Tiempo de lectura: 2 min.

El símil de la botella medio vacía o medio llena, según con qué ojos se mire,  sirve para ilustrar perfectamente la situación de la Alianza Atlántica tras la  Cumbre de Madrid del pasado julio.

La reunión se clausuró con un  gran éxito de los anfitriones  (la capital, el gobierno, el  pueblo español) desde el punto de  vista de la organización y cierta decepción  entre quienes habían creído  demasiado en las expectativas  un tanto artificiales emitidas en las  etapas preparatorias. Hubo confusión  entre objetivos, métodos y resultados.  Y cierta tendencia a olvidar  que, pese a la renovación de los  últimos años, la "nueva OTAN" sigue  siendo la misma que nació, pronto  hará cincuenta años, en Washington.

Muchos olvidaron cuál es el país  que mantiene el liderazgo de la organización atlántica desde su fundación.  Eso explica su escandalizada  sorpresa ante la exigencia del Presidente  Clinton de abrir la puerta solamente  a tres de los cinco países centro-  europeos o balcánicos que se hallaban  en lista de espera. El Presidente  norteamericano ejerció en Madrid  ese liderazgo. Y lo hizo con relativa  prudencia, sin prepotencia  aparente. Cinco nuevos miembros  eran demasiado para las arcas de la  Alianza y, naturalmente, para las de  Estados Unidos.

Habrá que esperar a 1999 para  que Rumanía y Eslovenia se adhieran  al Tratado de Washington. Probablemente también lo hagan entonces  los países bálticos, pues ésta es  otra de las exigencias norteamericanas  que los aliados europeos aceptaron  incluir en el comunicado, aunque  algunos a regañadientes, para  no irritar al hosco Primakov.

El otro gran tema sobre el que la  Cumbre de Madrid debería haberse  pronunciado había sido descartado  meses antes. La nueva estructura de  mandos de la Alianza está todavía  "verde" y era peligroso ponerla en  marcha sin resolver una serie de  asuntos de fondo (el imposible -por  ahora- mando europeo en ‘el Cuartel  General del Mediterráneo), además  de algunos de carácter "técnico" (la  definición de zonas para el submando  español, por ejemplo), que deberían  estar listos en diciembre. No  importaría demasiado, sin embargo,  que tal renovación exigiera aún más  tiempo, dada su importancia y trascendencia  en el futuro.

La potenciación del diálogo mediterráneo,  iniciado por la Alianza  con resultados modestos, fue uno de  los objetivos logrados en Madrid y  que, al menos para España (promotora  de la idea), alberga una interesante  carga de futuro. La Carta de  cooperación con Ucrania, también  firmada en Madrid, cabe valorarla  como un intento de rescatar a ese gran país del área de influencia rusa,  para así estabilizar, en la medida  de lo posible (bastante poco, por  cierto), una vida política y económica  que da tumbos.

Poco más salió de la cita madrileña,  salvo la convicción de que en  los procesos de cambio lo importante  no son las palabras, sino los  hechos. La OTAN inició tras la caída  del "socialismo real" un proceso de  adaptación y renovación en profundidad  que va, desde la definición de  sus nuevas prioridades y misiones  estratégicas, a la "invención" de  una nueva estructura de mandos y a  su apertura hacia las nuevas democracias  emergentes en el Este y centro  de Europa.

Nada de esto podía ni puede improvisarse,  como tampoco ser doblegado  a la tiranía de las fechas y  los calendarios. Por eso fue un tanto  exagerado -por no decir provinciano-  situar en la Cumbre de Madrid  esperanzas exageradas: la  esencia del pacto atlántico sigue  siendo la misma, la renovación en  marcha es imparable, pero mal puede  someterse a las urgencias de los  políticos o a la tiranía de los medios.  Avanza por carriles distintos.  En la capital española, esto quedó  meridianamente claro.

Periodista