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El renacimiento cultural que se produce en los siglos XII y XIII constituye una de las épocas más sugerentes y creativas de la historia occidental. El hombre culto del bajo medievo, tras una larga espera, parece decidido a hacerse mayor. El acontecer de los nuevos tiempos le ha despertado de la somnolencia en que le había sumido el monacato de los siglos VI a XI (a menudo fideísta y centrado solamente en lo sagrado). Ahora hay un renacimiento cultural, un nuevo despertar secular. Las gentes cultas del bajo medievo, sin renunciar a la fe como valor supremo del hombre y a la educación como su guía perfectiva, en buena parte vuelven a descubrir el valor creativo y humanizante de la inteligencia. Una facultad que admiraron a la que consideraron uno de los ornatos más bellos del alma y lo más parecido a Dios que tiene el hombre. El ser humano —dirá Alberto Magno—, aunque madura con la educación moral y el poder de la gracia, se actualiza con la fuerza del entendimiento[i]. Con el entendimiento se captan las esencias de las cosas, se trasciende la materialidad de lo creado y se accede a la razón última de la cultura: buscar la verdad y la sabiduría, que es «donde reside la regla del bien perfecto»[ii].

Actualizar esta empresa no fue tarea fácil. Con el advenimiento de la Baja Edad Media se asiste a una nueva realidad secular con profundas transformaciones políticas, religiosas, sociales y culturales. Las dinastías de los Capeto en Francia, los Plantagenet en Inglaterra, los Hohenstaufen en Alemania o los Trastámara en Castilla debilitan las estructuras feudales y asientan la figura del Estado monárquico. Los núcleos urbanos se consolidan como estructura estable de convivencia y aumenta la población de forma considerable. Emerge una economía mercantil. Surgen las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos), que optan por una pastoral más urbana, disciplinar e intelectual, marcando diferencias notables con las órdenes monásticas, más vinculadas a zonas rurales y a una vida de clausura, piedad y recogimiento. Se construyen las grandes catedrales góticas y se impulsa el culto a la Virgen María como modelo de perfección. Las artes mecánicas cobran una proyección funcional inusitada y las asociaciones gremiales se convierten no sólo en cauce de socialización económica, sino en uno de los modelos formales más determinantes en los que se fundamentó la integración cultural y educativa de la Edad Media.

«Si algún ignorante en matemáticas quiere escribir contra los matemáticos hará el ridículo; e igualmente el que polemiza contra los filósofos, si no conoce los principios de la filosofía».

Todo un entramado complejo de transformaciones profundas que encontró su cenit en el marco de una nueva concepción del saber. Las gentes cultas de la Edad Media no tuvieron ninguna duda de que el objeto primario y último del conocimiento era Dios. Una aspiración que actualizaron por una doble vía. Por un lado, a través del conocimiento de las Sagradas Escrituras por las que Dios se manifiesta y muestra su voluntad directamente[iii]. Por otro, en la naturaleza: libro de signos, significantes o lenguajes, que había que abrir, leer y entender para llegar al conocimiento de la primera y soberana verdad que es Dios[iv].

Esta idea confirió al saber natural una posibilidad de santificación de primer orden en la medida en que, ligado a la fe y a la búsqueda del bien, acercaba a la contemplación y disfrute de Dios. «Aprendamos en la tierra la ciencia de aquello que perseverará con nosotros en el cielo»[v]. Hugo de San Víctor, con una firmeza y contundencia inusual, decía: «Una cosa es no saber y otra muy diferente no querer saber. No saber es, sencillamente, propio de la debilidad, pero despreciar el conocimiento es propio de una voluntad depravada»[vi]. Esta idea que caló con solidez en los pensadores del bajo medievo, que hicieron del conocer una preocupación prioritaria.

La aparición de esta especie de misticismo racionalista (es Dios quien nos pide que conozcamos) produjo importantes transformaciones en la cultura. Los escolásticos (nombre que recibían los miembros de las nuevas escuelas de conocimiento) comenzaron a redactar sumas o enciclopedias que recogiesen el saber en su máxima totalidad posible; en paralelo, surgieron nuevas instituciones de enseñanza; aparecieron nuevos métodos didácticos, más inductivos, experimentales y dialécticos que –junto al tradicional principio de autoridad– empezaron a servirse de la duda y las opiniones contemporáneas como nuevos argumentos de razón. Todo ello se completó con un culto al libro, a los códices, a los manuscritos y a las bibliotecas: en ellos estaba contenida buena parte de la historia y del saber de la Humanidad, la materia prima que iluminaba al entendimiento y podía acercar al hombre al dominio de la realidad y al conocimiento de la verdad.

La aparición de la universidad
Indudablemente esta nueva sensibilidad no podía desarrollarse plenamente si se mantenía el viejo marco de las escuelas altomedievales. Ahora, al lado de las tradicionales escuelas monacales, emergen con fuerza las urbanas, de índole y naturaleza muy diversa. La más común fue la escuela de gramática. No menos importantes fueron las escuelas catedralicias, surgidas a partir de los concilios ecuménicos III y IV de Letrán (1179 y 1215). Hubo también escuelas laicas de profesiones para formar a hijos de artesanos y comerciantes, que surgieron como fruto del auge y poder de la cultura gremial. Y centros de alta especialización, como las escuelas jurídicas del Languedoc y la Provenza, donde se daba una enseñanza más bien práctica. Empezaron también escuelas de dictamen –Oxford y Bolonia– en las que se preparaban los notarios. Un maremágnum institucional lleno de diversidad que tuvo su culminación en una de las instituciones más genuinas y trascendentales de la cultura medieval: las universidades.

El dominio de la dialéctica: «No podemos encontrar de mejor manera la verdad que preguntando y respondiendo».

La universidad responde al deseo firme de renovación moral, espiritual, intelectual y profesional que se suscitó con la nueva sensibilidad de la cultura bajo medieval. Ya en el siglo XII los viajes académicos fueron importantes gracias, entre otras cosas, al apoyo que les brindaron reyes y papas. Federico Barbarroja, en 1155-58, dio inicio a la costumbre proclamando la constitución Habita, que protegía jurídica y económicamente a los estudiantes que acudían a las escuelas de Bolonia en busca de formación jurídica[vii]. A finales del siglo XII el papa Celestino III consolidaba la práctica firmando dos bulas que garantizaban la posesión de los beneficios eclesiásticos a los clérigos estudiantes que acudían a París en busca de ciencia y títulos académicos[viii]. Pero será en el siglo XIII cuando se asiente canónicamente esta costumbre. El IV Concilio de Letrán, en su canon XI, prescribía que las catedrales e iglesias que tuviesen medios suficientes tendrían que dedicar beneficios para el aprendizaje de la gramática, de la teología y de otras disciplinas semejantes. Papas como Honorio III urgieron esa prescripción y el 16 de noviembre de 1219, mediante la decretal Super specula, institucionalizaron las migraciones al ordenar que los prelados y cabildos enviasen durante cinco años, en busca de ciencia y títulos académicos, a personas hábiles a los centros oficiales del saber: París, Bolonia, Oxford y Salamanca.

Con estas migraciones puede decirse que nacía la universidad. Esa palabra, universidad, inicialmente no tuvo el sentido que le damos hoy. Procede del término latino universitas, con el que se designaba cualquier tipo de comunidad o corporación: un ayuntamiento, un gremio, una hermandad. Esta locución solía venir acompañada de un segundo término para identificar al colectivo y a su actividad. De ahí que se hable de universitas scholarium [corporación de alumnos], universitas magistrorum [corporación de maestros] o universitas estudii [corporación de la escuela de…]. Estas expresiones, en el decurso de los siglos XI a XIII, se aplicaban sobre todo a personas que formaban parte de un Studium. Se pueden distinguir dos tipos de estudios: los particulares y los generales. Los primeros serían sobre todo individuales y estarían dirigidos a alumnos locales o de un lugar o institución; los segundos serían propiamente corporativos y estarían abiertos a estudiantes de todos los lugares. Este es el sentido preciso de Studium Generale en la Edad Media. Los primeros Studia Generalia fueron los de Bolonia (1089), Oxford (1096) y París (1150). Estas instituciones a comienzos del siglo XIII empezaron a denominarse Universidad por su fuerza corporativa. En 1231 la bula Parens Scientiarum, de Gregorio IX, ya utiliza el término universitas para referirse a la institución académica que constituye un Studium, y, en 1254, Alfonso X el Sabio usa el término Universidad al conferir las constituciones al Estudio de Salamanca. Hasta el siglo XV la expresión más utilizada será la de Studium generale, pero a partir del Renacimiento triunfó la palabra Universidad para designar a estos centros de cultura superior.

La formación del pensamiento crítico
Con el nacimiento de la Universidad apareció la necesidad de actualizar uno de los fines que le es más propio: la formación de la inteligencia. Objetivo llamado a satisfacer las aspiración más noble de la condición humana: disfrutar de la sabiduría. Hugo de San Víctor definió la inteligencia como aquella cualidad espiritual infundida por Dios en el alma en el momento de su creación para que el hombre alcanzase la sabiduría[ix]. Una categoría que los escolásticos, mutatis mutandis, sustanciaron en cuatro aspectos prácticos: reconocimiento de la verdad, adquisición de la santidad, muestras de consideración y posesión de la felicidad[x].

Las gentes del saber no sólo se preocuparon por conocer qué era la sabiduría. También se interesaron por cómo acceder a ella. Un esfuerzo que tiñó de didactismo la cultura bajo medieval y dio lugar a numerosas obras pedagógicas que tuvieron como denominador común la formación del pensamiento crítico[xi].

«Ratón tiene dos sílabas; es así que el ratón roe el queso; luego dos sílabas roen el queso».

La educación medieval pretendía la formación moral, intelectual y religiosa. Con la primera, se trataba de liberar el entendimiento de lastres, de allanar el camino del aprendizaje y, sobre todo, de fortalecer la voluntad para orientar al bien las pasiones y afectos del alma[xii]. Con la formación intelectual se buscaba captar las esencias de las cosas, trascender la materialidad natural y acceder a la meta y razón última del hombre: la búsqueda de la verdad o sabiduría[xiii]. Con la gracia se trataba precisamente de posibilitar ese proceso. Para la cultura escolástica, la antropología clásica había hecho del hombre un esclavo de su propia voluntad, un ser sujeto a la autoridad exclusiva y única de la inteligencia. Algo que san Agustín consideró un acto de narcisismo cultural supino al pretender el hombre valerse sólo de sus propias fuerzas[xiv]. Los medievales negaron abiertamente esta posibilidad. Un planteamiento semejante no sólo suponía limitar la naturaleza del hombre, sino olvidar el daño del pecado original que había debilitado la inteligencia y voluntad humanas haciéndolas incapaces de pasar por sus solas fuerzas de un plano natural a otro sobrenatural. Para ello se necesitaba la fuerza de la gracia, don divino más valioso que el propio hombre[xv], que eleva la razón, la voluntad y la libertad a la intimidad de Dios y afirma al ser humano en la plena verdad y sabiduría. Misticismo que los escolásticos resumieron en el aforismo intelligo ut credam, credo ut intelligam[xvi], posibilitando una unidad entre moral, razón y fe como nunca se había dado en la historia de la cultura.

Actualizar esa unidad desde el punto de vista didáctico no fue tarea fácil. En el plano moral y religioso no hubo novedades importantes: los medievales se limitaron a aplicar los principios y recursos prestados por el estoicismo grecorromano y el pensamiento patrístico y altomedieval. No ocurre lo mismo con la formación intelectual. Aquí construyeron una sistemática innovadora del pensamiento crítico, orientada a suscitar una subjetividad incipiente capaz de convertir al hombre en protagonista activo de su destino temporal y eterno. Cinco categorías didácticas dieron fundamento a ese propósito: la liberalidad lectora, el arte de la dialéctica, el uso de la escritura, la actualización de la memoria, y el principio de la acción.

La liberalidad lectora
Era una exigencia intrínseca al saber. Se trataba de tener una mentalidad abierta y apasionada por las ideas, de buscar el conocimiento allí donde se encontrara, de almacenarlo, rumiarlo e integrarlo sin más cortapisa que la limitación humana y el escudo de la fe.

Las sumas, enciclopedias, selección del conocimiento, gradación de los saberes, etc., fueron preocupaciones habituales de los universitarios medievales. Vicente de Beauvais dirá en 1247: «¡Ojalá tuviera yo los volúmenes de todos los autores para compensar la torpeza de mi ingenio con el celo de mi lectura!»; con san Pablo, recalcará: «Probadlo todo, y quedaos con lo bueno» [I Tes 5, 21]; y con el sentido práctico de san Jerónimo, concluirá: «Porque si algún ignorante en matemáticas quiere escribir contra los matemáticos hará el ridículo; e igualmente el que polemiza contra los filósofos, si no conoce los principios de la filosofía».

«De entre muchos miles apenas se encuentra hoy día alguno que sea comedido en el debate; por el contrario casi todos se acaloran y porfían, y en consecuencia enturbian más que aclaran la verdad. A esto lleva sobre todo la ambición de vanagloria o la disimulación de la propia ignorancia».

Tres principios prácticos de apertura y avidez intelectual, que demandaban tres condiciones de actualización: 1) la necesidad de seleccionar y acotar el conocimiento conforme a su orden y significación, pues «nunca llegará a buen puerto quien se empeña en seguir cuantos senderos se le ofrecen a la vista»; 2) se trataba de ser práctico y funcional, pues: «no hay necesidad de muchas cosas, sino de las útiles y estrictamente necesarias»; 3) finalmente, se necesitaba un criterio unificador de la verdad, y ese fue la fe, categoría que promocionó la autonomía de los nuevos saberes con los descubrimientos científicos con la única limitación de la verdad cristiana[xvii]. Una solución práctica que alentó la unidad entre fe y ciencia sin evitar problemas con enfoques y criterios novedosos. El averroísmo o el aristotelismo no cristianizado fueron algunos ejemplos reales de una liberalidad intelectual que suscitó posiciones encontradas que marcaron una buena parte de la dialéctica universitaria[xviii].

El dominio de la dialéctica
La segunda apuesta es uno de los cauces más utilizados para la formación del pensamiento crítico: el dominio de la dialéctica. «No podemos encontrar de mejor manera la verdad que preguntando y respondiendo», sostuvo san Agustín[xix]. Tres referentes didácticos abordaron con generosidad este arte: los 131 capítulos del libro tercero del Speculum doctrinale (1242), de Vicente de Beauvais; los capítulos 20 a 22 del De eruditione filiorum nobiliun (1247), orientados a su dimensión práctica; y los libros tres y cuatro del De modo addiscenci (1262), obsesionados con sus posibilidades didácticas. En estas obras se reafirma sobre todo la pertinencia del debate y la confrontación como una forma legítima de buscar la verdad y crecer moralmente, a la vez que se rechaza con vehemencia la disputa ociosa, el verbalismo, el uso sofista del debate o el acaloramiento dialéctico.

«Una extraordinaria cualidad de los talentos buenos es amar dentro de las palabras la verdad, no las palabras».

Vicente de Beauvais, quejándose de los males de su tiempo, dirá: «¿Qué me aprovecha saber cuántos años vivió Matusalén o a qué edad contrajo matrimonio Salomón? Discusiones de esta índole son inútiles y vanas; tienen apariencia de ciencia pero nada aprovechan ni a los que las proponen ni a los que las oyen»[xx]. Igualmente criticó con severidad el mal uso de la dialéctica. «‘Ratón tiene dos sílabas; es así que el ratón roe el queso; luego dos sílabas roen el queso’. Imagínate que no pudiera yo ahora resolver esta falacia; por causa de esa nesciencia ¿qué peligro me amenaza? ¿qué mal hay en ello? ¡Oh pueriles simplezas! ¿Por qué me preparas tales diversiones? No es éste momento de bromear»[xxi]. De igual modo, se quejó del acaloramiento en los debates, al que calificó de «reprobable y odioso en hombres maduros y comedidos», para concluir: «De entre muchos miles apenas se encuentra hoy día alguno que sea comedido en el debate; por el contrario casi todos se acaloran y porfían, y en consecuencia enturbian más que aclaran la verdad. A esto lleva sobre todo la ambición de vanagloria o la disimulación de la propia ignorancia»[xxii].

Frente a estas críticas, otros escolásticos reivindicaron con pasión las posibilidades formativas de la confrontación. Gilbert de Tournai afirmaba con san Agustín: «Una extraordinaria cualidad de los talentos buenos es amar dentro de las palabras la verdad, no las palabras»[xxiii]. Un deseo que exigía para ser eficaz la ciencia de la dialéctica. «Sin dialéctica no hay ciencia»[xxiv]. Tesis obvia que una buena parte de los escolásticos concretó en dominar con pericia la práctica de los Tópicos y Elencos aristotélicos. Esto es, conocer el arte de la demostración, de la probabilidad, de conjetura, y el arte de los sofismas[xxv].

Este currículum se optimizaba cuando se evitaban siete males, a saber: la soberbia, que es el apetito exagerado de la propia excelencia; la vanagloria, que surge cuando «el premio del litigante no es la buena conciencia sino la victoria»[xxvi]; la necedad, propia de los que arguyen poseer la luz y no están dispuestos a recibirla de otros;  la insolencia, propia del atrevido o descarado, que habitualmente practican los que mueven la cabeza, agitan los brazos, extienden los dedos, patean el suelo y agitan el cuerpo; la turbación de la conciencia producida por el abuso del debate por la duda originada por la contumacia y persistencia del argumento contrario que, a pesar de ser vencido, deja su huella inexorable distorsionando la tranquilidad de la conciencia[xxvii]; la impugnación de la verdad que surge cuando se ignora la verdad y sólo interesa la aclamación pública y la complicidad del griterío. La lista la cierra la obcecación de la inteligencia, una consecuencia más del abuso dialéctico: «Discutiendo excesivamente se pierde la verdad»[xxviii].

El dominio de la escritura
La tercera apuesta por el pensamiento crítico fue saber aplicar el arte de la escritura al aprendizaje de las ideas. La Baja Edad Media hizo de este consejo un símbolo de su cultura. Las bibliotecas, los códices, manuscritos, etc., constituyeron uno de sus bienes más preciados. En ellos estaba contenida una parte importante del saber de la Humanidad, la materia prima que iluminaba el entendimiento y podía acercar al hombre a la verdad. Los escolásticos hicieron de la escritura una de las profesiones más exigentes de su tiempo. Este potencial formativo se actualizó en dos fases: la propia de principiantes o estudiantes noveles, consistente en escribir comentando o corrigiendo erratas en textos ajenos; la propia de avanzados y maestros, consistente en escribir relatos o tratados propios.

«Discutiendo excesivamente se pierde la verdad».

Escribir sobre lo ajeno suponía cultivar la minuciosidad gráfica. Para eso era preciso habituar al estudiante a corregir erratas presentando su trabajo con exactitud y sin errores. Se insistía en habituar al estudiante a ser veraz en las transcripciones, sin añadir o quitar nada. También se le enseñaba a discriminar, seleccionar y escribir lo mejor de sus lecturas para dar unidad a los textos. No se trataba de yuxtaponer textos, de coleccionarlos, sino que como las abejas «debemos separar cuanto hemos acumulado de las diversas lecturas y después, aplicando la capacidad de nuestro ingenio, fundir en un único sabor las distintas libaciones»[xxix]. Además, al tratar el tema de la traducción de códices, se insistió en tres ideas clave: fidelidad a la versión, llaneza o claridad de lenguaje y humildad de corazón para corregir fuentes y no perpetuar errores. Finalmente se aconsejó al estudiante ser breve y fiel en sus glosas y comentarios, especialmente con lo complejo; en lo sencillo y simple, no era necesario comentario alguno.

«Debemos separar cuanto hemos acumulado de las diversas lecturas y después, aplicando la capacidad de nuestro ingenio, fundir en un único sabor las distintas libaciones».

Una vez que el estudiante había mostrado fidelidad a los escritos ajenos estaba en disposición de escribir textos más personales, bien para uso propio, bien destinados al público. Los primeros debían ser realizados por todos los estudiantes mayores y menores como recordatorio o repaso de sus lecciones; en cambio, los escritos públicos, destinados a usos comunes, sólo convenían a los más aventajados y sabios, observando en ellos el máximo rigor en palabras, ideas y pensamientos para mejor servicio a la verdad[xxx].

Los escritos públicos debían observar estos requisitos:
1º) madurez, que significa no hacer las cosas antes de tiempo;
2º) veracidad, que supone hacerlas tal como se sienten;
3º) brevedad, que hace que la comunicación y el discurso sean mucho más tolerables;
4º) humildad, que hace grande al autor porque no porque no confiere autoridad a sus textos, acepta con paciencia y amabilidad ser corregido y no envidia a otros;
5º) libertad, que surge cuando se es fiel a la realidad, no se tiene miedo a la verdad y se escribe sin deseo de adular a nadie;
6º) oportunidad de tiempo y lugar, que significa escribir sin preocupaciones, despojado de servidumbres y en un retiro o lugar adecuado;
7º) justo medio, que llama a no escribir banalidades, sino aquellas cosas necesarias que merezcan realmente la pena del esfuerzo;
8º) finalmente, todo escrito personal exige calidad, verdad, espíritu de servicio y utilidad. Los escritos mediocres se caracterizan por ser leídos solo por aquellos que los han escrito; en cambio, los que buscan la verdad y la edificación son útiles y serviciales. Sólo así se sirve a Dios y se edifica a los demás[xxxi].

El uso de la memoria
La penúltima de las apuestas para desarrollar el pensamiento crítico fue el uso de la memoria intelectiva: una esencia espiritual, creada por Dios, y llamada a actualizar lo que ha existido para que la inteligencia piense lo que la voluntad quiere[xxxii]. El entendimiento y la memoria coexisten en el aprendizaje de forma inseparable, pero responden a fines distintos: el entendimiento se justifica por sí mismo, su fin es la búsqueda de la sabiduría; la memoria, en cambio, está en función del entendimiento, por sí misma carece de sentido, su fin no es otro que ayudar a la comprensión y retención de la sabiduría[xxxiii]. Dicha aseveración le otorgaba un valor insustituible en el ejercicio del pensamiento crítico, pues sin memoria intelectiva no hay razonamiento, ni juicio, ni creatividad.

Se aconsejó al estudiante ser breve y fiel en sus glosas y comentarios, especialmente con lo complejo; en lo sencillo y simple, no era necesario comentario alguno.

Los escolásticos se volcaron en escribir numerosas obras sobre la naturaleza y la didáctica de la memoria[xxxiv]. En ellas el proceso técnico es un modelo de memoria artificial que marcó buena parte de la universidad medieval, sirviéndose de técnicas alfabéticas, numéricas y algebraicas orientadas a recordar conceptos.

En estas obras se pone de manifiesto que aprender es captar la realidad, comprenderla, integrarla en el ser; pero se aprende no solo cuando se descubre la verdad, sino cuando ésta se tiene y se rumia por la acción retentiva de la memoria. Aquí radica una de las ideas básicas del pensamiento pedagógico medieval: la necesidad de instrumentalizar la memoria al servicio del entendimiento. Por eso la Edad Media cuidó sobremanera la mnemotecnia e hizo de ella —en una cultura donde el libro era un bien escaso— uno de sus instrumentos didácticos por excelencia.

Ejercitar la memoria intelectiva no resultaba tarea fácil. Los modos de ejercitación podían ser colectivo, decisivo y supositivo. El colectivo consistía en reducir a resúmenes breves o epílogos todas las cosas que se hubiesen leído, escuchado o debatido para mantener vivo su recuerdo y retención. «La memoria guarda reuniendo. Por consiguiente conviene que lo que hemos dividido para aprender, lo reunamos para confiarlo a la memoria»[xxxv]. No menos importante resultaba el modo decisivo, consistente en dividir o clasificar los hechos en partes o enunciados que facilitasen su retención y recuerdo. Finalmente, estaba la suposición, que aludía a la importancia de tener abundantes referentes de imágenes, representaciones o símbolos personales y singulares que ayudasen a recordar lo almacenado[xxxvi].

Estos tres modos debían traducirse en ejercicios continuos. Este entrenamiento debía contemplar el descanso sobrio, la comida moderada, el sueño justo y huir de pasiones carnales e irracionales. Marciano Capella recordaba la necesidad de ejercitar la memoria en un tiempo tranquilo para facilitar la meditación; a ser posible que fuese de noche, pues el silencio y recogimiento de la noche facilitan la concentración de los sentidos[xxxvii]. Sobre el lugar, muchos, citando a Cicerón, recomendaron que fuese oscuro, conocido y cerrado para favorecer las asociaciones mentales: lo abierto las dificultaba y lo nuevo las entorpecía[xxxviii].

El principio de la acción
Para los escolásticos, la clave de la formación no consistió tanto en la formación de la inteligencia como de la voluntad, una de las facultades superiores del hombre que debía conducir el alma a la búsqueda del bien gracias a la práctica asidua y continuada del ejercicio. Con Julio César, afirmarán: «La práctica es la maestra de todas las cosas»; con Cicerón: «La práctica asidua dedicada a una sola cosa supera con frecuencia no sólo el ingenio, sino también la inspiración»; y con Ovidio: «Con el tiempo vienen solos al arado los indómitos novillos, con el tiempo se acostumbran los caballos a sufrir los lentos frenos, con el uso continuo se desgasta la anilla del hierro, con el roce continuo de la tierra se consume la reja curva del arado (…). Nada hay más grande que la costumbre»[xxxix].

Todo escrito personal exige calidad, verdad, espíritu de servicio y utilidad. Los escritos mediocres se caracterizan por ser leídos solo por aquellos que los han escrito; en cambio, los que buscan la verdad y la edificación son útiles y serviciales.

Una fe ciega en la práctica, que al realizarse con asiduidad y constancia se transformaba en costumbre que actualizaba los principios operativos de alma y la dejaba presta para aprender. Aventura apasionante que, dejando de lado las condiciones psicofísicas y sociales de la persona, siempre debía desembocar en el progreso intelectual.

El maestro y la didáctica intelectual
En el centro de todo este entramado didáctico debe consignarse la figura del docente. Diferentes trabajos se hicieron eco de su misión. Unos ponían énfasis en los aspectos didácticos[xl]. En ellos el maestro escolástico se presenta como la figura clave del proceso de enseñanza y aprendizaje. Quitando a Dios, que es el único maestro y la causa eficiente y primera, el maestro exterior es el artífice secundario de la formación, el que lleva los principios a las conclusiones. Sin él no hay método y sin método no hay aprendizaje óptimo. «Quien no sigue a otro que va delante, se hace a sí mismo un pésimo maestro» pues «nosotros sin guía vagamos errantes y por eso difícilmente alcanzamos la salud, porque no sabemos siquiera que estamos enfermos»[xli].

Que la inteligencia piense lo que la voluntad quiere.

Hasta el siglo XII y primeros años del XIII, se puede decir que la institución escolar era en cierto modo el maestro. En esas épocas resultaba normal denominar a los estudiantes por el maestro que les había formado: Porretanos en honor de Gilberto Porreta, Albericanos por Alberico de Reims, Victorinos por Hugo de San Víctor, etc. La situación empezó a cambiar en el siglo XIII cuando las universidades y una incipiente reglamentación docente fortalecieron la institución en detrimento de la figura personal del maestro. Esta situación, si bien cambió aspectos didácticos del magisterio, no varió su principal misión: enseñar a pensar, meditar y contemplar para alcanzar la verdad con el ejercicio de la voluntad y la ayuda de la gracia.

Se aprende no solo cuando se descubre la verdad, sino cuando ésta se tiene y se rumia por la acción retentiva de la memoria.

El aprendizaje lo fundamentó la pedagogía escolástica en tres etapas que simbolizaron la formación intelectual de la Edad Media: la lectio, la quaestio y la disputatio.

La lectio marcó el sistema de aprendizaje de las escuelas medievales de los siglos VI a XI. Consistía en la lectura literal y posterior comentario de las autoridades extraídas de la Biblia, autores patrísticos, o de las artes liberales y sus compendios, florilegios o sentencias. Las guías didácticas que se han conservado no son estrictamente una propuesta reglada de temas de estudio sino un conjunto de textos para trasmitir conocimiento. Prisciano y Donato sobresalen para la gramática; Porfirio y Aristóteles para la dialéctica; Séneca, San Basilio y San Jerónimo para la ética; Graciano y Raimundo de Peñafort para el derecho. Y así un largo elenco de autores que brindaban con sus textos la base doctrinal del conocimiento.

«La práctica asidua dedicada a una sola cosa supera con frecuencia no sólo el ingenio, sino también la inspiración».

La enseñanza y aprendizaje de todos estos referentes partía de la lectio. Comenzaba con la introducción, que servía para presentar al autor, contextualizarlo y explicar su intención. A continuación venían las tres etapas de la explicación o expositio: la littera (lectura y explicación de las frases o palabras contenidas en los textos, por la que al profesor se le designaba con el término lector); el sensus (el análisis o interpretación que se desprende de la interpretación de la littera); por último la sententia, que representaba la interpretación más profunda del pensamiento del autor y del contenido doctrinal del texto. Cuando una parte no quedaba clara o generaba dudas entraba en escena la collatio. Se trataba de un complemento de la lectio que consistía en conversaciones entre maestros y estudiantes para dilucidar lo que de oscuro pudieran tener ciertos razonamientos y verdades. En ocasiones –y no era poco frecuente- el sensus y la sententia solían reforzarse con glosas, comentarios sintetizados de otros autores que servían para reforzar e ilustrar las partes de la lectio.

«Quien no sigue a otro que va delante, se hace a sí mismo un pésimo maestro».

El dinamismo científico y pedagógico de los siglos XI a XIII empezó a poner en tela de juicio la suficiencia de la lectio para trasmitir los retos que brindaba la nueva cultura. Ya en el siglo IX, Rabano Mauro (c.766-836) y Juan Escoto Eriúgena (c.810-875), habían lanzado un envite a la somnolienta razón y le habían encomendado discriminar los diferentes argumentos de autoridad que se esgrimían sobre la verdad. En el siglo XI, San Anselmo de Canterbury (1033-1109), en su Monologion y Prosologion, inició el camino de la dialéctica moderna reivindicando –con la ayuda de la fe– el poder de la razón individual como argumento de autoridad. Esta idea tomará carta de naturaleza en el siglo XII en las obras lógicas de Abelardo, Gilberto Porreta, Roberto de Melum, etc. Estos autores defenderán la entrada en escena de una nueva categoría científica y pedagógica: la quaestio.

El nacimiento de la quaestio surgió simbólicamente entre 1122-1226, cuando Abelardo escribió la primera edición de Sic et non, sometiendo a consideración sentencias que la tradición había considerado verdaderas y que sin embargo la nueva cultura presentaba como insuficientes, vagas y aparentemente contradictorias. En el prólogo de su obra podía leerse: «Algunas afirmaciones (de los santos Padres) por la divergencia que parecen tener oscurecen la verdad y suscitan la cuestión (…) porque dudando venimos a la búsqueda y buscando percibimos la verdad»[xlii].

El aprendizaje lo fundamentó la pedagogía escolástica en tres etapas que simbolizaron la formación intelectual de la Edad Media: la lectio, la quaestio y la disputatio.

La frase era el símbolo de una cultura emergente que demandaba un protagonismo más activo en la construcción de la historia. No se trataba sólo de reproducir la cultura del pasado. El maestro del bajo medievo quiere convertirse en referente cultural. Aquí radicaba la fuerza pedagógica de la quaestio. Una categoría científica y didáctica que acabó convirtiéndose en un método reglado de enseñanza–aprendizaje que exigía cuatro condiciones necesarias:

  1. El texto como elemento material y básico.
  2. Argumentos contradictorios o insuficientes que necesariamente debían tener visos de verdad, propuestos por el maestro o los estudiantes.
  3. Un maestro que situase la controversia o duda en un acto de enseñanza.
  4. Finalmente un dictamen o juicio que implicase el dominio y uso correcto de la lógica o dialéctica.

A esta labor en su conjunto se le denominó discusión o quaestio. Un modo particular de argumentar y de pensar del siglo XII que elevó a categoría científica las capacidades de la dialéctica y de la lógica. Esta pedagogía activa contó con la ayuda de los nuevos saberes –especialmente de la lógica aristotélica– y llevó la capacidad de la razón a posiciones de autonomía desconocidas hasta entonces.

El éxito de la quaestio tiene mucho que ver con la función que se atribuyó a la cultura y al maestro en la Baja Edad Media. Hasta el siglo XI la formación y el magisterio consistían sobre todo en afirmar la tradición, trasmitirla y pulirla mediante la lectio. Esta situación fue progresivamente cambiando a medida que los mentores del saber tomaban conciencia del dinamismo cultural de los nuevos tiempos. Un dinamismo que, al nutrirse del bagaje del renacimiento carolingio, de la dialéctica de los siglos XI y XII y del descubrimiento del saber greco-árabe, dotaría a la cultura y al maestro de resortes suficientes para no limitarse a ser un reproductor de la cultura sino un creador de nuevos saberes con autoridad. Esto  dio lugar a dos consecuencias muy significativas: la aparición de obras con una dimensión reflexiva y especulativa desconocida hasta entonces; el nacimiento de corrientes ideológicas, disputas y escuelas, definidas por la doctrina del maestro.

La lectio consistía en la lectura literal y posterior comentario de las autoridades.

Con el nacimiento de las escuelas apareció una diversidad en el razonamiento y la metodología que dio lugar a una nueva categoría didáctica conocida como controversia o disputa. Mientras que con la quaestio se aspiraba a discriminar, pulir o dilucidar la insuficiencia o contradicción que salía de los textos, con la disputatio uno se separa del texto y somete a discusión y debate posterior lo que ya ha sido dilucidado por la autoridad magisterial. Esto se llamó la quaestio disputata. Nació a finales del siglo XII con la publicación de las Disputationes de Simón de Tournai (c. 1201), y alcanzó su mayor esplendor a lo largo de los siglos XIII y XIV. Por su eficacia pedagógica, la disputatio habría de perdurar hasta bien entrado el siglo XVIII.

[i] San Alberto Magno, De anima, lib. I, trat. III, cap. XII.
[ii] Boecio, De consolatione philosophiae, 3, 10, 1.37.
[iii] Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 15.
[iv] Vicente de Beauvais, Libellus apologeticus, I.
[v] Vicente de Beauvais, De eruditione, 12, 4, 2
[vi] Hugo de San Víctor, Didascalicon, I, X, 18.
[vii] Cf. W. Stelzer, «Zum scholarenprivileg Friedrich Barbarossa (Aythentica Habita)», en Deutsches Archiv für Erforschung des Mittelalters, 34, 1978, pp. 123-165.
[viii] Chartularium universitatis parisiensis, ed. por H. Denifle y E. Chàtelain, París, 1899, vol. I, nº 15.
[ix] Hugo de San Víctor, Didascalicon, III, 7.
[x] Gilbert de Tournai: De modo addiscendi, I, 5, 4-7.
[xi] Entre otras, pueden destacarse: Didascalicon de studio legendi (ca. 1131) de Hugo de San Víctor; Beniamin maior (c. 1200), de Ricardo de San Víctor; De disciplina scholarium (ca. 1205), del Pseudo-Boecio; De modo dicendi et meditandi (c.1240) anónimo; De eruditione filiorum nobilium (1247) de Vicente de Beauvais; De modo addiscendi (1262) de Gilbert de Tournai, 1262; Doctrina pueril (1275), de Ramón Llul, etc.
[xii] Vicente de Beauvais, De eruditione filiorum nobilium, 5, 6. 1.
[xiii] Cf. Aristóteles, Metafísica, A 1, 980 a, 22
[xiv] Cf. San Agustín, De Genesi ad Litteram, VIII, 6,12.
[xv] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, 113, 9 ad 2.
[xvi] Cf. San Anselmo, Proslogion, Prólogo.
[xvii] Cf. Gilbert de Tournai, De modo addiscendi, IV, 8, 3.
[xviii] Las referencias de este epígrafe en Vicente de Beauvais, De eruditione, 3 y 16.
[xix] San Agustín, Soliloquios, II, cap. VII, 14]
[xx] De eruditione, cap. 22, 89, 1.
[xxi] De eruditione, 22,1.5. Cf. Séneca, Epistola 48.
[xxii] De eruditione, 21,1.1.
[xxiii] De modo addiscendi, IV, 10, 2. Cf. San Agustín, De doctrina Christiana, III. 11 (PL., 34, 100.
[xxiv] San Agustín, Contra Academicos, III, 17 (PL., 32, 954).
[xxv] Gilbert de Tournai, De modo addiscendi, IV, 10, 11.
[xxvi] De eruditione, 21, 2.2.
[xxvii] Sobre estos tres males, cf. De modo addiscendi, IV.
[xxviii] De eruditione, 21,7.
[xxix] De eruditione, 18,5.2. Cf. Séneca, Epistolas, 84, 2-3. 5. 10.
[xxx] De eruditione, 19,1.
[xxxi] Cf. De modo addiscendi, IV, 13.
[xxxii] De modo addiscendi, IV, 15, 2-3
[xxxiii] Hugo de San Víctor, Didascalicon, III, 8
[xxxiv] En el siglo XII sobresale De tribus maximis circumstantiis gestorum (c. 1135), de Hugo de San Víctor. En el siglo XIII, Rethorica Novissima (c. 1235) de Boncompagno da Signa o los escritos de Tomás de Aquino, especialmente De memoria et reminiscentia (1259). A comienzos del siglo XIV destacan el Ars Magna (1305) y el Liber ad memoriam confirmandam (1308) de Raimundo Lulio.
[xxxv] Hugo de San Víctor, Didascalicon, III, 12.
[xxxvi] De modo addiscendi, IV, 18, 22.
[xxxvii] Martianus Capella, De nuptiis Philoloqiae et Mercurii, V, 539.
[xxxviii] Cicerón, Ad Herennium, III, 19.
[xxxix] Julio César, De Bello Civili, II, 8, 3; Cicerón, Pro Cornelio Balbo, XX, 45; Ovidio, Ars amatoria, I, 471-474; II, 345, 647; cf. De eruditione, 25, 5.2.
[xl] En el siglo XII sobresale el capítulo VI del De Disciplina scholarium del Pseudo-Boecio. El siglo XIII dos capítulos del Speculum doctrinale (1247-59) de Vicente de Beauvais se dedican al modo de elegir maestro,, al igual que los capítulos II, III, VII y VIII del De eruditione filiorum nobilium. También los tres primeros capítulos del De modo addiscenci de Gilbert de Tournai. Aparte, Christus, unus omnium magister y De excellentia magisterii Christi, de San Buenaventura, 1257. También la quaestio 11 del De veritate de Tomás de Aquino.
[xli] Cf. De eruditione, 7, 2.1.
[xlii] Abelardo, Sic et non, PL. t.158, 1349.

Catedrático de Historia de la Educación. Universidad Nacional de Educación (UNED).