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Las primeras clases que recuerdo de don Antonio fueron las del curso 1972-1973 en la Universidad Autónoma de Madrid, a donde se había incorporado como catedrático de Filología Latina. El autor que impartía ese año era Tácito y su metodología como profesor consistía en una edición abierta, constatando diversas versiones de los Anales (libro XIII), para tras diversas interpretaciones y traducciones de los alumnos y la suya propia llegáramos a comprender y entender mejor el texto y la obra de Tácito. Del mismo modo, su sentido de la libertad de expresión nos la transmitiría en el curso dedicado a la crítica textual de Terencio en la Biblioteca Nacional de Madrid, que fue el trabajo de fin de curso del año siguiente. Un año antes, aproximadamente, de la muerte de Franco, don Antonio acababa de publicar su libro Humanismo Romano y nos ofreció generosamente la dirección de las tesinas o memorias de licenciaturas. En mi caso concreto, mi elección fue Antonio de Nebrija, que sin yo saberlo, claro está, en aquellos momentos, no sólo iba a marcar mi relación con una de las facetas investigadoras de don Antonio, la del Humanismo, sino también mi investigación personal sobre este insigne humanista andaluz, del que en ocasiones en las lecturas de su obra que efectuamos en común decía don Antonio: «además de ser un magnífico latinista es humano, con sus virtudes y sus defectos». Tres años después, en 1978, yo recorría el «salón de los pasos perdidos» del palacio del Senado, en el que don Antonio por aquel entonces, siguiendo la senda de su querido y admirado Cicerón, como Pater patriæ presidía la Cámara del Senado que aprobaría de forma consensuada nuestra Constitución de 1978. Mi visita y aceptación posteriormente por parte de don Antonio era con la finalidad de continuar mi tesis doctoral.

Bajo su magistral dirección, aportaciones propias y los libros de su biblioteca personal, y sobre todo una humanidad sin límites con sus sabios consejos, efectúe luego la preparación de mi tesis doctoral sobre Antonio de Nebrija. Todavía recuerdo la alegría que como maestro y director de mi tesis sintió cuando le presenté los tres volúmenes de la misma, y guardo aún las notas preceptivas que me aconsejó para la defensa de la misma, que fue leída en el curso 1983-1984.
En el año 1984 don Antonio Fontán había obtenido la cátedra de Filología Latina de la Universidad Complutense y tuve entonces el gran honor de ser colaboradora suya. Incluso he de añadir que de manera poco usual, para el contexto general de la universidad, me permitió asistir y preparar sus clases de Sintaxis latina, y de textos, en esta ocasión Tito Livio, y el curso de doctorado sobre el Humanismo Español; le gustaba a don Antonio, como buen profesor que era, estar presente en mis exposiciones ante los alumnos y después comentarme sus opiniones sobre las mismas. Del mismo modo lo hacía en mi labor continuada como investigadora del Humanismo.

Después de su jubilación y hasta la fecha de su fallecimiento, a nuestra relación como maestro-discípula se ha añadido la de la amistad fiel de Séneca: don Antonio siempre mantuvo vivo ese interés porque le comentara tanto mi labor docente como mis trabajos de investigación, seminarios, exposiciones o conferencias etc., ofreciéndome a la vez su sabiduría y sus opiniones a través de largas conversaciones, en las que también íbamos hablando de sus obras en curso: su último libro, Príncipes y humanistas, cuya presentación fue hace unos meses, o bien me leía y comentaba su Cicerón. Nuestra última conversación tuvo lugar el 15 de octubre del 2009, día de su cumpleaños, en la que todavía me deseó suerte en mi próximo viaje a Italia, donde debía impartir un seminario en el Doctorado Europeo.

Mi maestro y amigo don Antonio Fontán es por su calidad humana y su sabiduría un humanista del siglo XX y un ejemplo a seguir para todos sus alumnos en el siglo XXI, que gracias a su maestría podremos transmitir sus enseñanzas y sus saberes a las siguientes generaciones. A don Antonio Fontán siempre le gustó una frase (que según me confesó había tomado del Catolicón de Johannes Ianua, del siglo XIV) que la hizo grabar en su ex libris y que define su gran amor que siempre tuvo por la enseñanza y por los libros: Haurit aquam cribro, qui discere vult sine libro (Quien quiere aprender sin el libro cuela el agua por un colador A. ex libris. F.)

Profesora titular de filología latina. Universidad complutense de Madrid