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En la mayoría de los países, ricos, pobres, desarrollados o en vías de serlo, aparecen -invariablemente- rebajas fiscales en los programas de los partidos políticos inmersos en campañas electorales. No importa el color o la ideología del partido gobernante, ni tampoco la de los opositores que aspiran a destronar al Gobierno de turno, todos incluyen entre sus propuestas reducciones en materia impositiva. La razón es obvia: ¿qué es lo que maximizan los políticos? La victoria electoral. Para lograr ese objetivo de obtener la mayor cantidad de votos, saben que son necesarios ciertos anuncios en el ámbito económico, ya que la decisión de los votantes en las urnas viene determinada por las cuestiones económicas, sobre todo cuando se está en un momento bajista del ciclo económico. Y de más está decir que los ciudadanos son especialmente receptivos cuando se trata de mejoras o beneficios en materia tributaria, ya que como suele decirse, el bolsillo es el órgano más sensible.

La proximidad de elecciones generales en nuestro país no es una excepción a la regla. Zapatero y Rajoy -enrolados en un duelo de promesas electorales- pujan al alza en cuanto a mejoras de la calidad de vida de los ciudadanos, y a la baja en la otra cara de la moneda: la financiación del gasto público. A las pruebas me remito, basta con repasar la prensa española de las últimas semanas para corroborar esta aseveración. El presidente del Ejecutivo, Rodríguez Zapatero, anunció hace un tiempo su intención de suprimir el impuesto del patrimonio, e introducir rebajas en el IRPF para aliviar la presión fiscal de los ciudadanos si gana en la cita electoral del 9 de marzo. Por su parte, el Partido Popular ha asegurado que aprobará un nuevo régimen (más progresivo) para el IRPF que reducirá la tributación del conjunto de los contribuyentes, y -directamente- eliminará el impuesto para aquellas personas con ingresos inferiores a los 16.000 euros. Además, han prometido una rebaja adicional de este impuesto para las mujeres trabajadoras. Como si esto no fuera suficiente, han anunciado también la reducción del impuesto sobre sociedades (del 30 al 25%, e incluso rebajando la alícuota del IS al 20% para las empresas con una facturación inferior a los seis millones de euros anuales); al mismo tiempo que proponen la total eliminación del impuesto sobre el patrimonio. Si descendemos al ámbito autonómico o municipal -aunque con menos competencias en materia de tributos- se repite la misma historia, con reducciones fiscales para todos los gustos y de todos los colores. Pero, como señalé anteriormente, estas subastas impositivas no son utilizadas exclusivamente por nuestro país. En Estados Unidos, donde también las elecciones presidenciales son inminentes, el presidente Bush ya ha anunciado medidas urgentes para frenar la posible recesión que se avecina, entre las que se encontrarían devoluciones de impuestos a los ciudadanos y reducciones impositivas para las empresas, tal y como publica The Wall Street Journal.

Los ciudadanos, desde las gradas -y casi a boca de urna-, aceptan de buen grado todo tipo de reducciones o beneficios fiscales que impliquen conservar más renta en sus carteras, aunque está claro que la gran lidia se juega en dos impuestos fundamentales: el IRPF y el Impuesto de Sociedades. Aunque el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas es un tributo antiguo, su evolución -hasta desempeñar el papel fundamental actual en los sistemas recaudatorios de los países- está estrechamente relacionada con el imparable crecimiento del sector público en Europa, y con el fin de llevar a cabo una supuesta redistribución de la riqueza a favor de los grupos de ingresos más bajos a través del -cada vez más omnipresente- Estado del bienestar. En los comienzos, la aplicación de este tipo de impuesto, sólo alcanzaba a aquellas personas con niveles de ingresos más elevados como sujetos pasivos (quienes debían tributar), pero pronto se comprobó que esa presión fiscal generaba desincentivos al emprendimiento empresarial y al esfuerzo personal, produciendo efectos no deseados, como la deslocalización de industrias, el éxodo de los trabajadores más cualificados, etc. Al final, ese modelo acabó tornándose insostenible y se hizo necesario gravar también las rentas de las clases medias y bajas, transformándose en lo que este tributo es en la actualidad: un impuesto que se financia básicamente por los rendimientos del trabajo y las actividades profesionales y, sólo exiguamente, a través de los rendimientos derivados de los ingresos del capital. Si los que eran beneficiarios de la redistribución en el reparto de la tarta pasan a ser los sufragantes mayoritarios de la misma, puede que a los ciudadanos dejen de interesarles esos dulces. Vamos, que los contribuyentes se han dado cuenta que sus ingresos están gravados de tal forma que lo que tributan es -a veces- más de lo que finalmente reciben de esa redistribución, y por ello, exigen rebajas fiscales para aliviar sus pesadas cargas.

En este sentido, es perfectamente racional la postura de los distintos partidos políticos que tratan de ofrecer propuestas que reflejen las preferencias de los votantes, esto es, menos impuestos. Pero cuidado, unos y otros -políticos y votantes- deben ser conscientes -y responsables- de sus promesas. Los políticos deberían incluir en sus cálculos -y comunicarlo a los ciudadanos- que la reducción de impuestos podría implicar una disminución sustancial de los ingresos públicos y, por tanto, una menor disponibilidad de recursos presupuestarios y menor poder con el que jugar y negociar. Lo que ocurre en la realidad es que los candidatos olvidan rápidamente las promesas realizadas, justamente porque nadie quiere renunciar a su cuota de poder, y así es que asistimos a situaciones como las de esta última legislatura, donde finalmente la presión fiscal ha aumentado -en vez de reducirse como se había prometido- en dos puntos porcentuales, con lo que los ciudadanos han visto reducirse cada vez más su renta disponible. Podría argumentarse que las rebajas de impuestos no tienen que implicar necesariamente una disminución en los beneficios o servicios para los ciudadanos, si se realiza una mejor gestión, si se reducen tramitaciones burocráticas que impliquen pérdida o malgasto de caudales públicos, o incluso si se persigue con mayor intensidad el fraude fiscal. Pero lo cierto es que aunque estos mecanismos pueden servir para mantener el equilibrio en las arcas del Estado, aun bajando algo los impuestos, los políticos deberían considerar que una rebaja impositiva podría suponer una reducción importante de ingresos públicos, que puede verse compensada sólo parcialmente por una gestión más eficiente. Por su parte, los individuos deberían aprender «que no se puede estar en misa y repicando», es decir, no se puede pedir al sector público una disminución de la presión impositiva y al mismo tiempo exigir que el Gobierno satisfaga un número cada vez mayor de demandas sociales, alegando la existencia de unos supuestos derechos adquiridos garantizados por el Estado del bienestar. Al fin y al cabo, los propios ciudadanos, deberían ser capaces por sí mismos de proveerse un gran número de bienes y servicios que en la actualidad son suministrados por el Estado.

El Impuesto de Sociedades es el otro gran caballo de batalla, tal y como lo demuestran los programas electorales de todas las formaciones políticas ante la contienda electoral. En relación con este tributo, la mayoría de los partidos argumentan que existe un margen de reducción de los tipos actuales como mecanismo de atracción de la inversión, aumento del nivel de la productividad e incremento de las rentas salariales. Y además, se señala que este crecimiento económico, impulsado por la reducción de este impuesto, serviría para compensar holgadamente la posible reducción de ingresos fiscales. Lo cierto es que, en un mundo globalizado donde cada vez importa menos la situación física de las empresas, se ha creado una fuerte competencia mundial por atraer el capital hacia los países más competitivos, y una de las zanahorias más utilizadas para atraer la inversión parece ser el Impuesto sobre Sociedades. La evidencia empírica así lo demuestra, y un caso paradigmático es el de Irlanda, donde se cuenta como anécdota que hace ya mucho tiempo los escoceses inventaron el whisky para destruir a los irlandeses, pero éstos reaccionaron rápidamente y rebajaron el Impuesto de Sociedades al 10%. En la actualidad el tipo impositivo de este tributo en Irlanda es del 12,5%, y no hay más que ver la inmejorable posición que ocupa este país en el contexto económico mundial. De hecho, han tenido durante los años noventa un desarrollo económico espectacular convirtiéndose en el segundo país con mayor renta per cápita de Europa y el cuarto a nivel mundial. De esta manera, igual que Irlanda u otros países de Europa como Bulgaria o Lituania (con impuestos de sociedades en torno al 10%), España puede aprovechar esta ocasión para reducir los impuestos a las empresas con el fin de atraer inversiones de alto valor añadido y estimular el tan necesitado crecimiento económico. Es más, las empresas deberían comprometerse a llevar a cabo políticas activas (formación de los trabajadores cualificados, programas en inversión en I+D+i…) conjuntamente con el sector público, con el objeto de aumentar la productividad de la economía española y situar a España en la pole position de las países más avanzados.

Como en tantas otras ocasiones, serán los ciudadanos los que admitan a sí mismos que verse aliviados en la presión impositiva implica un trade off en donde puede que tengan que resignarse a renunciar a demandas satisfechas anteriormente por el Estado benefactor, ya que confiar que los políticos cambien sus discursos es muy difícil. Es probable que digan que van a rebajar impuestos, incluso si no lo van a hacer o piensan que no podrán hacerlo; o que se sinceren y nos aclaren cuáles pueden ser las consecuencias negativas -algunas habrá- de disminuir la presión fiscal. Recuerden el cuento del cocodrilo y el escorpión donde éste le pide a aquél que lo ayude a cruzar el río, a lo que el cocodrilo contesta: no, que me vas a picar. Al fin lo convence y encontrándose ambos en la mitad del cruce, el cocodrilo siente un pinchazo agudo y comprende que el veneno esta entrando en su cuerpo. ¿Qué has hecho, no ves que ahora moriremos los dos? No he podido evitarlo, está en mi naturaleza.