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Más allá de la imprescindible apelación al beneficio económico, que obviamente les da su principal razón de ser, las empresas de nuestro tiempo se ven cada vez más sujetas a la obligación de conjugar su actividad con las necesidades más acuciantes de las sociedades en las que operan. En ámbitos como el jurídico, la existencia de estas necesidades, si bien no concretadas, quedó sugerida desde hace ya decenios por principios como la sujeción de la libertad de empresa a «las exigencias de la economía general» o la «función social de la propiedad», ambos recogidos en Constituciones como la española, sin ir más lejos.

En lo que al mundo de la empresa se refiere, y sin duda a resultas de lo que a inicios de los noventa comenzó a suceder en Estados Unidos, aquellas necesidades suelen plasmarse en postulados de la siguiente índole: sostenibilidad del desarrollo; honestidad en la gestión general de la empresa (y desde luego en su rama financiera); el respeto a los derechos humanos, especialmente en sus dimensiones más novedosas, cuáles pueden ser las derivadas del uso de las biotecnologías y de las tecnologías de la información y la comunicación, o las que se originan en fenómenos masivos como la inmigración o la participación de la mujer en la vida laboral (con sus evidentes repercusiones familiares). Todos ellos han sido agrupados bajo el marchamo común de Responsabilidad Social Corporativa (RSC). Al respecto, Como señala una de las autoridades españolas sobre la materia, Manuel Escudero, la RSC halla su razón de ser en dos factores característicos de la humanidad de nuestro tiempo: la globalización y las ya mencionadas tecnologías de la información y la comunicación. Son ellas las que habrían hecho posible el surgimiento de una «nueva ciudadanía», a la vez global y autoconsciente, y que justamente es la que está comenzando a demandar de las empresas el respeto a los principios enunciados.

Si se observan con atención, estos principios atañen a algunos de los asuntos sociopolíticos más en la vanguardia de nuestro siglo. En este sentido, la agenda RSC constituye un excelente punto de encuentro para iniciativas sociales procedentes de los distintos ámbitos del espectro político, lo mismo de la izquierda que de la derecha. Piénsese por ejemplo en el interés de la izquierda por políticas de acción positiva en favor de la mujer, o en el interés de la derecha por políticas de promoción y protección de la familia: unas y otras hallan fácil acomodo en la RSC, que de hecho comienza ya a invocarse para justificar su adopción, bien por las propias empresas, bien por gobiernos pioneros.

Al fin y al cabo, la Responsabilidad Social Corporativa se ha erigido ya en un muy serio intento de poner límites a posibles ejercicios omnímodos del poder empresarial o del mercado. Sin perjuicio de la vigencia de cuantas obligaciones jurídicas vinculan a la empresa (muy notablemente por ejemplo el derecho de la competencia), los principios RSC han venido a consagrar el más satisfactorio y completo código ético para las empresas de nuestros días. Un código ciertamente desprovisto de la inexorabilidad propia de la norma jurídica, si bien  reforzado por el hecho de que sus principales destinatarios —las empresas— son asimismo las principales protagonistas de su confección. Todo ello sin perjuicio de que los países exijan a través de normas legales alguno de sus aspectos; y con independencia de que en algunos países —entre otros, España— se haya llegado más allá, al proponerse sus gobiernos imponer a corto plazo su obligatoriedad mediante leyes ad hoc.

Una de las primordiales puntas de lanza de la agenda RSC viene representada por el llamado Pacto Mundial (en su acepción inglesa, Global Compact). Presentada en 1999 por su promotor, Kofi Annan, como una «iniciativa internacional para avanzar en la ciudadanía corporativa responsable», y puesta en marcha en el año 2000, el Pacto Mundial pretende persuadir a las empresas de todo el mundo de la posibilidad de beneficiarse del desarrollo económico global a través de la aceptación y puesta en práctica de políticas empresariales socialmente responsables. El pacto ha sido firmado por todos los Estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y se ha logrado articular hace apenas unos meses en los llamados «Nueve principios», relativos a los derechos humanos, las relaciones laborales y el medio ambiente. Siempre según fuentes de la propia ONU, el pacto aglutina hoy en día a unas mil quinientas empresas de alrededor de setenta países, además de a líderes sindicales y de organizaciones no gubernamentales (ONG).

Convencido de la gravedad del problema, el secretario general de las Naciones Unidas decidió abrir en enero del 2004 un proceso de consultas orientado a añadir, en su caso, un décimo principio a los ya existentes nueve del Pacto Mundial. Se trataba de un principio relativo a la corrupción y su tenor era el siguiente: «Las empresas deberán combatir la corrupción en todas sus formas, incluidas la extorsión y el soborno». Las razones que a tal fin se esgrimía eran fundamentalmente tres. Primera, la corrupción distorsiona la competencia justa entre empresas, al favorecer a la empresa corrupta, sea o no la más apta. Segunda, la corrupción perpetúa la pobreza, pues aleja los beneficios del desarrollo de los sectores sociales desfavorecidos, ya provengan aquéllos del exterior o del interior de un país. Y tercera, se hacía precisa la mención explícita de un problema de tamaña importancia como es la corrupción.

Algunas de las empresas consultadas en calidad de firmantes del pacto expresaron ciertas reservas a la inclusión de este décimo principio, en la opinión de que no son sólo las empresas las que deben actuar contra la corrupción, sino también los gobiernos y los demás agentes sociales. Entre otras, fue principalmente esta opinión la que llevó a la Secretaría General de las Naciones Unidas a suavizar el inicial tenor del décimo principio que, tras la reunión celebrada en Nueva York el 24 de junio de 2004, quedaba oficialmente añadido a los otros nueve del  Pacto Mundial, con el enunciado siguiente: «Las empresas deberán trabajar contra la corrupción en todas sus formas, incluidas la extorsión y el soborno». Afirmar que la corrupción es uno de los grandes problemas del siglo XXI es por supuesto tautológico. Por eso bastará un solo dato para justificarlo: como ha recordado Chuck Hardwick, vicepresidente de la multinacional Pfizer, nada menos que tres billones de dólares se gastan cada año en sobornos a lo largo y ancho del mundo. Una inmensa cantidad de dinero que, bien invertida, podría lógicamente revertir en favor de pueblos o colectividades indiscutiblemente necesitados. Y parece natural que un problema de semejantes dimensiones, por más que sea tan antiguo como la historia y tan ubicuo como el aire, despierte un creciente interés en gobiernos y organizaciones internacionales, pero también en diversos sectores académicos, alarmados ante la posible implicación de cargos o funcionarios públicos en episodios más o menos graves de corrupción.

A fin de cuentas, la ética en la gestión de los asuntos públicos se ha convertido ya en un elemento clave de gobernanza, y más concretamente aún, de legitimidad, para gobiernos y administraciones. Más en particular, respecto de los países en desarrollo, recientes encuentros multilaterales de máximo nivel y más que autorizadas voces de instituciones como el Banco Mundial han denunciado la corrupción como el principal obstáculo para el desarrollo, mientras en consecuencia preconizan la ética en la gestión pública como el factor capital para el progreso político, económico y social.

Y este interés por la vertiente pública de la corrupción, palpablemente generado en Estados Unidos desde mediados de los setenta o en la Europa de los primeros noventa, es el que ahora brota por su vertiente privada de la mano del Pacto Mundial de las Naciones Unidas. Debido a ello, y a lo que más adelante se explica, la inclusión de la corrupción como décimo principio del pacto no puede dejar de saludarse como un paso trascendental, que además goza de pleno sentido, por las razones que a continuación detallaremos.

En primer lugar, porque la corrupción vendría a representar un verdadero problema-gozne entre los ámbitos de la ética pública y de la ética privada. Del mismo modo que la conducta de los cargos y funcionarios públicos es punto esencial de atención para la ética pública, así la conducta de los agentes privados es crucial objeto de atención para la ética empresarial. Una ética que acabamos de ver magníficamente plasmada en los principios de la RSC y, más específicamente, en los ya diez principios del Pacto Mundial.

Además, la redacción final de este décimo principio incorpora una noción profundamente amplia de corrupción. De hecho, y como principal acierto, hemos de llamar la atención sobre la renuncia a definir lo que ha de entenderse por corrupción: en múltiples campos académicos se han llegado a verter océanos de tinta intentando esa definición, sin que ninguna haya logrado una formulación plenamente satisfactoria. Todo lo más, se ha asumido como una convención, sobre todo para su uso en normas jurídicas o en códigos de conducta nacionales o internacionales, la fórmula que la identifica con «el uso en provecho privado de un cargo o función públicos», siendo particularmente notoria la ulterior dificultad de concretar el significado de la expresión «provecho privado» en ese contexto, si bien se suele estimar que en todo caso comprende el lucro (pecuniario o en especie). Esto es por lo demás lo que se entiende vulgarmente por corrupción. El silencio de los redactores del Pacto Mundial es el que precisamente contribuye a considerar que es esta acepción a la vez convencional y vulgar de corrupción a la que el décimo principio se refiere. Y abona también esta interpretación el último inciso del principio, al indicar explícitamente que «la extorsión y el soborno» han de estimarse incluidos, por más que el vocablo «extorsión» presente una ambigüedad excesiva: al postre, el soborno de cargos o funcionarios públicos constituye la actividad corrupta paradigmática.

En tercer lugar, esta iniciativa se ha erigido en una suerte de «complemento en positivo» para la Convención de la OCDE sobre corrupción en transacciones comerciales internacionales, firmada en 1997. Es un complemento, pues incide en la conducta de las empresas: la Convención proscribe el soborno a cargos o funcionarios públicos extranjeros o de organizaciones internacionales. Pero lo es «en positivo», a diferencia de la Convención OCDE, que opera «en negativo», pues mientras que esta última invita a los Estados signatarios a tipificar como delito los comportamientos citados (España lo hizo en el 2000), el nuevo décimo principio del Pacto Mundial no invita a los Estados, sino a las propias empresas, y no lo hace a sancionar, sino a «trabajar contra la corrupción».

Pero no obstante que la Convención OCDE haya supuesto un avance decisivo —en tanto que efectivo— en la lucha internacional contra la corrupción, la actual ausencia de condenas penales en cualquiera de los Estados signatarios en aplicación de la misma sugiere dos ideas. La primera, qué difícil resulta a los Estados dar pasos significativos en la lucha anticorrupción, cuando los intereses económicos de sus empresas (y por ende sus respectivas riquezas nacionales) están en juego. Y la segunda, justamente la conveniencia de incentivar a las empresas a que, con independencia de las sanciones en que de lo contrario podrían incurrir, promuevan éticamente sus intereses.

En cuarto lugar, la inclusión de la corrupción como décimo principio ha venido a conferir una importante y nueva dimensión a la ética. Muy notoriamente a la ética privada, hasta ahora básicamente centrada, bien en aspectos estrictamente personales (en el fondo los ya explorados por la filosofía de la antigua Grecia), bien en asuntos deontológico-profesionales (el juramento hipocrático sería el más claro modelo). Es esta además una dimensión apreciablemente concreta y tangible, sintéticamente articulada y respaldada por la organización internacional por excelencia. Es de esperar que a resultas de ello la ética privada experimente un redescubrimiento, bajo el prisma de la agenda RSC y de los otros nueve principios del Pacto Mundial. Mas esa nueva e importante dimensión surge también así para la ética pública, por fin segura de que sus esfuerzos por garantizar comportamientos dignos de los cargos y funcionarios públicos se ven reforzados por un texto de autoridad universal, que sugiere a los agentes privados la necesidad de hacer frente a la corrupción.

En fin, la mera existencia de este décimo principio podría también al menos comenzar a imbuir en quienes desde las empresas rehúsen «trabajar contra la corrupción», la mala conciencia de seguir haciéndolo; y, en todo caso, la seguridad de que la persistencia en el ejercicio de prácticas corruptas se irá haciendo más difícil día a día, en cualquier lugar.

Profesor de Derecho de internet. The College of Wiliam &Mary