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EUROPA  ANTE  EL  ESPEJO  TURCO

Así, el comisario holandés Bolkenstein (de Mercado Interior) y el austríaco Fischler (de Agricultura), opuestos a la adhesión de Turquía, no han dudado en levantar los espectros de la «islamización» de Europa y referirse incluso al sitio de Viena, mientras las opiniones públicas de Francia y de Alemania mostraban sus recelos, hasta el punto de auspiciar, en el primero de los países mencionados, la posibilidad de un referéndum sobre la adhesión turca.

Se trata de un espinoso y complicado proceso que, al mismo tiempo, resulta muy revelador en un doble sentido: muestra tanto la ambivalente relación entre Occidente y el mundo islámico, por una parte; como también una de las cuestiones clave del siglo XXI, que es la crisis de identidad europea.

Un examen de los argumentos utilizados por quienes se manifiestan contra la pertenencia de Turquía en la UE, incluso cuando algunos de ellos se presentan en un envoltorio de argumentación aséptica, «puramente técnica», nos proporcionan una muestra clara de esa ambivalente relación Occidente-Islam. Veamos.

SUBDESARROLLO ECONÓMICO

Turquía, sostienen los detractores de la adhesión, es un país pobre, situado bastante por debajo de la media europea; costará por tanto a la Unión y a sus Estados miembros mucho dinero en fondos estructurales y de cohesión.

Cierto es que Turquía es pobre, relativamente pobre al menos. Pero también lo es Rumania, un candidato que ingresará en la Unión en 2007 sin haber tenido que atravesar el «desierto» que está aún atravesando Turquía. Y eso que Rumania provenía de un sistema de economía socialista centralizado, bastante más difícil de homologar con el capitalismo de bienestar europeo que el semicapitalismo imperfecto de Turquía. En realidad, los fondos estructurales y de cohesión vienen a ser, además, como la energía, que no se crea ni se destruye sino que se transforma: porque pasan de beneficiar a los ibéricos a hacerlo a los alemanes del Este o a los polacos y, de éstos, luego a rumanos y turcos. Por otro lado, ¿no habíamos quedado en que esa era una de las funciones beneficiosas de la UE —tirar de las economías más atrasadas y ayudarlas a desarrollar su potencial—?

GRAVE PESO DE POBLACIÓN

Turquía —continúan quienes se oponen a su pertenencia a la UE— es un país muy poblado y, lo que es peor, con una población en expansión, al contrario que la envejecida e incluso menguante población de la Unión. En veinte años aproximadamente, Turquía superará a Alemania en población, lo que, con la Constitución aún nonata en la mano, le dará un liderazgo de hecho de Europa.

El argumento de nuevo es cierto, aunque incluso en esa coyuntura necesitaría Turquía alianzas para lograr hacer valer sus criterios. En todo caso, la Constitución aún no ha entrado en vigor y existen dudas razonables de que entre algún día. Si no entra, o mientras no entre, se aplicará el sistema de Niza, en el que cuidadosamente se obvió el tema turco, por lo que el peso específico de Turquía estaría por negociar. (Y aquí un inciso: este argumento valdría más bien para reforzar a aquellos que se darán el gusto de votar «no» en los respectivos referendos que se convocarán a partir de 2005).

Y ES UN PAÍS MUSULMÁN

Turquía, y aquí los opositores muestran sus cartas, es un país musulmán, por muy secular y laico que lo hiciera Ataturk, y siempre lo seguirá siendo. Aun admitiendo que el actual Gobierno turco, con un primer ministro «islamista», está dando pruebas irrefutables de una vocación reformista y por tanto modernizante, no cabe excluir una «involución», es decir, que un partido más «islamista» que el de Erdogan alcance un día el poder y transforme Turquía en una «república islámica a la iraní». ¿Qué haría entonces la Unión? Tendría que «congelar» la pertenencia de Turquía a la UE, pero con menos timidez que en el caso del austríaco Haider. El panorama podría ser aún más negro si se combina con el argumento anterior: de una república islámica de máximo poder en la UE, gracias al criterio poblacional, resultaría ¡la imposición del velo y la poligamia!

Turquía es, desde luego, un país de mayoría de población musulmana y en democracia todo es posible. Hace años en la laica y militarizada Turquía hubiera resultado inimaginable que un partido «islamista» llegara al poder, y ahí está Erdogan reformando el código penal y defendiendo los derechos humanos. Así que tampoco resulta impensable que mañana exista un partido «islamista» más radical y que gane las elecciones. Lo que resulta menos imaginable es que, aun en ese caso, la totalidad de la Unión se tambalee. Si la Unión se ha guardado ya, con el informe de la Comisión, la capacidad de revertir el proceso en las negociaciones sólo, tiene que señalar explícitamente que, de presentarse un caso así, suspendería la «membrecía» de Turquía.

 «EURABIA» EN EL  XXI

Otro aspecto de la diferencia «cultural», que esgrimen los escépticos de la adhesión turca, es el peligro de «islamización» de Europa —la transformación de Europa en «Eurabia» a lo largo del siglo  XXI —.

Una vez más es cierto que la población musulmana en Europa va en aumento, pero ese incremento no tiene necesariamente por qué desembocar en un proceso de «islamización». Se trata solamente de un escenario posible; tanto como el de la coexistencia de una amplia población musulmana con la población cristiana, que seguiría siendo mayoritaria. En todo caso, más cierto aún es el hecho de que ese pretendido fenómeno de «islamización» es independiente del hecho de que Turquía se adhiera o no a la UE, puesto que depende no del destino europeo de Turquía sino primordialmente del incremento del número de musulmanes europeos y de su asimilación o no en los países de la actual Unión.

A su vez, el aumento posible de la influencia de esa creciente población musulmana en Europa dependería más de su organización y coherencia internas, que de un pretendido liderazgo turco. Este no tendría por qué ejercerse, ya lo hemos dicho, como eventual potencia europea; pero es que ni siquiera está claro que pueda ejercerlo como potencia islámica: la población musulmana europea proviene de diferentes entornos, con una fuerte presencia de la ascendencia árabe —de un entorno ajeno, si no enfrentado históricamente, por tanto, con el turco—.

Hasta aquí, los argumentos de los detractores. Examinemos a continuación los de los partidarios de la adhesión de Turquía.

LO DEL CLUB CRISTIANO

Los defensores de Turquía sostienen que Europa ha dejado de ser un club exclusivamente cristiano para convertirse en una realidad multicultural. Cerrarse a Turquía equivaldría a negar esa realidad, aferrándose a un pasado que ya sólo cabe en los libros de Historia. En ellos, de todas formas, el imperio otomano también se ganó el derecho a aparecer como forjador de Europa, aunque sólo sea por concitar las ínfulas de la cristiandad contra él, y por haber dejado su huella en varias partes del continente europeo.

Es cierto, no obstante, que sin haberse convertido en «Eurabia», y sin que el riesgo pretendido de «islamización» deje de ser un fantasma, la sociedad europea ha perdido la homogeneidad que la definió durante siglos. Pero la heterogeneidad cultural europea no ha supuesto el abandono —al menos en teoría— de sus valores constitutivos, valores que provienen de la secularización del cristianismo.

Turquía, dicen los partidarios de su ingreso en la Unión Europea, es un país islámico que funciona, un ejemplo para el resto de los países islámicos de secularismo y democracia —aunque a ojos europeos ambos sean imperfectos—. Es, pues, un eslabón imprescindible en la autoproclamada misión fundamental de Occidente en su conjunto, tras los sobresaltos del recién comenzado siglo XXI: la reforma del mundo islámico. Rechazar a Turquía implicaría renunciar al efecto demostración que el ejemplo turco podría tener en el «amplio» mundo islámico.

Si Turquía es un ejemplo claro de mundo islámico que en efecto funciona, de ahí a llegar a convertirse en la pieza que desencadena el efecto dominó, más allá de sus anchas y conflictivas fronteras hay, sin embargo, un abismo, el mismo que tradicionalmente ha separado a Turquía de los países árabes en general, como también de Irán y hasta de los países islámicos asiáticos. Pretender trasladar el ejemplo es desconocer la genuina amplitud y heterogeneidad del mundo islámico, así como las dificultades intrínsecas de «exportar» el reformismo —aspectos estos de los que nos hacíamos eco en el artículo aparecido en un número anterior de esta publicación (n.° 94, pp. 78-86)—.

VALOR ESTRATÉGICO

Los defensores de Turquía apelan, finalmente, a la importancia estratégica de Turquía y al innegable peso de su potente ejército como factor que coadyuvaría a impulsar la defensa común europea.

Cierto, una vez más, que Turquía es un país «serio» en materia de defensa. Pero se necesita mucho más que un ejército sólido para crear una auténtica capacidad de defensa autónoma en Europa. Y eso tiene que ver más bien con el futuro de la OTAN y de la relación transatlántica que con el ingreso de Turquía en la UE.

En fin, se pueden barajar estos y otros argumentos, en contra y a favor del ingreso de Turquía en la Unión Europea, y todos ellos se pueden afirmar o negar, apoyar o darles la vuelta. Y eso es así en el caso turco, el rumano o el croata, como lo fue en el español o el portugués o en el nórdico, en previas ampliaciones. La diferencia en el caso turco es básicamente cultural. Apunta a esa ambivalencia en la relación Occidente-Islam, esa tensión entre coexistencia, conflicto y asimilación o aniquilación de uno por el otro.

Pero, además, e incluso principalmente, el caso turco apunta a otra interesante cuestión.

LA IDENTIDAD EUROPEA

Europa está en crisis y precisamente la causa principal de esta crisis no es ni económica, ni social, ni tan siquiera, aunque las apariencias puedan engañarnos, transatlántica. La crisis de Europa es una crisis de identidad.

La segunda guerra del Golfo ha puesto de manifiesto (que no originado) una profunda escisión en Europa. Franceses y alemanes capitanearon una rebelión abierta contra la hegemonía norteamericana, bajo la apariencia de oposición a una guerra que consideraban injustificada e innecesaria. Curiosamente, la rebelión de estos dos países contra Estados Unidos marchó de la mano con la comprobación de que ambos estaban perdiendo su antiguo papel de motor de Europa, tanto en el sentido económico como en el aspecto de la construcción europea.

La sorpresa para ambos países llegó al ver que muchos —de hecho, la mayoría de los países europeos y, sobre todo, los países periféricos, tanto mediterráneos como orientales— prefirieron unirse al campo de la hegemonía americana que al decadente eje París-Berlín. Paradójicamente, ni franceses ni alemanes fueron capaces, en ese mismo periodo de escisión transatlántica, de cumplir con los criterios presupuestarios que ellos mismos habían impulsado y firmado y vieron cómo los otrora miembros marginales de la Unión (Reino Unido, España) despegaban económicamente al tiempo que cumplían a rajatabla las normas bruselenses, mientras ellos mismos caían. Franceses y alemanes calcularon mal y se equivocaron: ni les salieron las cuentas económicas ni las alianzas y tampoco arrastraron a la sumisa Unión tras de ellos.

Aún más, a pesar de haberse considerado al abrigo de las crisis con su posición «moral», aquellas han acabado por salpicarles en forma de pérdida de la «autoestima». En Francia, su poderosa clase intelectual se muestra escindida, con voces cada vez más claras poniendo en cuestión la «excepción» francesa. En Alemania, el antiguo Oeste y el antiguo Este se mantienen como mundos aparte, tanto o más que cuando el muro de Berlín los separaba físicamente. Es más que probable que los líderes anti Estados Unidos —Chirac y Schroeder— no resulten ni siquiera reelegidos. Y en el caso francés, que el país de Giscard —el conductor del proceso constituyente europeo— pueda no llegar a refrendar en consulta popular el proyecto de constitución europea.

Aunque sin duda las reuniones del G7-G8 en Sea Island, la conmemoración del sesenta aniversario del desembarco de Normandía y la Cumbre Unión Europea-Estados Unidos, celebrada en Irlanda, han servido para propiciar en el 2004 una reconciliación transatlántica (sobre todo en el caso alemán, menos en el francés); y como no puede ser menos, supuesto el entramado económico y comercial que sustenta sólidamente esa relación, Europa no se ha curado aún internamente de las heridas del 2003. Porque son heridas profundas y que trascienden el caso Irak y los vaivenes transatlánticos que evocan una crisis de identidad.

La adhesión de Turquía es un espejo en el que Europa ha podido contemplar, casi al desnudo, su auténtico problema: quién es y qué quiere ser en el futuro. ¿Ser lo que ha sido? ¿Ser algo distinto? ¿Un club cristiano secularizado? ¿Una «Eurabia» democrática y con valores abiertos? ¿Un bloque aliado de Estados Unidos pero separado e independiente? ¿El brazo europeo del «amplio occidente»?

Un auténtico debate, genuino y libre, en torno a estas cuestiones sería imprescindible para que los europeos nos orientáramos y tendría como efecto positivo secundario ofrecer a Turquía una respuesta clara y honesta a sus aspiraciones europeístas.

Especialista en Relaciones Internacionales