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Por ejemplo: el triunfo del PP gallego y de su líder (o, mejor, de su líder y del PP, en orden lógico) ¿refleja un aumento de la adhesión al Ejecutivo de Madrid por parte de todos los ciudadanos del Estado?

¿Anunciará que en la próxima corrida electoral Aznar tal vez pueda ir por el monte solo, sin la compañía a veces incómoda de los nacionalistas periféricos?

La mayoría absoluta de don Manuel, ¿es transferible a don José María?

Otra pregunta: la humillante y esperada derrota de los socialistas gallegos y de sus compañeros de viaje ¿anuncia el fin de una non-nata experiencia de «mayoría progresista» con López Garrido, Ribó y Almunia del bracete? ¿En qué medida el 1% de IU hiere de muerte a Anguita y sus seguidores?

¿Habrán sonado las campanas en Galicia por el socialismo hegemónico de los años ochenta y principios de los noventa? Guerra y González, abriendo la caja de los truenos en el Noroeste mediante acusaciones improbadas e improperios (narcotráfico y golpismo, por ejemplo), ¿serán apenas la penosa imagen del pasado irrecuperable o del presente irresponsable que los ciudadanos rechazan y contra el que se rebelan?

Los nacionalistas del Bloque (BNG), antaño radicales y hoy remozados con las cosmética socialdemócrata, ¿se convertirán en el futuro en el fiel de la balanza, la fuerza de estabilización del país más estable (electoralmente hablando) de las Españas?

¿Xosé Manoel Beiras for president en el próximo milenio?

Ninguna de estas preguntas tiene respuesta ahora y deberán pasar meses, tal vez años, hasta que alguien (la realidad, virtual o no: quién sabe…) se atreva a responderlas con posibilidades de acertar.

Hay, en cambio, modestas evidencias que, sin amargar la fiesta a nadie, deberían tenerse en cuenta.

Las elecciones gallegas reflejaron una realidad preocupante: la renovación de la vida política española, autonómica o estatal, es una asignatura pendiente. Si los ciudadanos no lo remedian (¿pueden hacerlo?, ¿cómo?), accederán al siglo xxi con los mismos líderes, aparatos, usos y desusos de los años setenta. Es una perspectiva preocupante.

La vida política española está esclerotizada y el nuevo impulso que la inmensa mayoría desea o barrunta no puede ventilarse con una simple alternancia, máxime cuando la alternativa ni está clara ni lleva trazas de aparecer en el futuro inmediato, como demostraron suficientemente los comicios gallegos.

Otra evidencia: la vida política camina hacia la «jibarización», permítaseme el neologismo, de las conductas y de los hábitos políticos. Quien ajeno al clan o a la tribu se atreve a dar consejos o sugerir soluciones para los problemas reales (a veces transferibles desde el centro a la periferia) sale más corrido que el gallo de Morón.

La intromisión de los metecos socialistas en la campaña gallega para explicar a los ciudadanos la buena nueva sin gaiteiros, romerías o inauguraciones de hogares para la tercera edad no salvó al pobre Abel (Caballero, no Matutes, distingamos) del naufragio. Cualquier forastero que se aventure en el saloom político de la piel de toro se la juega.

La tentación de transferir los resultados gallegos al resto del Estado es grande, pero la cautela -en esto como en todo lo que se refiere a Galicia- debería ser de rigor.

Políticamente, Galicia es diferente, aunque las tendencias básicas descubiertas ahora puedan repetirse en otras latitudes. Fraga no es Aznar -¡vaya descubrimiento!- ni los barones del PP en el Noroeste se parecen en nada a la guardia de hierro juvenil que rodea al Presidente del Gobierno. Pero los peligros de mesianismo acrítico, de prepotencia, de aislamiento y altanería amenazan tanto al Palacio de Raxoi como a La Moncloa. Conviene que estas cosas se digan desde la proximidad de las convicciones.

El triunfo popular da al gobierno central un respiro, al menos hasta la primavera del año próximo, cuando los idus del euro se impongan. Ir más allá de estas reflexiones es políticamente arriesgado. O, incluso, incorrecto.

Periodista