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Si un problema sin solución no es un problema, nos encontramos en la paradójica situación de desear que el populismo -en sus distintas variantes- sea un problema y no otra cosa. Ya que la alternativa es que se trate menos de un problema que de una condición, o sea, un rasgo permanente o duradero de nuestras sociedades democráticas. Si así fuera, convendría al menos atenuar su impacto, con objeto de minimizar los daños que pueda causar en el tejido social e institucional. En ambos casos, conviene recordar la socarrona advertencia de Ferlosio: que lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere. Pero esto no puede querer decir que haya que renunciar a buscarlas, sino que ha de evitarse todo dogmatismo con aquellas que creamos encontrar. Ya que, por una parte, no vamos a ninguna parte exhibiendo esa coquetería intelectual que supone pensar que nada tiene en realidad solución; que es el mismo lugar en que terminamos si por el contrario sostenemos que los problemas pueden resolverse fácilmente. Ahora bien, las recetas que se glosan a continuación están lejos de presentarse como infalibles y, si de recetas hablamos, han de verse como un complejo vitamínico para la acción pública y no como un antibiótico cuya ingesta garantiza la desaparición del virus pasado un cierto tiempo.

1. Hablar claro sin hablar como ellos. El discurso político es sin duda una de las herramientas clave en la lucha contra el populismo, dada su capacidad para crear «realidad» a través del lenguaje: lo que dicen los actores políticos, a pesar de la logorrea contemporánea a la que este mismo texto contribuye alegremente, sigue contando. Es, quizá, el principal recurso de que dispone un representante político: para darse a conocer, para describir la realidad, para proponer intervenciones en ella. Y en el uso de esa herramienta cuenta lo que se dice, pero también quién lo dice y cómo lo dice. Parte del éxito del populismo tiene que ver con esa dimensión performativa del discurso político, con los actos de habla de un outsider que -¡por fin!- habla claro frente a las medias verdades proferidas por el profesional de la política. Así las cosas, una posibilidad es imitar el estilo populista, mimetizando parte de su discurso: Sarkozy, Renzi, Sánchez. Pero el riesgo de seguir tal estrategia es evidente: el original suele preferirse a la copia. Más bien, los adversarios del populismo deben hablar claro sin hablar como él. Hay que ser más valiente, reconociendo los aspectos más verosímiles de la descripción populista de la realidad, para a continuación ofrecer otros remedios. En definitiva, hay que evitar que el populismo disfrute del monopolio de la audacia discursiva. Paradójicamente, la audacia del antipopulista consiste en subrayar la intrincada complejidad de las sociedades contemporáneas y mostrar una decidida voluntad de acción política, sin por ello ofrecer milagros ni simplificaciones. Sería deseable que también el periodismo tomase nota. No hace falta añadir que la competencia electoral, que empuja a los partidos a diferenciarse mediante la hipérbole tremendista, dificulta sobremanera esta tarea.

2. Shut up and play the hits. Ante la amenaza que representan las fuerzas populistas de izquierda y derecha, los partidos tradicionales -por llamarlos de algún modo- deben trabajar juntos en defensa de aquello que les une: ¡el sistema! Tales alianzas son útiles para evitar que el populismo pueda gobernar allí donde puede evitarse que lo haga; para experimentar con esa pedagogía de choque siempre tendremos tiempo. Pero habrán de ser alianzas reformistas y en ningún caso continuistas, porque en ese caso harían el trabajo simbólico al populismo. No es necesario que hablemos de Grandes Coaliciones, aunque tampoco pasa nada por tenerlas. El caso español demuestra que son posibles otro tipo de acuerdos que no implican coaliciones formales de gobierno. Ese trabajo conjunto se justifica por la excepcionalidad de la situación y tienen por objeto construir un centro político provisional donde las fuerzas socialdemócratas, conservadoras y liberales puedan converger sin mayores traumas. Y aunque el riesgo de desgaste electoral -especialmente agudo para los socialdemócratas- no puede minimizarse, no parece haber mejor alternativa. Son los valores esenciales de las democracias liberal-bienestaristas los que habrían de ser reforzados mediante esta colaboración, al tiempo que se hacen las reformas necesarias para neutralizar el discurso populista. Si ese pactismo puede guardar ciertos equilibrios, proporcionando victorias simbólicas a todos los partidos que de él participan, mientras se mantiene siempre abierta la puerta al acuerdo razonable con las fuerzas populistas, mejor aún.

3. Los olvidados. Aunque la categoría viral de los «perdedores de la globalización» está pendiente de una comprobación empírica más rigurosa, parece claro que buena parte de los votos que nutren a los partidos populistas -aunque en menor medida a los populismos de izquierda- provienen de la clase trabajadora. O mejor de lo que antes, cuando exhibía perfiles más claros, se denominaba clase trabajadora. Para Die Zeit, en la carencia de un nombre reconocible se expresa una falta de respeto que expresa «la amarga verdad sobre la relación entre una esfera pública fabricada por la clase media educada, y aquellos que antaño llevaban orgullosamente el nombre de ‘clase trabajadora'». También Simon Kuper, relatando las conclusiones de un informe de la Open Society Foundation en cuya confección participó, escribe que esa clase trabajadora debe ser reconocida como una nueva minoría y atendida como tal. Para empezar, por medio de un discurso político capaz de crear un nuevo «nosotros» que incluya por igual a los trabajadores no educados de todo tipo: esa combinación de precariado de todas las edades, obreros industriales e inmigrantes no cualificados. Sus votos deben ser recuperados por el mainstream, para lo cual es necesario que este se haga atractivo a través de sus propuestas sin por ello caer en la trampa programática del populismo. Propuestas que, huelga decirlo, habrán de generar resultados convincentes. Si no es el caso, que el último que salga apague la luz.

4. Crear comunidad mediante el gasto público. Para evitar que las promesas del populismo mantengan su atractivo, hay que hacerlas innecesarias. Pero no por el camino de su realización, sino a través de una eficaz acción pública que mitigue el descontento de los descontentos. Para disgusto de los liberales, esto pasa por un aumento del gasto público encaminado a generar una mayor sensación de protección en los estratos más desatendidos del cuerpo social. Esto no significa que haya de gastarse de manera desordenada, pero es imprescindible que quienes se ahora se sienten left behind empiecen a sentirse de otra manera. Inversión en infraestructuras, provisión de viviendas públicas, políticas activas de empleo, más guarderías: instrumentos de los que echar mano por razones de justicia y conveniencia. La crisis nos ha hecho a todos más estatalistas -¡a todos no!, protestarán algunos- y es hora de asumir que de nada sirve tener razón teórica si el votante se entrega en la práctica al populismo. Dicho de otra manera: ¿de qué sirve reprochar al votante de Le Pen que el 57% del PIB francés corresponde al Estado, y que de hecho el gasto público no ha descendido durante la crisis, si así lo percibe él? Hay que recordárselo, claro; pero sobre todo hay que conseguir que se sienta de otra manera. No hablamos de verdades, sino de percepciones. Naturalmente, la dificultad estriba en modernizar la economía de cuyo crecimiento depende la financiación del gasto público; tan difícil como reformar la administración pública para hacerla más eficaz, entre otras cosas incluyendo políticas de evaluación del gasto. Y lo mismo vale para los tratados de libre comercio, por ejemplo: habrá de decirse alto y claro que son beneficiosos, pero asegurarse de que la destrucción creativa generada por la globalización es debidamente compensada en aquellos sectores que más perjuicio sufren por su causa. Ya que el crecimiento económico de Asia o Latinoamérica, indudable efecto positivo de la globalización, sirve de poco al obrero de Lyon.

5. Crear comunidad mediante la participación democrática. Ha hecho fortuna estos años la queja de que la representación política supone de facto un desempoderamiento del ciudadano ordinario, al otorgar todo el poder de decisión a unas élites autistas sin contacto con los intereses generales. Añádanse a eso unas pócimas de conspiracionismo -a derecha e izquierda- más los efectos devastadores de una Gran Recesión, y ya tenemos formada la pinza entre asamblearismo y populismo: entre quienes demandan la extensión de los mecanismos participativos directos y quienes se reclaman intérpretes cualificados de la voz del pueblo. Por un lado u otro, la solución del plebiscito. Pero el plebiscito no es ninguna solución, sino una fuente de problemas. De ahí que la democracia representativa no pueda cambiar su esencia, pero sí presentarse ante los ciudadanos de manera más favorecedora. Pueden crearse grupos de trabajo con representantes ciudadanos que informen a los parlamentarios de sus puntos de vista sobre unos u otros asuntos; pueden realizarse experimentos deliberativos sin conexión directa con la toma de decisiones, con efectos igualmente informativos pero también simbólicos. Y puede sacarse a la luz aquello que muchos ciudadanos ignoran: que no hay ley que se apruebe sin consultar con los distintos actores que integran los sectores afectados por ella, aunque esos contactos preparatorios no sean publicitados de forma ordinaria. Será en el nivel local donde esa participación ciudadana pueda darse en mayor medida, aunque de hecho ya se produce. En suma, se trata de reforzar simbólicamente la dimensión participativa -que la tiene- de las democracias representativas, con el objetivo de que el ciudadano se sienta afectivamente concernido por ellas.

6. Inmigración: el desafío del orden. Las sociedades democráticas han de ser sociedades abiertas. Por eso, los instintos morales de una Angela Merkel son correctos; distinto es que su olfato político se haya mostrado igualmente certero. Las opiniones públicas son animales delicados, propensos a los cambios de humor, y la inmigración ofrece al populismo de derecha un blanco fácil: la identificación de un enemigo que despierta en nosotros los más bajos instintos tribales. Ya se invoquen razones económicas o se agite el fantasma de la colonización cultural; el repertorio es casi ilimitado. Ante esto, los gobiernos democráticos pueden responder admitiendo que una inmigración desordenada es un problema que conviene ordenar. Pero no mediante el recurso conservador de «ley y orden», sino mediante la eficacia administrativa: un reforzamiento de los recursos burocráticos dirigidos a conocer los contornos del fenómeno migratorio, así como un refinamiento de las políticas públicas dirigidas a paliar sus efectos negativos. En suma, la inmigración debe convertirse en una rama especializada de las políticas estatales, habida cuenta de que el mundo del siglo XXI será cada vez más híbrido. Si algo ha de evitarse, es una sensación de descontrol que produce en muchos ciudadanos el anhelo de mano dura. Esto no pasa por cerrar fronteras, sino por abrir oficinas.

7. Diversidad, último capítulo. «Alemania no consiste solamente de suscriptores de Netflix, sino también de espectadores de la RTL2», dice gráficamente Die Zeit para ilustrar la pertinencia de rehabilitar el punto de vista de los segundos frente a la hegemonía de los primeros. Siendo los primeros, aclara, tradicionalistas culturales. A su juicio, el éxito del populismo se debe en parte a la marginación de puntos de vista conservadores a los que se ha privado de legitimidad en la esfera pública, algo de lo que se habría aprovechado el populismo: los «deplorables» a los que se refería Hillary Clinton. Se trata de un asunto delicado, en la medida en que algunos de los valores así defendidos -la xenofobia y la homofobia, por ejemplo- son inaceptables. Pero quizá el conservador cultural haya de ser respetado y no vilipendiado, para evitar su fuga a los extremos del espectro político. Se trata de persuadir, no de demonizar. El respeto a la diversidad no incluye solamente a las minorías tradicionales, sino también a la nueva minoría tradicionalista.

8. Para reformular el patriotismo. No son pocos los populismos que intentan apropiarse del patriotismo, vertiendo sobre esa ambigua palabra un capital afectivo que remite a una identidad colectiva compartida. También aquí hay abierta una veta para la política democrática, que no pasa por el tradicionalismo excluyente à la Fillon. Durante años, hemos defendido el patriotismo constitucional como alternativa a la exaltación patriótica más visceral. Sus límites, sin embargo, saltan a la vista. Sería por ello conveniente presentar una alternativa capaz de arrebatar el discurso patriótico a los populismos, a la manera del victorioso candidato de los Verdes austríacos a la presidencia de su país: un Alexander Van der Bellen para quien «Austria es mi patria [Heimat]. Austria está en mi corazón». Para los defensores de una sociedad abierta, este tipo de discurso resulta amenazante; sería preferible no tener que formularlo. Pero mientras la amenaza populista siga en pie, quizá no quede más remedio que desarrollar un discurso patriótico alternativo que contenga elementos afectivos capaz de neutralizar las invocaciones nostálgicas del populismo. Acaso el siglo XIX sea el lugar donde buscar recursos teóricos que sirvan a tal fin: en los padres del constitucionalismo norteamericano, en los promotores del risorgimiento italiano, en la castigada tradición liberal española. A fin de cuentas, el concepto de «patria» no tiene un campo semántico cerrado. Se trata de redefinirlo alrededor de los textos constitucionales, como un espacio de convivencia de identidades múltiples que convergen en una misma ciudadanía: una suerte de patriotismo constitucional emocionalmente recargado. Frente al soberanismo nostálgico de una Theresa May, la obstinación ilustrada de una Angela Merkel. O la satisfacción de pertenecer a una sociedad abierta, tolerante y diversa.

9. La política como arma cargada de futuro. Pertenece a la esencia de la democracia la capacidad para formular ofertas de mejoramiento; una democracia resignada es una contradicción en sus términos. Demasiadas veces, la facturación de alternativas en un marco de competencia electoral desemboca en demagogias impracticables destinadas a reforzar la identidad ideológica de los partidos en liza, dejando de lado la capacidad de la política para transformar las sociedades y mejorar la vida de los ciudadanos. Es falso que la política nada pueda ante las asechanzas de la globalización o la innovación tecnológica; y sería bueno poner de manifiesto su potencia relativa, al tiempo que se enfatizan las ventajas de la globalización y la innovación tecnológica sin ocultar sus inconvenientes. Digamos entonces que sería conveniente desarrollar una contraprogramación basada en el dibujo de la buena sociedad del futuro, eludiendo simultáneamente el voluntarismo político del populismo de izquierdas (de acuerdo con el cual todo es cuestión de «voluntad política») y el tradicionalismo nostálgico del populismo de derechas (que echa de menos un tiempo dorado que no regresará ni fue nunca, o no para todos, tan dorado). Salta a la vista que esbozamos con ello una tarea solo apta para funambulistas políticos, pero ya dice la canción que la vida es así y no la he inventado yo.

De todas estas propuestas puede decirse sin vacilar que resulta mucho más fácil formularlas a beneficio de inventario que llevarlas a la práctica, sin garantía ninguna además de que vayan a funcionar eficazmente. Pero la alternativa es no hacer nada, esperando que el populismo contemporáneo sea un fenómeno coyuntural llamado a desinflarse tan pronto como los efectos de la recuperación económica se hagan más visibles, o dejar que los populismos gobiernen y al hacerlo se ahoguen en sus contradicciones. Podemos discutir cuál de esas opciones es preferible, pero si de retomar la iniciativa en defensa de la sociedad abierta se trata, valgan las recetas aquí sugeridas como elementos para el debate: sin alarmismo, pero sin complacencia.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).