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1. Obsolescencias políticas. Se vuelve a demostrar que el referéndum es un instrumento inadecuado para la toma de decisiones trascendentales en sociedades complejas e interdependientes. Hablar de «voz del pueblo» para referirse a cuerpos sociales desmembrados en multitud de partes dispersas -Londres/periferia, Inglaterra/resto, jóvenes/mayores, residentes/expats, nacionalistas/cosmopolitas- carece de sentido: lo que emerge se parece más a una ventriloquía por agregación. También ha quedado claro que su sola convocatoria abre un espacio emocional cuyas dinámicas no pueden preverse ni controlarse. Por efecto de las lógicas de la opinión pública, acaso reforzadas en la era digital, hipérboles y falsedades dominan enseguida la conversación mayoritaria, dejando el matizado análisis de hechos y argumentos racionales en un segundo plano. Hay, claro, Altos Debates que tienen lugar simultáneamente; pero el tenor general del debate público propende a la mendacidad y la exageración. No es casualidad que Nigel Farage, líder oficioso de la campaña por la salida, haya dejado ya claro en la mañana de autos que quizá se exageró al decir que el Brexit permitiría desviar una cantidad millonaria de libras a la Seguridad Social británica. Y es que una sociedad en estado refrendatario tiende de manera natural a primar las emociones y las falsas razones sobre los buenos argumentos. Nada de lo que sorprenderse: somos sujetos sometidos a déficits de racionalidad, distorsiones perceptivas, renuentes a informarnos, sensibles a las influencias afectivas. Sin la mediación representativa, estas deficiencias se hacen mucho más evidentes. Se colige de aquí que los plebiscitos no son el instrumento más adecuado para el gobierno democrático. Máxime cuando quienes con más denuedo se movilizan en ellos son los más convencidos y, por tanto, los más dogmáticos: término de origen religioso que nos coloca en la pista correcta.

2. La paradoja del liderazgo. No tendríamos Brexit sin David Cameron; o sea, sin su decisión de convocar un referéndum cuya intención original no era sacar a Gran Bretaña de la Unión Europea, sino acabar con la guerra intestina del Partido Conservador. «Así que el gran apostador terminó por perder», ha escrito flemáticamente The Economist: tras ganar dos referéndums, Cameron perdió el más relevante de todos. Pero, ¿tiene sentido que una decisión que afecta tan gravemente el destino político de un país y el de la estructura multinacional del que se excluye sea tomada por un solo hombre y además por razones espúreas? En sociedades interconectadas por medios digitales, interdependientes por efecto de los vínculos económicos y culturales que la globalización ha profundizado, ¿qué pensar de este resto tribal, esta suerte de decisionismo democrático? No hay una solución fácil: el gobierno de la «multitud» es técnicamente imposible y moralmente indeseable. De modo que la importancia de los buenos liderazgos -o del liderazgo en general- es más patente que nunca. Pero no hay forma de asegurarnos de que tendremos más Obamas que Trumps, ni de que alguien con las credenciales iniciales de Cameron no desarrollará la afición a equivocarse jugando a la ruleta rusa de las consultas populares. Durante épocas de crisis, dicho sea de paso, el revólver lleva más balas.

3. Espejismo: soberanía. «Es grandioso que los británicos hayan recuperado el control»: la frase es de Donald Trump y resume a la perfección la mayúscula ilusión bajo cuyos efectos han votado muchos británicos. En gran medida, votar Brexit fungía como un voto por la soberanía nacional perdida, la recuperación de un poder que se percibe hoy en día disociado de las decisiones de los gobiernos democráticos. Soberanía equivale pues a control de las fronteras, proteccionismo económico, preservación de las tradiciones: Great Britain First. Que la frase antecitada sea de Donald Trump ilustra a la perfección el tipo de ilusionismo del que hablamos: la creencia de que puede darse marcha atrás en el proceso de globalización que trae consigo la disolución parcial de las culturas tradicionales y la erosión de la soberanía nacional, en beneficio de estructuras de gobernanza multinivel y el surgimiento de identidades múltiples con acento cosmopolita. El Brexit es la revuelta de los aislacionistas, la rebelión de quienes ya no entienden el mundo que se ha ido conformando a su alrededor, la reacción precavida de quienes sienten nostalgia por los sencillos encapsulamientos nacionales del pasado: los que han perdido o se peciben como perdedores. Es la preferencia por una soberanía formal, detrás de la cual se esconde un poder disminuido en la práctica por la menor capacidad de ejercer influencia sobre los procesos y actores que, a su vez, ejercen influencia sobre uno mismo. Porque Europa no dejará de ser relevante para Gran Bretaña; pero Gran Bretaña no se sentará a la mesa con Europa. Sucede que somos animales religiosos y simbólicos, en busca permanente de comunidad y sentido. El cosmopolitismo todavía no es capaz de sobreponerse a las fuerzas afectivas del localismo, ni podrá articular un relato del todo eficaz mientras continúe vigente un estado de ánimo depresivo y alarmista que contempla el futuro, contra toda razón, sin esperanza.

4. El error de Merkel. No sólo se ha equivocado Cameron: ahora podemos ver con toda claridad aquello que no vimos, por buenas razones morales, hace unos meses. A saber, que la decisión de Angela de Merkel de aceptar un número indefinido de refugiados en Europa fue un craso error político; aunque uno deseara lo contrario. Y ello porque las opiniones públicas son criaturas delicadas, que en este caso no han soportado la imagen de miles de refugiados vagando por los campos centroeuropeos sin sufrir un ataque de pánico. Se trata de una reacción ciudadana moralmente equivocada y políticamente tóxica, pero una líder tan capaz como la presidenta alemana debía haber sido capaz de anticiparla. De ahí que el acuerdo con Turquía, moralmente objetable, fuera políticamente inevitable; pero también ha llegado tarde. Esperar que las cifras y los hechos disuadieran a los votantes británicos que querían irse de la Unión Europea para frenar la inmigración era puro wishful thinking: el miedo y la incertidumbre no desaparecen tan fácilmente bajo la luz cegadora de la razón. Menos aún en la era de la truthiness, la pseudo-verdad que pasa por verdad, nacida de la desconfianza en el establishment y «sus» medios. Digamos entonces que Merkel ganó el argumento moral, pero está perdiendo la batalla política. Y eso conducirá a la larga al establecimiento de peores condiciones morales en toda Europa. No basta, pues, tener razón: hay que saber aplicarla en el momento correcto.

5. Ironías de la voluntad política. Los partidarios de la política heroica reclaman la capacidad de la política para recuperar poder, entendiendo que éste se ha desplazado a lugares sellados herméticamente: los salones de la plutocracia global que controla el «verdadero» poder. Por eso se dice que vivimos en una post-democracia o hacemos política simulativa o incluso post-política. De hecho, muchos de los que han votado Brexit se sitúan en esa línea y no necesariamente en el nativismo de ultraderecha: Europa sería un club tecnocrático dominado por burócratas que, con Mario Draghi a la cabeza (¡trabajó en Goldman Sachs!), sustraen a la voluntad popular las decisiones relevantes e imponen políticas austeras o neoliberales. La otra versión, claro está, dice que esa misma coalición de políticos y burócratas impone una libertad de movimientos que llena Gran Bretaña de inmigrantes. Pero, ¿acaso no podemos ver el referéndum británico como un ejemplo de «voluntad política» efectiva? Sólo que sería una voluntad política «mala», porque no se corresponde con lo que esperamos obtener cuando reclamamos el regreso de la acción política. En este caso, el pueblo ha dicho a las élites lo que quiere, que no es lo que querían las élites. ¡Insurrección popular! Aunque, naturalmente, Farage y Johnson son élites también: porque son las élites las que producen la ideología que consumen los ciudadanos. En este caso, estamos ante eso que Margaret Canovan llama «política de la redención» y Michael Oakeshott «política de la fe»: una política de tintes emocionales contra la que apenas puede competir, en tiempos de crisis, la dificultosa búsqueda del consenso teñida de detalles técnicos en que consiste la democracia que se orienta al uso público de la razón. Los británicos, en fin, han votado poesía: una poesía que pronto se volverá prosa.

6. El momento populista. Sucede que el Brexit no ha sido apoyado por «los británicos» (igual que la independencia de Cataluña no es apoyada por «los catalanes»); esta sinécdoque es un vicio natural del lenguaje que es necesario combatir. Ahora, la sociedad británica está partida en dos, fracturada por una decisión aparentemente irreversible y de formidables consecuencias potenciales. No hay «pueblo» ahí, aunque se lo busque. Es hora de abandonar esa vieja noción premoderna, que todavía sirvió para la construcción moderna de las naciones, y asumir las tesis posmodernas (o tardomodernas, a elegir) sobre la fragmentación de identidades e intereses dentro de una sociedad: el «momento pluralista», al decir de Aurora Nacarino-Bravo. Más aún, cuando esa noción mística desciende a la realidad empieza uno a encontrarse extraordinarias dificultades logísticas: expatriados que no pueden votar a tiempo, jóvenes que tienen dificultad para registrarse, brutales disparidades en el grado de información de distintos votantes, tibieza del líder laborista que se resiste a ayudar a su rival conservador (también porque Jeremy Corbyn posee, él mismo, una fuerte veta euroescéptica). Sólo quien crea de verdad que los electorados nunca se equivocan, hagan lo que hagan, pueden sostener la ficción de que existe un pueblo que posee voz propia. Y no deja de ser contradictorio que quien así razona suela sostener asimismo que la voluntad de los individuos, sobre todo cuando votan aquello que a ellos les disgusta, ha sido suplantada por el discurso hegemónico del capitalismo liberal: pueblo será entonces sólo aquel segmento del electorado que vota lo que a uno le parece correcto.

7. Las guerras edípicas. Parece razonable interpretar el resultado de la votación como una derrota de los jóvenes a manos de sus mayores: éstos, mayoritariamente euroescépticos y en la lanzadera de salida de la existencia, han privado a aquellos, eurófilos con el futuro por delante, de su ciudadanía europea. Se trata de un notable episodio dentro de un patrón más amplio, marcado por la desigualdad intergeneracional que la crisis ha puesto al descubierto. Por supuesto, caben muchos matices: hay jóvenes en Sunderland que han votado Brexit y mayores en Brighton que han votado Bremain. Asimismo, como se ha dicho antes, no todos los votos están sostenidos por las mismas razones: hay brexiteers que rechazan lo que perciben como Europa neoliberal, como los hay que creen sinceramente que los intereses estratégicos de Gran Bretaña están en la pujante Asia y no en la decadente Europa. Pero es indudable que la brecha generacional existe y es quizá más intensa que nunca, debido al cleavage abierto por las nuevas tecnologías. Éstas han establecido espontáneamente una división cultural clara entre nativos digitales y nativos analógicos, cada uno portando su correspondiente «cultura»: septuagenarios contra millenials. Esto no da automáticamente la razón a los segundos frente a los primeros, aunque cualquier usuario de smartphone se crea mejor informado que el lector de la hoja parroquial, pero sí crea, vistos los patrones demográficos y la mayor propensión de los mayores a movilizarse políticamente, un desequilibrio representativo en favor de éstos. Por desgracia, nada garantiza que los jóvenes así perjudicados votarán a quienes dfienden las políticas que más les convienen; quizá descubran, como los propios brexiteers, que quien prometió beneficiarle ha terminado perjudicándole. «¡Y yo que sabía!», dirá entonces: divisa del votante arrepentido.

8. La gran incomprendida. La Unión Europea, como la propia democracia liberal-representativa, es más sofisticada que los actores que la componen; por eso es objeto de frecuente crítica y hasta irrisión. A menudo, sus detractores le reprochan que no sea perfecta; en realidad, su existencia es un milagro. Hablamos de una estructura multinacional de 28 países, con moneda común en 19, libertad de movimientos y mercado único, en un continente que hace 70 años salía de la más cruenta guerra que haya conocido la historia. Pero hay que quejarse: remota, aquejada de déficits democráticos, capturada por los intereses económicos, desinteresada por los problemas cotidianos, metomentodo, ineficaz. Se trata de un desdén que se intensifica en quienes sienten nostalgia del viejo nativismo a un lado y en quienes querrían «una Europa solidaria» al otro. ¡Como si la Unión hubiera podido construirse de otra manera! Diga usted a un campesino bávaro y a otro francés, allá por los años 50, que den su apoyo a una unión política y cultural basada en la cesión de soberanía y la solidaridad conjunta. No, la Unión Europea sólo podía construirse desde el principio por -triste ironía hoy- la vía anglosajona: entrelazando los intereses económicos de sus miembros, que después habrían de servir para crear vínculos políticos, culturales y hasta sentimentales. Por desgracia, los perfeccionistas de izquierda y derecha pueden tener éxito en su tarea de demolición de la Europa posible en nombre de la Europa o la patria imposibles. Nada de esto quiere decir que no se hayan cometido errores de diseño o incluso de carácter simbólico: pero eso es justamente lo que sucede en el mundo de las instituciones reales y los procesos sociales complejos. Algo que los líderes nacionales, aficionados a culpar a Europa de sus propios errores, también han preferido ignorar. Nunca debe olvidarse que las opiniones públicas son infantilmente plásticas: el apoyo a la Unión Europea ha caído considerablente incluso en los países más europeístas, como los meridionales. Y es que si las cosas se tuercen, me enfado.

9. El Brexit como significante vacío. Conocidos los resultados definitivos del referéndum, ha dado comienzo la guerra de significados en torno al significante Brexit: otro juguete para la lucha política. Hay tres grandes marcos en liza. Nativistas y populistas de derecha saludan con entusiasmo la «emancipación» británica, celebrando la victoria del pueblo contra las élites y demandando referéndums en sus propios países; el Brexit sería desde este punto de vista la rectificación largamente esperada del error de origen en que habría consistido la Unión Europea. Por su parte, los populistas de izquierda razonan que los británicos han rechazado la Unión por ser ésta una entidad «neoliberal e insolidaria», la legendaria Europa de los Mercaderes que urge reemplazar por una Europa de los Ciudadanos o incluso de los Pueblos: una versión romántica de la realidad. Finalmente, la coalición «sistémica» formada por los partidos mainstream de orden socialdemócrata, democristiano y liberal, lamenta amargamente el golpe que la salida británica supone para el proyecto europeo y denuncia la irracionalidad de los referéndums, así como el regreso del nativismo a primera línea de la vida política. Podríamos hacer un referéndum para decidir quién tiene razón, pero a la vista de las consecuencias probables -socavamiento de las instituciones que han traído prosperidad y progreso moral al continente, reforzamiento del populismo de derecha e izquierda, salida de la Unión Europea de un socio incómodo pero saludable, riesgo de implosión en la propia Gran Bretaña por el deseo de Escocia de seguir ligada a Europa, amenaza a la economía mundial por la inestabilidad financiera y a la española por el posible impacto sobre los cientos de miles de expatriados británicos que aquí residen- quien esto escribe no alberga muchas dudas.

 

 

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).