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DANIEL BELL nació en los Estados Unidos en 1919. Ha enseñado en las universidades de Chicago y Columbia, y actualmente es miembro de la American Academy of Arts and Sciences. Los principales hitos de su producción intelectual —además del libro que nos ocupa— son sus siguientes obras: Work and its Discontens (1956), donde comenzó a establecer sus tesis del agotamiento de la moral del trabajo; El fin de la ideología (1960), en el que desarrollaba la idea de. la desaparición de la ideología en las sociedades capitalistas avanzadas; El advenimiento de la sociedad posindustrial (1973), obra fundacional en la que se sientan las principales líneas teóricas de las características e implicaciones sociales de la economía de servicios basada en la información; y, por último, The Winding Passage (1980), donde vuelve a incidir en la crisis cultural de la modernidad. Asimismo, ha publicado infinidad de artículos, a la vez que ha formado parte del consejo editorial de revistas de la talla de Common Sense, The New Leader y Fortune. También ha encabezado la edición de libros colectivos, entre los cuales destaca Las ciencias sociales a partir de la II Guerra Mundial (1982).


Bell forma parte de un reducido grupo de autores a quienes el calificativo de sociólogo se les queda corto, pues su obra ha fondeado en los caladeros multidisciplinares de la economía, la cultura, la religión, la política, las artes, la literatura y la teoría sociológica, entre otros; siempre con un espíritu omnicomprensivo que ha intentado dar cuenta de los tan sutiles como innegables lazos que se establecen entre todos los niveles de la realidad; y ello desde una elegancia visible tanto en su estilo como en el refinamiento intelectual de sus perspectivas. Una pretensión tan fáustica no podría menos que ofrecer algunas debilidades, y es precisamente esa elegancia de su enfoque la que lastra en ocasiones el rigor estrictamente científico de sus trabajos, tan propensos a deslizarse por las pendientes del ensayismo. Una objeción, en cualquier caso, menor, si se atiende a la perspicacia de sus propuestas, y, sobre todo, a que el mismo Bell es plenamente consciente de estos riesgos.


La década de los sesenta tuvo importantes consecuencias en los planos político y social, que fueron inmediatamente trasladadas al intelectual. Los Estados Unidos sufrieron por primera vez una derrota militar, y el movimiento estudiantil formó un frente que cuestionaba abiertamente los valores de una sociedad instalada en el bienestar, el consumo y un razonable funcionamiento institucional. Por otra parte, las manifestaciones culturales y artísticas estaban dominadas por unas vanguardias cuyos valores parecían antagónicos a aquéllos que habían constituido el tradicional sustento de la cultura americana y, por ende, de la occidental. Todo esto produjo un natural desconcierto entre los intelectuales, pues, de forma aparentemente paradójica, buena parte de los impulsos profundos de estos acontecimientos chocaban frontalmente con las tendencias predominantemente liberales (en el sentido norteamericano del término) del stablishment académico. Curiosamente, las consignas lanzadas desde los campus universitarios nunca tuvieron como objetivo fundamental el minoritario sector de intelectuales de orientación conservadora.


No se puede entender la eclosión del movimiento neoconservador si no se atienden a estas premisas. Daniel Bell es uno de sus más conspicuos representantes, junto a Kristol, Nisbet, Glazer, Novak, Lipset, Shils, Podhoretz, Huntington, Kickpatrick, Brezinsky, Wildousky y Banfield, entre otros. El término neoconservador fue popularizado en 1979 con la publicación de la obra de Steinfels The Neoconservatives. Todos, con la excepción de Kristol, rechazaron tal denominación por considerarla inexacta, cuando no peyorativa, aunque finalmente se resignaron a aceptarla con no pocas dosis de ironía, como en el caso de Bell, quien no en vano suele repetir que se considera socialdemócrata en lo económico, liberal en lo político y conservador en lo cultural. Una declaración que muchos de los autores anteriormente mencionados distarían mucho de suscribir, pues el neoconservadurismo constituye una amalgama de orientaciones teóricas en absoluto monolítica, a pesar de los obstinados intentos de simplificación, no pocas veces interesados, que se han hecho de sus presupuestos. No obstante, se pueden reconocer en esta corriente ciertas líneas de intereses y propuestas comunes.


El centro argumental de las mismas es la aceptación de la conciencia moderna, expresada fundamentalmente a través de la racionalidad funcional del cálculo y la eficiencia. En términos sociológicos, esto se traduciría en la asunción no resignada del «desencantamiento del mundo» que diagnosticó Weber a principios de siglo, y que conlleva la fragmentación de las cosmovisiones y, por tanto, la experiencia del relativismo. En términos generales, el neoconservadurismo es un movimiento formado por antiguos liberales, bastantes de ellos provenientes de la izquierda radical (como el mismo Bell, que a la temprana edad de los trece años ya militaba en la Young People’s Socialist League), que reaccionaron ante la experiencia de los años sesenta decantándose por la defensa de las instituciones norteamericanas y, muy especialmente, del capitalismo. Escéptica con respecto a las utopías de todo signo, esta corriente adopta una ética de responsabilidad frente a la cosmovisión relativista y una actitud pragmática desde el punto de vista político. Asimismo, defiende a ultranza los valores de la libertad y la responsabilidad, y considera que el fenómeno religioso tiene que desempeñar un importante papel en la crisis de la modernidad. El neoconservadurismo ha tenido amplia repercusión por sus planteamientos críticos con respecto al Estado de bienestar. Éstos se fundamentan en la constatación de la sobrecarga de demandas y concentración de expectativas que aquél ha generado, así como en la crisis de legitimación que se produce en el sistema político, al verse éste incapaz de satisfacerlas. Aunque, como telón de fondo, subyace la idea de que la crisis del Estado de bienestar y, en general, de la modernidad, es básicamente moral y espiritual. Sobre este último punto han girado buena parte de las aportaciones neoconservadoras, con diversa fortuna. Aquí es donde Bell destaca por el refinamiento y la solidez de su análisis.


Las contradicciones culturales del capitalismo fue publicado en 1976 (en la reedición de 1996, el autor introdujo un epílogo en el que entra con tono polémico en algunos debates de la actualidad, pero no afecta a los argumentos centrales de la primera edición de su obra), aunque es, en realidad, una recopilación de artículos escritos en su mayoría en la década de los sesenta. El tema fundamental es una descripción crítica de la cultura emergente en la sociedad posindustrial, destacando sus elementos contrarios a los requerimientos del capitalismo. Para ello, Bell distingue en la sociedad tres estructuras diferenciadas: la tecnoeconómica, el orden político y la cultura. Cada una de ellas posee distintas lógicas y ritmos de cambio que, a su vez, legitiman tipos de conducta no sólo diferentes, sino incongruentes entre sí. Al orden tecnoeconómico concierne la organización de la producción y la distribución. El principio axial es la racionalidad funcional, expresada a través de la eficiencia y la optimización de los resultados económicos. Su estructura axial es la burocracia y la jerarquía que desemboca en la especialización de las funciones en la producción. En esta estructura, la persona se cosifica debido a la posición subordinada del trabajo a los estrictos principios de las organizaciones.


El orden político es el campo de la justicia y del poder sociales. Su principio axial es la legitimidad, y presupone la existencia de ciudadanos iguales y responsables ante la cosa pública. La estructura axial es la de representación o participación. Los aspectos administrativos de este orden pueden ser regidos por sistemas tecnocráticos, pero, dado que la acción política trata de reconciliar intereses a menudo contradictorios entre sí, las decisiones últimas en este ámbito se toman mediante acuerdo o por ley, es decir, atendiendo a una racionalidad distinta a la tecnocrática, que es la prevaleciente en el orden tecnoeconómico.


El tercer orden es el cultural. Siguiendo a Cassirer, Bell concibe la cultura como el campo del simbolismo expresivo, es decir, los esfuerzos en las artes, la literatura, la poesía o las diversas formas de expresión de las religiones a través de liturgias y rituales que tratan de explorar los sentidos de la existencia humana de alguna forma imaginativa. Expresamente, no incluye en esta definición la ciencia y la filosofía. Esta concepción de la cultura atiende a las formas en que las sociedades se han enfrentado secularmente a las grandes cuestiones existenciales. Es la expresión, en última instancia, de los mecanismos de búsqueda del sentido.


El eje de la argumentación de Bell es que existen distintos ritmos en el desarrollo de estos tres órdenes; es más, se da el caso de que existe una contradicción flagrante entre los requerimientos del orden tecnoeconómico los del cultural. ¿A qué se debe esto? Para contestar a esta pregunta debemos adentrarnos en su análisis de las características de la cultura contemporánea. La cultura moderna está constituida por un principio axial: la expresión y la remodelación del yo para lograr la autorrealización. En esta búsqueda, no existen fronteras a la experiencia: nada está prohibido y todo debe ser explorado. Es una forma de hedonismo sin alma en el que el principio de jerarquía de las virtudes —tal como existía, por ejemplo, en la antigüedad— se ha desvanecido. Ahora la preocupación de este yo es la autenticidad individual, libre de artificios y convenciones, que, como corolario fundamental, establece como preocupación prioritaria de la construcción de la identidad el motivo y no la acción (obsérvese la ruptura esencial con la ética clásica). De forma significativa, esta inversión valorativa se constituye en la fuente de los juicios éticos y estéticos. En cualquier caso, no hay que remontarse al clasicismo para encontrar dónde se encuentra la cesura fundamental de esta concepción con respecto al pasado. La versión del modernismo cultural se constituye en una ruptura esencial con la ética protestante que propició la aparición y posterior desarrollo del capitalismo. Esta ética, basada en los valores de la frugalidad, del cálculo racional, la postergación de las gratificaciones, la autolimitación y la contención del yo en una esfera que propiciaba la actividad económica capitalista, ha desaparecido. Es más, la ética protestante —que en ningún caso Bell simplifica hasta el punto de llegar al estereotipo— formaba parte de una unidad cosmovisional que integraba al individuo en otras esferas de valor, tales como la moral, la estética y, por supuesto, la religiosa.


De esta forma, se pueden discernir las fuentes estructurales de las tensiones latentes en la sociedad: las necesidades que requieren tanto el sistema tecnoeconómico (con una estructura burocrática y jerárquica), como el orden político (portador de los principios formales de igualdad y participación) y el orden cultural (fundado en la autorrealización individual y la experimentación) no encajan fácilmente entre sí. El individualismo moderno nació con el Romanticismo, y se caracterizaba por el énfasis en la acción como la forma esencial de afirmación del yo; la expresividad sería la consecuencia natural de esta concepción. Las obras de Schelling, Novalis, Schiller, Jacobi, Schlegel, Herder, Goethe y Fichte son las parteras de una concepción vitalista del ser humano que pone en un primer plano la acción y, por tanto, la experiencia: ser un hombre no es entender o razonar, sino actuar. Lamentablemente, es una experiencia que no aprende nada de sí misma (la segunda parte de Fausto, de Goethe, es una buena prueba de ello). De ahí al irracionalismo sólo había un pequeño paso que Nietzsche y Rimbaud dieron en los planos filosófico y estético estético. Las vanguardias del siglo XX son las herederas de este espíritu.


Las vanguardias, y el arte contemporáneo en general, son portadoras del germen del nihilismo al negar la primacía de la realidad externa como algo dado. Una intuición que ya estaba presente en Descartes y en Kant, pero que toma plena carta de naturaleza en el arte del siglo XX. Se desecha, entonces, la posibilidad de contemplación —theoria— y de enjuiciamiento objetivo de la realidad externa: la expresión artística deviene en una apoteosis descarnada de la subjetividad, una especie de autismo vocinglero bajo el signo de la hybris. La contemplación es sustituida por la sensación, la simultaneidad, la inmediatez y el impacto. Estos valores impregnan la cultura contemporánea e inspiran los comportamientos individuales y sociales, todo lo cual supone el abandono completo de los valores de la burguesía que hicieron que triunfara el capitalismo. La contradicción reside, pues, en la separación entre las normas de cultura y las normas de la estructura social; pero no sólo ahí, sino también en la contradicción que se produce en la estructura social misma: la empresa quiere individuos que trabajen duramente, sigan una carrera y acepten una gratificación postergada; por otra parte, las mismas empresas, a través de sus productos y propaganda, promueven el placer, el goce momentáneo y la autorrealización por vías ajenas a las estrictamente laborales. De esta forma, la cultura moderna ha pasado a ser antiinstitucional y antinómica, y se ha cristalizado en una nueva clase intelectual y un movimiento juvenil que busca su expresión en esa rebelión cultural.


Todo ello no es más que una forma de percibir los efectos que produce la secularización de la sociedad y el progresivo abandono de lo sagrado. Bell afirma que el problema real de la modernidad es el de la creencia, o, más bien, el de su ausencia. Los intentos de sustituir los valores religiosos por los profanos contenidos en la «promesse de bonheur» del arte se han revelado ilusorios. La secularización de la sociedad ha dejado un vacío que sólo podrá ser llenado con una vuelta a lo sagrado; más exactamente, según sus propias palabras, «a alguna concepción de la religión», y esa concepción «no se encuentra en la esfera de Dios o de los dioses. Es el sentido ineludible de lo sagrado, de aquello que está más allá de nosotros y no debe ser transgredido». Esta apuesta la realiza desde una perspectiva sociológica y antropológica más que propiamente mística. Apoyándose en Weber, Scheler, Parsons y Geertz, considera que la religión es una parte constitutiva de la conciencia del hombre: la necesidad de relacionarse con otros, la de determinar un conjunto de significados que establezcan una respuesta trascendente al yo, y afrontar así la irrevocabilidad del sufrimiento y de la muerte. En este sentido, considera fútiles los intentos modernistas de cimentar la convivencia social en una ética fundada en los principios clásicos —y, a la vez, más ingenuos— de la Ilustración. En cualquier caso, se deberían redefinir los espacios propios de lo sagrado y lo profano.


La tensión del pensamiento de Bell se pone de manifiesto cuando sus propuestas pasan del terreno axiológico al del estrictamente político, para lo que parte de un análisis de las deficiencias del Estado de bienestar y sus efectos perversos en las esferas de la economía y de la política. Los fundamentos de la legitimidad del sistema social sólo se pueden hacer viables a través del liberalismo político, pero a condición de que éste pueda divorciarse del hedonismo burgués. Para ello insta a la reflexión sobre lo que denomina la recreación del hogar público, que sólo se puede obtener mediante la elaboración de una nueva filosofía pública que, aunque sólo esboza de forma muy genérica, está teñida de un fuerte carácter aris totélico. El centro del problema reside en pensar —como en la polis— una definición del bien común. Bell parte de la constatación de la pluralidad social de grupos aunados con el objeto de defender sus intereses, lo cual ha provocado la desenfrenada proliferación de sus demandas. Por tanto, existe una segunda cuestión de fondo sobre la que reflexionar que es aneja a la determinación del bien común, pero difícilmente compatible con ella: la satisfacción de los derechos y deseos privados reclamados por los individuos y grupos; en definitiva, un corporativismo que, en muchas de sus facetas, ha sido impulsado por el propio Estado de bienestar. Su respuesta dista de ser concreta —como él mimo reconoce—, pero, no obstante, no deja de ser reveladora: no puede haber un interés predominante cuyas reclamaciones tengan la precedencia en todo momento. Ni el individuo ni el Estado pueden arrogarse el derecho de decir la última palabra. Se deben considerar aquellas reglas, derechos y situaciones que se aplican a todas las personas independientemente de las diferencias, y también aquellas reglas, derechos y demandas relativas a las situaciones en las que hay diferencias relevantes entre los grupos, con el objeto de efectuar las debidas asignaciones. No existen máximas universales; la distinción no puede aplicarse de una manera formal, y sólo en la práctica se la puede dotar de un significado.


La peculiar mixtura de Bell de su análisis de la crisis cultural moderna y su antagonismo con el capitalismo, al igual que sus propuestas, proviene de distintas tradiciones culturales, que van desde el conservadurismo al intervencionismo socialdemócrata, pasando por el liberalismo político. A pesar de la recurrente adscripción de Bell al neoconservadurismo, conforme va pasando el tiempo, el estilo de su pensamiento se hace cada vez más difícil de clasificar en una única categoría.