala Dominique Wolton, realizando «programas educativos y culturales»1.

Este modelo busca al espectador pasivo; es la televisión que instaura un nuevo sistema de vida alrededor del aparato receptor. Supone el primer acercamiento al entretenimiento familiar catódico, la aproximación al «directo» y, con él, al mundo que deja de ser una incógnita y se presenta en forma de imágenes cotidianas y atractivas, pero que no exigen abandonar el salón de la casa.

Una televisión que tiende a poner el énfasis en lo doméstico, por tanto, pero también que guarda las distancias, que habla al espectador de usted. Una televisión que instaura una nueva forma de relación social, en la medida que sus contenidos sirven de referente diario en las conversaciones en la oficina, en el mercado, en el colegio o en el patio de vecindad.

Este sentido pedagógico alcanza en este punto su vertiente más práctica, contemplada desde el punto de vista del Estado tutelar.

LA NEOTELEVISIÓN

El fenómeno denominado deregulation traerá a Europa un nuevo modelo televisivo, conocido como neotelevisión, según un término propuesto por el semiólogo Umberto Eco en un artículo de 1983, titulado «La transpareza perdutta». La relación paternalista y verticalista entre el emisor y el espectador, típico de la etapa anterior, se ve sustituido ahora por la investigación, por parte del emisor, de una relación fiduciaria con el público, esencial en todo régimen de competencia que quiere asegurarse la fidelidad de la audiencia.

El cambio es colosal. Si en la paleotelevisión el espectador era el destinatario, la neotelevisión impone un modelo comercial basado en el de las networks norteamericanas, es decir, aquel en el que la publicidad se convierte en la primera y fundamental fuente de financiación de cada una de las cadenas en competencia. Por ello, y para alcanzar la optimización publicitaria, hay que conseguir audiencia. Ya no se necesita llegar al público para que conozca los programas, como sucedía en la televisión de Estado; se necesita al público —transformado en audiencia—, para poder venderle la publicidad y así subsistir o, en el mejor de los casos, ganar dinero.

El nuevo modelo busca a toda costa la audiencia como moneda de cambio para conseguir la publicidad, que es su fuente de ingresos.

El término audiencia está íntimamente relacionado con las técnicas sociológicas de investigación, en las que se basan los estudios de marketing. A su vez, los programas pasan a denominarse productos. Asistimos a un claro proceso industrial de fabricación de productos (los antiguos programas) con un objetivo muy claro. Éstos deben ir dirigidos a un público potencial, que se consideran targets específicos, dentro de una oferta total y sinérgica (la programación) con la intención de obtener los mejores resultados (índices de audiencia): ellos son los que permitirán realizar, gracias a la publicidad, los mayores ingresos económicos. Toda una batería de estrategias de marketing sirven para capturar al espectador, objetivo único de las televisiones. El conocimiento de los espectadores en su calidad de posibles compradores, el de sus formas de vida, sus preferencias a la hora de la compra, compondrán un amplio sistema en que se dividirá a los espectadores, atendiendo a diversas clasificaciones (sexo, edad, lugar de residencia, poder adquisitivo, etc.).

Los programas deberán buscar sus afinidades con los productos publicitarios, pues no en vano la televisión comercial entroniza a la publicidad como el corazón de ese nuevo organismo. Sin ella no existe la televisión. La publicidad, en forma de spots —este no será el único aunque sí el principal formato publicitario—, no es ya la frontera entre programa y programa, que suponía una tregua para el espectador de la televisión monopolística. Ahora, para poder alcanzar el beneplácito de la audiencia y no producir su fuga a otras cadenas, la publicidad se introduce dentro de los propios programas, formando parte de un todo.

Esto lo ha explicado Raymond Willians, para quien «la eliminación de los intervalos entre los diferentes programas, sustituidos en los canales comerciales por la publicidad, han dado lugar no tanto a las interrupciones cuanto a un nuevo tipo de fenómeno comunicativo: un flujo planificado en el que la sucesión real no es la secuencia de los títulos de los programas anunciados (en periódicos o revistas), sino esta secuencia transformada por la inclusión de otro tipo de secuencia, de manera que juntas componen el flujo real, la real "televisión"»2.

LA  AUDIENCIA  COMO  MONEDA DE  CAMBIO

Por su  parte, la programación se establece con un conocimiento completo de las diarias migraciones de los espectadores, y se articula sin perder de vista las horas de mayor audiencia potencial y combinando el precio de los programas para conseguir una oferta, a la vez que plural, rentable.

Todo este fenómeno ha dado lugar a una feroz competencia que inauguró un sistema de estrategias y tácticas que tenían su origen curiosamente en el argot bélico. No es casual que John Haldi, uno de los tratadistas norteamericanos de la programación televisual, afirmase que «la programación es la guerra. El programador es el capitán. Su objetivo, ganar la batalla»3.

El espectador pasa a ser una mercancía. De alguna manera queda explicitado este pensamiento en un modelo muy gráfico, del que con frecuencia se servía Silvio Berlusconi para definir la televisión: «La televisión comercial  — decía— es un tren; los vagones son los programas; y los pasajeros, que van cómodamente sentados, son los spots publicitarios»4. El ejemplo no puede ser más significativo.

En la denominada televisión comercial los programas son la excusa para que los spots publicitarios puedan venderse. Esta subordinación de la programación a la publicidad hace que las expectativas sobre el crecimiento del mercado publicitario sean las primeras y más importantes constantes a considerar a la hora de establecer un canal de televisión.

Los programas buscan la seducción del espectador para que la publicidad, incrustada en ellos, pueda ejercer su poder persuasor de venta.

La importancia de la audiencia así entendida resulta vital. Como asegura Paolo Carmignani, «para entender la importancia que, en cada empresa televisiva, tiene el dato referido a la audiencia, es necesario tener presente cómo la televisión es la única organización industrial que no puede conocer por la vía, llamémosla automática, la cantidad de mercancía que vende»5. O en palabras de Carlo Freccero: «La televisión comercial es la única forma de mercancía de la industria cultural que, en realidad, realiza su valor mientras es consumido»6.

FRACCIONAMIENTO DE LA AUDIENCIA

Interesa, por tanto, a las empresas televisuales conocer tanto cuantitativa como cualitativamente la audiencia, su composición y su estructura. Sobre ella se levanta el sistema entero de la televisión denominada comercial, y que corresponde al modelo de la neotelevisión, que comentamos. Con ella se ha producido ya un fraccionamiento de la audiencia, fruto del nacimiento de nuevos canales y de una reñida competencia entre ellos.

Conocer la audiencia y cuantificarla es el objetivo principal de los estudios de audiencia, que se transforma en instrumento imprescindible para todos los involucrados en este negocio. Los resultados quedan refrendados cada veinticuatro horas.

Con el descubrimiento de la audimetría  — e l conjunto de técnicas y de métodos de investigación destinados a cuantificar el consumo televisivo y determinar la composición del público—, el negocio televisual cambia radicalmente. Los resultados diarios servidos en diferentes formas o archivos, según el destino, conforman el análisis diario de este consumo y sirven para hacer reflexionar a los actores (publicitarios, centrales de compra, directivos de las cadenas y programadores) sobre si sus previsiones y programación eran las adecuadas, y para reflexionar sobre las estrategias programáticas que deben emprender a continuación.

Lógicamente, el sistema ha sido objeto de variadas críticas en muchos países. Si bien las empresas dedicadas a las mediciones de audiencia certifican la veracidad y rigor científico de los resultados que ofrecen, no debemos olvidar que en la historia de la neotelevisión se han registrado notables polémicas sobre el tema, en Italia lo mismo que en Francia o en España. Y también en Estados Unidos, donde la competencia entre Arbitran y Nielsen, dos empresas de audimetria, dio lugar a una comisión investigadora que a su vez emitió el famoso informe CONTAN, donde se ponían en tela de juicio la veracidad de los datos.

Las audiencias y su medición representan, desde luego, el talón de Aquiles de este nuevo sistema, pues basta con que «la muestra» esté viciada, o no sea representativa, para que los resultados obtenidos por extrapolación no se correspondan con la realidad. La televisión moderna —se ha dicho— se está perdiendo en el laberinto de los datos de audiencia y no se puede afirmar con certeza que el público obtenga una televisión que responda más a sus necesidades o a sus gustos.

ALGO MÁS QUE NÚMEROS

Como afirma el profesor Francisco Iglesias: «El estudio de las audiencias no se agota en el análisis de cuestiones técnicas ni comerciales. Es cuestión que presenta también perfiles con trascendencia psicológica y social, pues ver masa en los destinatarios o pretender reducir la persona a mero numero, es un serio reduccionismo. En este sentido, es preciso recordar que el marketing no está al servicio de la oferta, sino de las demanda o, por mejor decir, al servicio de la satisfacción de la demanda, logrado gracias a una oferta debidamente realizada, para conseguir resultados beneficiosos para una y otra parte. Dicho en otros términos: así como es propio del marketing actuar sobre la demanda e incluso generarla y desarrollarla, no le corresponde, en cambio, crear y desarrollar las necesidades que se pretenden satisfacer. Lo propio del marketing es identificar necesidades y, con la oferta, darles satisfacción»7.

Difíciles de entender por el gran público los diversos resultados de audiencia que proporcionan los datos de audimetría, las manos expertas de los especialistas en marketing consiguen, en ocasiones, que cantidad se confunda con calidad. Y así se hace referencia a la bondad de los programas en función de su acogida por el público. A este respecto Dominique Wolton ha resumido este problema argumentando que «Aquello que ha sido definido como el "modelo de la televisión privada" sólo ha consistido en la burda aplicación de una regla elemental, según la cual la demanda determina la oferta. De esta manera el conocimiento de los gustos del público llega a ser la única condición de la producción, ya que las técnicas cada vez más avanzadas para medir la cantidad de público que está mirando un canal le permiten convertirse en la Biblia de toda política de programación, tanto en las televisiones públicas como en las privadas. Dicho de otro modo, la televisión ha quedado atrapada entre las tres coacciones: la económica, la consumista y la tecnológica, sin otra orientación que una simple adaptación con sentido común»8.

Si bien la medición de las audiencias representa hoy el valor de los programas y las programaciones, sus resultados como tales responden sólo a la necesidad del mercado de tener algunos criterios por los que regirse. Por tanto, soy de los que piensan que estamos ante una convención entre los actores, que no son otros que los canales de televisión y las agencias de publicidad o los anunciantes.

EL CONSUMO TELEVISIVO

Detengámonos ahora en otro tramo importante: el del tiempo de ocio y el consumo televisivo, ambos imbricados en el modelo de telespectador que ha creado la audiencia televisiva.

Una simple mirada a las estadísticas nos demuestra que en el año 2002 los españoles consumíamos 211 minutos de televisión por habitante y día, tres minutos más que el año anterior. Ello supone que, después de trabajar y dormir, la tercera actividad de los españoles, al menos estadísticamente, es ver la televisión.

Tres horas y media de consumo diario es definitivamente excesiva para unas programaciones generalistas, donde únicamente se ofrece información y entretenimiento. Esto supone que en nuestro día queda muy poco tiempo para otras alternativas de ocio, desde la lectura a la asistencia a espectáculos pasando por un rato de charla familiar.

Pero ¿cómo se comporta ese telespectador cuyo consumo vigilado le convertirá en audiencia?

La pluralidad de canales y el haber llegado cada uno a un non stop programático —veinticuatro horas de emisión diarias—, ha hecho imposible para el espectador retener siquiera las citas horarias en las que se emiten los programas más importantes, que se pierden ya en un mare mágnum de ofertas de programación y horas de emisión.

El ejercicio de la denominada «contraprogramación» y, a veces, una cierta falta de seriedad en el anuncio de los programas por parte de los canales, han convertido las informaciones diarias de los periódicos en lugares poco fiables para conocer la verdadera oferta del día. El espectador, llevado por una falsa comodidad, ha preferido, sobre todo en el horario del llamado prime time, hacer un rápido barrido sobre los canales y elegir sobre la marcha, a organizar la sesión televisiva en base a la oferta previamente consultada en la programación que ofrecen diariamente los periódicos.

EL ESPECTADOR COMPULSIVO

Esta actitud del telespectador nace con esa nueva etapa de la neotelevisión que ha traído consigo el fraccionamiento de la audiencia e inaugurado un nuevo proceso denominado narrowcasting.

La televisión comercial coincide más o menos en el tiempo con un descubrimiento técnico que hace cambiar por completo la forma de ver televisión: el mando a distancia. Un simple aparato que facilita el cambio de cadena en el televisor doméstico sin necesidad de que el usuario se levante a pulsar el botón del aparato cada vez que quiera sintonizar otro canal; un aparato, que nacía para facilitar una acción puramente mecánica y doméstica, se convirtió rápidamente en el tercer brazo del espectador. Este, cada vez que no encuentra un programa de su agrado, con una simple pulsación de la tecla consigue sintonizar otro y otro programa, hasta acabar con la oferta diaria. Así nacieron una serie de comportamientos de la audiencia, a los que sociólogos y comunicadores han dedicado ya variados estudios.

Por zapping se entiende la acción que realiza el telespectador al cambiar de cadena en el momento que comienzan los bloques publicitarios. Muy diferente de lo que se denomina flipping, que consiste en saltar de una cadena a otra para saber qué es lo que está ofreciendo cada una. O del grazzing, que es la actitud por la que el televidente salta de cadena en cadena hasta encontrar algo por azar.

Estas actitudes demuestran claramente que existe una nueva forma de ver la televisión, muy diferente de aquella en la que para cambiar de canal era necesario levantarse de la butaca y pulsar el botón de encendido o de cambio. El mando a distancia condiciona la forma de ver y comportarse ante la televisión. Y lo hace de tal manera que las propias estrategias generales de programación tuvieron que tener en cuenta esta nueva posibilidad del espectador.

Nació así el perfil de un espectador nervioso e insatisfecho, que cada día, siguiendo un ritual, consume horas de televisión de una manera compulsiva. Su retrato robot responde al de la persona que, sin criterio de ningún tipo, comienza a ver un programa, lo abandonaba en la primera pausa publicitaria para buscar otro que también abandona por otro por la misma causa y así sucesivamente hasta que, casi por aburrimiento, se deja seducir por el último. El resultado son varias horas de televisión en una emisión mosaico, compuesta por media hora de una película, diez minutos de un concurso, la mitad de un telediario y el final de una serie. Este espectador nervioso e impenitente a la hora de manejar el mando a distancia, parece no sentirse a gusto con ningún programa; busca entre la programación sin haberse informado antes de aquello que las televisiones le ofrecen ese día.

No es por tanto extraño que nada le satisfaga o que compulsivamente apriete el botón del mando a distancia para buscar continuamente nuevas ofertas. Los cortes publicitarios, tan frecuentes y largos, ayudan a este tipo de espectador a seguir buscando, en una actividad que a nada conduce sino al cansancio o hastío.

Lógicamente, esta actitud es más peligrosa en los espectadores más desprotegidos, los niños, que aprenden de los adultos que el mando no es sólo una facilidad técnica, sino un instrumento de diversión. En definitiva, aprenden a ver la televisión zappeando; y difícilmente llegan a concebirla, sin ese movimiento que para ellos deviene reflejo. Es muy difícil convencer a un niño de que el mando es sólo una ayuda técnica, no un instrumento sin el cual no se podrían contemplar las emisiones. El resultado es que se contagian de esa forma compulsiva de ver televisión. Y eso que los niños, como se ha demostrado sobradamente, son los más fieles seguidores de los programas, cuando éstos resultan de su agrado: su fidelidad hacia sus preferencias es muy superior a la de las personas adultas.

COUCH POTATOS, VIDEO VEGETABLES

¿Es la fascinación del medio sobre el espectador, o la falta de criterio de éste para aceptar lo que le echen, lo que hace que se consuman indiscriminadamente los programas? Parece que hay algo de ambas cosas.

En primer lugar, la televisión como tal es una tentación para las personas no demasiado ocupadas o con tendencia a dejarse atraer por pasar el tiempo frente a ella, sin elección previa de programas, simplemente por el gusto de «ver lo que dan». En este sentido, la tentación de ver la televisión puede llegar a ser patológica. Ya se está estudiando este fenómeno de los espectadores pasivos, capaces de «consumir» más que de «ver» televisión, y a quienes se conoce como couch patato o video vegetables.

El curioso nombre de couch potatoes, según cuenta Ien Ang, procede de un grupo de impenitentes consumidores de televisión en Los Ángeles, que en 1976 decidieron agruparse bajo este nombre. Los modos de hablar y de comportarse de ese tipo de consumidores están más próximos al estereotipo televisivo que a la realidad que les circunda, hasta el punto de acabar transformándose en una forma de marginación social.

Este espectador compulsivo del que hablamos no se forja en un solo día, sino a través del consumo indiscriminado de televisión, sin criterio y, lo que es más importante, sin espíritu crítico frente a lo que se le ofrece por la pequeña pantalla.

Esa contemplación fragmentaria de programas —sean de ficción, informativos o de entretenimiento— no le proporcionarán una dimensión total y equilibrada de la emisión, de la que se quedará más bien sólo con retazos y aspectos concretos, pero sin suficientes elementos de juicio para valorarla. Este espectador, atrapado así con una visión mosaico de la televisión, hecha de retazos de programas, difícilmente podrá escapar a la seducción de la cara consumista del medio. Por eso suele ser un entusiasta de marcas y modas sugeridas, de tics aprendidos en programas o formas de vestir o hablar que, vía televisión, pronto se imponen.

Ya hemos dicho que la televisión, además de otras cosas, es un gran supermercado y una escuela de formas de vida. Y cada vez más. Algunas veces, incluso, estilos o formas de vida inexistentes cobran carta de naturaleza gracias a la «ficción televisiva». Es el efecto mimético que propicia el medio.

SABER ELEGIR

No hay que culpar siempre a las televisiones de todos los males. El saber escoger, el saber qué se debe ver y el ver lo que se debe, forman parte de la obligación que la persona tiene como espectador de televisión y está íntimamente ligado a su libertad.

En este sentido existe también un tipo de consumidor que pregona la excelencia de aquello que cree políticamente correcto en televisión, aunque no haga suyas estas sugerencias. Si un programa de telebasura tuviera el rechazo que al menos se percibe en determinadas conversaciones, no llegaría nunca a obtener audiencias millonarias y desaparecería de las parrillas por falta de audiencia. Si de verdad muchos creyesen lo que dicen cuando afirman que los documentales son magníficos, éstos gozarían de mejores audiencias de las que habitualmente consiguen. En definitiva, frente a los demás, muchos callan sus verdaderas preferencias.

La racionalización del tiempo de ocio es un buen camino para no caer en la trampa y convertirse en un consumidor compulsivo de televisión. Y al mismo tiempo, hay que ser más conscientes de que es en nuestras manos donde está, muchas veces, la solución a tanta crítica al medio televisivo que, si bien debe existir, debería empezar por una autocrítica personal de cada uno como telespectador.

Pero también es verdad que algunos responsables de los canales erigen, por conveniencia, a la audiencia y la entronizan como el paradigma de la ecuanimidad. Las audiencias mandan, ellas son cada día, con su veredicto, las que conforman nuestra actividad, dicen.

En cierto modo, el actual modelo generalista se está difuminando sumergido en el marasmo de dígitos a la que le ha conducido esa dictadura del audímetro. De tal forma que no se puede asegurar ciertamente que sus contenidos satisfagan realmente a los espectadores, ni siquiera que se esté haciendo la televisión que les gusta.

EN EL DOMINIO DE LA CUALIDAD

El argumento más extendido por parte de las televisiones es aquel de que en todo momento se da a los espectadores lo que éstos reclaman. Y para confirmarlo exhiben las cifras de audiencia. Es más, se elevan a categoría moral algunos simples resultados de audiencia. En el fondo, la falacia está servida. Cantidad equivale a calidad. Un programa es bueno si es seguido por una cifra alta de telespectadores. Se suele hablar mucho de raiting y de share, dos parámetros que indican sólo cantidades de consumo televisivo, pero se habla poco de índice de agrado de un programa, un parámetro que existe pero que en pocas ocasiones se recurre a él.

Conceder la soberanía televisiva a la audiencia en términos sólo cuantitativos es una de las grandes falacias. Quizás llegados valga la pena tener en cuenta las acertadas reflexiones de Popper, cuando decía: «Resulta muy instructivo ver cómo los responsables de televisión enjuician hoy el problema desde su medio… Hace pocos años me encontré en Alemania con un director de una cadena que junto con sus colaboradores asistió a una de mis conferencias. Prefiero no citar nombres. Este director defendió una serie de tesis horrendas que, naturalmente, consideraba en su totalidad como justas y acertadas. Por ejemplo, opinaba que "hay que ofrecer a la gente lo que ésta quiere ver". ¡Cómo si de la mano de los porcentajes de audiencia pudieran comprobarse sin más los deseos de las personas! Lo que puede leerse en los porcentajes de audiencia es, en el mejor de los casos, las preferencias en la selección de los programas ofrecidos. Por ello no podemos saber en absoluto, de las manos de estas cifras, lo que deberíamos o tendríamos que ofrecer; tampoco el director de esta cadena de televisión puede saber lo que elegiría el público si hubiera otras ofertas alternativas. Desde luego, estaba convencido de que sólo es posible elegir dentro del marco de lo que es ofrecido realmente. Pero no podía haber una alternativa. La discusión con él fue realmente increíble. Al final opinó incluso que su actitud estaba corroborada por los "principios de la democracia"; se sentía obligado a seguir la dirección que él consideraba como democrática, y que era capaz de comprenderla, en su opinión más popular»9.

PROGRAMAS-AUTOBÚS

Si tenemos en cuenta esos índices de audiencia a los que nos referiremos en términos críticos en cuanto a su solvencia, una simple mirada a un día cualquiera bastará para darnos cuenta que la gran mayoría de los espectadores tiene una visión parcial, fraccionada, mosaico, de la programación, en cuanto ven retazos de programas y sólo ven algunos, muy pocos, en su totalidad.

Este fenómeno, que productores y programadores asumen, da como resultado la necesidad de crear un tipo de formatos diversos pero con una misma estructura, ligera, fácil, propia de ese tipo de audiencias que «picotea» en la programación.

Este planteamiento, al menos en las televisiones generalistas, está relacionado con esa forma de ver televisión a la que antes aludíamos, cada vez más compulsiva y que lleva a los espectadores a consumir televisión saltando de programa en programa.

Así nacen esos programas de tipo mosaico. Programas que facilitan el seguimiento de los mismos y la integración de la audiencia cuando el programa lleva ya tiempo de emisión. Son formatos light, de estructura sencilla y de fácil asimilación por parte de los telespectadores, que permiten ser seguidos en cualquiera de sus tramos, sin necesidad de conocer su comienzo o arranque o esperar su desenlace o final. Son puzzles o «programas autobús», ya que permiten subirse a ellos y bajarse en cualquier momento sin perder trama o ligazón alguna.

Su catálogo comprende desde determinados formatos de tipo concurso hasta programas de «cotilleo» llamados del corazón, «crónicas sentimentales», pasando también por las nuevas fórmulas de talk show. Y por supuesto tienen también cabida los nuevos formatos bautizados como reality soap y no show, en clara referencia al carácter melodramático de las telenovelas.

NUEVOS PROTAGONISTAS

El actual encarecimiento de los denominados costes de producción ha conducido también a recurrir a esas fórmulas light a las que hacíamos referencia, desarrollándolas de maneras diversas. Una de ellas consiste en convertir al público telespectador en el auténtico protagonista de los programas. Existe una cierta tendencia a entronizar al hombre de la calle, al telespectador medio, como principal protagonista de los programas. Bien se trate de los tradicionales concursos modelados y encelofanados de forma que parezcan más novedosos: los vídeos amateurs que convierten en auténticos realizadores de televisión a los telespectadores, u otros en los que sus hijos emulan a los cantantes de moda, vistiéndolos como ellos y creando alrededor de ellos el glamour que rodea a éstos, o bien en curiosas fórmulas «modernas» recientes que, so pretexto de experimentos sociológicos propios de una televisión avanzada, entronizan de lleno la telebasura.

El espectador cambia así su papel convirtiéndose en alma y protagonista del show televisual, en un modelo donde hay que ganar audiencia y showmatizarlo todo. La audiencia es la protagonista. El telespectador, convertido en protagonista, busca el minuto de celebridad al que todo hombre aspira, según Warhol.

Detengámonos aquí en aquellos que se han calificado como reality soap y cuyo ejemplo más representativo lo tenemos en el formato holandés de la productora Endemol, «Big Brother» o «Gran Hermano». El encerrar a una serie de personas en una casa aislada, rodeada de ojos catódicos, asistiendo a sus confesiones y a las sucesivas eliminaciones hasta que uno solo quede finalista, era todo el argumento de este formato renovador. En España, Telecinco se ha servido por tres años del mismo para completar una experiencia programática que he bautizado como «estrategia de irradiación», orientada a fidelizar la audiencia.

El experimento ha servido para que durante los meses que ha durado la experiencia de «Gran Hermano», Telecinco liderase las audiencias mensuales, pero que volviera a perderlas en el momento en que acabó el programa. En su segunda y tercera edición, los resultados fueron parecidos pero denotan un cierto cansancio del público.

También Antena 3, participada accionarialmente por Telefónica, que había comprado la productora Endemol, propietaria de estos formatos, puso en antena otro de ellos «El Bus». El ejercicio programático era el mismo  — l a «estrategia de irradiación»—, sólo que esta vez el programa en prime time no alcanzó la audiencia esperada y por tanto el efecto irradiación no funcionó. El resultado fue una notable crisis en la parrilla de programación de la estación otoñal en ese canal y la demostración de la fragilidad de las parrillas si éstas no se construyen sólidamente.

FIDELIZAR A CUALQUIER PRECIO

Vemos así que esos experimentos sociológicos son en realidad estrategias de programación orientadas a la rápida fidelización de la audiencia y a técnicas persuasivas que mejoren los resultados de ésta, en las franjas menos agraciadas de la programación de las cadenas emisoras. Fidelizar a cualquier precio es el objetivo, alcanzar audiencias que proporcionen rápidos beneficios.

En ese sentido y sin entrar en pormenores apuntaría solamente algunas de las consecuencias a que esto nos ha llevado: un mayor nivel de manipulación en los contenidos (todo vale con tal de conseguir «espectáculo»); trivialización de los temas importantes, tratados por personas no cualificadas; afán por inmiscuirse en la intimidad de las personas; falta de interés por todo aquello que representa una renovación creativa.

Si la televisión aparece dominada por la posibilidad de que la audiencia incida sobre los programas (muchos de ellos han tenido que ser suspendidos precisamente por falta de audiencia), el papel del espectador singular está siempre reducido a la uniformidad del comportamiento mediático. Porque son las televisiones quienes aprietan la soga al cuello, son ellas en definitiva las que cancelan los programas. A veces lo hacen de una manera absurda, de improviso; otras por falta de paciencia o de una mala estrategia programática. Programas que podrían haber dado su juego son sacrificados en aras de la escasa audiencia conseguida. Por otra parte, los espectadores apenas han tenido conocimiento de ellos, simplemente han visto otros sin tener tiempo de aproximarse a esa novedad que podría haber gozado de su estima.

Hemos visto cómo el mal gusto se ha ido apoderando de algunos programas. Cómo determinadas estratos sociales han dejado de ver televisión y cómo ésta se somete a un rígido control de compraventa, en el que el espectador es todopoderoso a la vez que se convierte en la moneda de cambio de este negocio.

Apuntaba al principio que este análisis iba a resultar un poco radical. Afortunadamente, hay todavía programas de interés y valor en las parrillas de programación.

EL NARROWCASTING

Nos hemos referido hasta ahora al modelo generalista, ese modelo que tiene que ver con la neotelevisión, y que abre una nueva etapa con un todavía mayor fraccionamiento de la audiencia, debido a la multiplicidad de ofertas. De alguna manera se corresponde con esa etapa que se ha venido a denominar narrowcasting, un proceso superior al broadcasting cuyo referente sería la televisión que hasta hace años disfrutábamos.

Pues bien, el narrowcasting hace referencia a un tipo de programación muy cuidada, dirigida a un público concreto y específico, un eslabón más en esta cadena: programas concretos para públicos específicos. En definitiva, si el broadcasting suponía el pret a porter televisivo, con el narrowcasting hemos llegado al traje a medida. La irrupción de los new media ha venido a enredar más esta compleja madeja televisiva. Los satélites, el cable y sobre todo la digitalización  —o mejor dicho, la convergencia de estas nuevas tecnologías— están desarrollando ya nuevas fórmulas que traen como consecuencia lo que, ya en los años setenta, se denominaba «televisión de la abundancia». A éstas habrá que añadir los teléfonos de nueva generación; apunto aquí sólo la importancia que éstos van a tener como nuevo soporte de los contenidos televisuales interactivos.

Estas tecnologías van a intervenir directamente en los contenidos. Va a cambiar —de hecho ya está cambiando— la forma de ver y entender la televisión y, por tanto, el negocio televisivo y quizás también la manera de hacer y construir los productos televisuales. En una primera etapa van a convivir programas convencionales con otros novedosos de servicios, ampliando la gama de prestaciones de la televisión; más tarde aparecerán nuevos formatos.

Cuatro ventajas podemos adscribir a lo digital frente a lo analógico: a) aumento de la cantidad de programas (o canales) disponibles en emisoras que lo permiten o hacen posible, b) Mejora de la calidad de la señal y, por tanto, de la imagen que se recibe, c) Oferta de servicios (de valor añadido) y no sólo de información y entretenimiento, d) Posibilidades cada vez mayores de interactividad.

En este nuevo panorama, donde la publicidad no será la única y más importante fuente de financiación, parece que la medición de audiencias estará destinada a un cambio radical, buscando más el índice de agrado del programa, por parte del espectador, que su consumo indiscriminado.

Hay que pensar que estamos ya frente a un tipo diferente de hacer televisión; de ruptura definitiva con el sistema generalista. Estamos ante el fenómeno que ha venido a denominarse time shifting: ruptura de la programación horaria tal y como hoy se entiende, derivado de la programación personal del consumo, posibilitada por las nuevas tecnologías, que lógicamente dejaran ver sus efectos sobre la forma de gestión del negocio televisivo.

¿Qué quedará del broadcasting? Este sistema convivirá durante algún tiempo con el narrowcasting integrándose dentro de él como una oferta más. El avance de las televisiones temáticas es un hecho imparable, a pesar incluso de la baja calidad con que éstas han despegado en algunos países. Según Screen Digest, sólo en Europa han nacido en los últimos años más de cien canales temáticos. El ritmo de crecimiento es notable. Es cierto que muchos de ellos apuntan al deporte y al cine, pero otros muchos se dirigen al mundo de la música, la divulgación médica o científica y las artes.

¿Podemos ver en este fraccionamiento de la audiencia una solución al problema de la televisión generalista, que es pan para todos, y una nueva posibilidad de una televisión de mayor calidad? ¿Una alternativa al telespectador compulsivo? La respuesta estará siempre en los contenidos y en la reacción de este nuevo espectador frente al nuevo reto.

Quisiera haber llamado la atención sobre el papel que juega el espectador televisivo atrapado en ese juego de audiencias y en ese nuevo paisaje dominado por tecnologías emergentes. Con todo, la clave está, insisto, en los contenidos de los programas.

Por ello quiero terminar con una receta. Es de sir David Puttnan, quizás el más reconocido productor de cine y televisión de Europa, entre cuyos títulos están La misión, Carros de fuego o Los gritos del silencio. Con motivo de la concesión del premio Luka Brajnovic (un profesor mío, que ha dejado honda huella en algunas generaciones de periodistas) reconocía Puttnan: «Los artistas creativos y aquellos que trabajan con ellos, tienen, a mi juicio, la responsabilidad moral ineludible de arriesgarse, de inspirar, de preguntar, de afirmar, así como de entretener. Las películas, los programas de televisión, los nuevos medios electrónicos son mucho más que entretenimiento y mucho más que oportunidades de negocio. Sirven para reforzar o recabar la mayoría de los grandes valores de la sociedad. Si la industria falla en el uso responsable y creativo de estos medios, si se tratan simplemente como "industrias de consumo" más que como fenómenos culturales complejos —que eso son propiamente—, entonces se corre el riesgo de dañar, de manera irreversible, la vitalidad de la sociedad».

Hay quienes proclaman que debemos reinventar la televisión. Pienso que sólo desde la creatividad y el respeto al espectador podemos hacer de este medio un instrumento de información, recreo amable, estimulante e inteligente que nos haga cada vez sentirnos más libres como personas y como espectadores.

NOTAS
1 · Dominique Wolton, Elogio del gran público, GEDISA, Barcelona, 1992, pág. 25.
2 · Raymond Willians, Television, Tecnology and Cultural Form, Routledge, Londres, 1990, pag. 144.
3 · J. Haldi, cit. por W. Heat Sindey en Brodcast Cable Programing, Wasword Publishing Company, Belmont, 1989, pág. 4.
4 · José Ángel Cortés Lahera, La estrategia de la seducción, EUNSA, Pamplona, 1999, pág. 58.
5 · Paolo Carmignani, «L’ascolto», en Guido Barlozatti (comp.), II palinsesto, Franco Angeli Libri, Milán, 1986, pág. 131.
6 · Carlo Freccero, «La valeur d’usage de l’audience», en Dossier de l’audiouvisuel  nº 41, pág. 16.
7 · Francisco Iglesias,  «La maduración de las audiencias», en Comunicación y Sociedad, vol. VIII, núm. 1, págs. 98 y 99.
8 · Dominique Wolton, cit., pág. 33.
9 · K. R. Popper y J. Condry, Cattiva maestra televisione, I libri di Rest. Donzeli, Milán, pág. 35.

Vicedecano de la Facultad de Humanidades y CC de la Comunicación de la Universidad San Pablo CEU, Madrid