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No se ha traducido al castellano el título original del libro. Éste incluye  un  subtítulo que realmente consigue explicar  de qué va el libro, a qué se refiere su título Una teoría liberal de los derechos de las minorías.

"Muchos liberales de posguerra -escribe Kymlicka, director del Centro Canadiense de Filosofía y Política Pública del Departamento de Filosofía de la Universidad de Ottawahan considerado que la tolerancia religiosa basada en la separación de la Iglesia y el Estado proporciona un modelo para abordar las diferencias etnoculturales". Tomando como modelo la separación Iglesia- Estado, el liberalismo exige que la política se independice de la nacionalidad, como ya lo ha hecho de la religión.

Ésa es la propuesta que Kymlicka revisa críticamente en este libro. Y lo hace no desde una postura comunitarista, como podría hacer pensar su nacionalidad canadiense, sino desde los propios  presupuestos  del  liberalismo.

La concepción de los derechos humanos como algo de carácter exclusivamente individual que en ningún caso corresponde al grupo, sino a las personas consideradas singularmente, justifica la defensa liberal de una "omisión bienintencionada" por parte del Estado: el Estado debe ser ciego en materia de color, raza o sexo, igual que lo son los derechos, del mismo modo que lo es en materia de religión. Es precisa­ mente a partir de este principio básico del liberalismo como el autor justifica la necesidad de una "ciudadanía diferenciada".

Para ello se basa en la constatación de que, en la práctica, el Estado necesariamente fomenta determinadas identidades culturales y perjudica, en consecuencia, a otras. Ello ocurre cuando adopta, por ejemplo, una determinada lengua para la enseñanza o cuando designa las festividades públicas. Y esto supone no solo una discriminación para el grupo, sino también para cada uno de los individuos,  ya que la pertenencia a un grupo con una cultura propia dota de significado a la elección individual. Por lo tanto, la doctrina liberal de los derechos -como algo que corresponde a cada persona singularmente considerada- debe incorporar el tratamiento de los derechos en función de la pertenencia a un grupo para que efectivamente los individuos disfruten de ese marco que dota de sentido a sus acciones.

 

Por otra parte, la cultura otorga al individuo un horizonte de significado no solo en su vida privada, sino también en su dimensión social. De ahí la necesidad de lo que Kymlicka denomina una "cultura societal", es decir, "una cultura que proporciona a sus miembros unas formas de vida significativas a través de todo el abanico de actividades humanas, incluyendo la vi­ da social, educativa, religiosa, recreativa y económica, abarcando las esferas públicas y privada".

Kymlicka considera necesaria, por tanto, la adopción de una "ciudadanía diferenciada". Ésta consiste en la con­ cesión de derechos específicos en función del grupo al que un individuo pertenece, y está destinada a superar las discriminaciones que existen en la realidad en las sociedades no homogéneas desde el punto de vista racional o cultural, es decir, en la mayoría. Estos derechos pueden incluir la representación especial de determinados grupos minoritarios en las instituciones políticas; la adopción de una política lingüística "positivamente discriminatoria"; la demarcación de distritos electorales para que la minoría, cuando está geográficamente localizada, pueda constituirse en mayoría en algún momento o, final­ mente, la elección  de las festividades públicas.

Por otro lado, "muchas formas de ciudadanía diferenciada en función del grupo son, de hecho, ejercidas por los individuos";  por  eso  la existencia  de una ciudadanía diferenciada no contradice la idea de los derechos como algo singular. Y no solo no es contradictoria con los planteamientos liberales, sino que es exigida por ellos mismos. Precisamente porque los derechos son ciegos en materia de color, raza o sexo, el Estado no puede serlo. Tiene que adoptar una "ciudadanía diferenciada" como medida para lograr que la política sea independiente de la cultura, la raza y el sexo, del mismo modo que lo es de la religión. Esa "ciudadanía diferenciada" no debe favorecer a un grupo cultural más que a otros. Por ello, las medidas de "discriminación positiva" son siempre circunstanciales, están encaminadas a superar un lastre histórico, a salvar una situación de marginación. Es el caso de Estados Unidos, donde la inclusión de los grupos minoritarios pasó hasta principios de la década de los setenta por la "angloconformidad", lo que dio lugar al meltingpot estadounidense.

Dado que la concesión de derechos especiales a las minorías está encaminada a vencer una situación discriminatoria dada en un momento histórico, debe ser continuamente revisada para confirmar o no su validez aquí y ahora. Solo así la "política de la diferencia" no representará una amenaza para la democracia liberal. Solo así la reivindicación de los derechos de las minorías no representará  la  amenaza de una nueva Ruanda o una nueva Yugoslavia.