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En las últimas décadas, tras la profunda revisión llevada a cabo tras medio siglo de Cooperación Internacional al Desarrollo, ha cobrado enorme relevancia el concepto de gobernabilidad democrática del Estado de Derecho como eje sobre el que debiera girar una Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) más eficaz. El denominado fortalecimiento institucional, simplificando enormemente, no es más que consolidar y reforzar las instituciones y ámbitos que favorezcan e impulsen el funcionamiento democrático de un país. El énfasis en este nuevo objetivo prioritario en la cooperación viene dado por los desarrollos teóricos avanzados que demuestran una y otra vez la estrecha vinculación entre libertades y garantías democráticas y el aumento del desarrollo en todas sus dimensiones: capacidades individuales y colectivas, desarrollo humano, crecimiento económico, etc.

En este contexto, la atención a la sociedad civil como elemento clave de la gobernanza democrática es crucial. Y por ello, las diferentes instancias internacionales insisten de forma muy clara en que la gobernabilidad del Estado de Derecho no es un asunto exclusivo del sector público, como quizá se pudo malentender en los comienzos de esta línea de trabajo, sino que depende de una adecuada interacción entre los tradicionales tres sectores: las administraciones, el sector privado y la sociedad civil (entendiendo ésta, de manera aproximativa y no estrictamente absoluta, como el dinamismo de la sociedad en la búsqueda de intereses comunes y no necesariamente lucrativos).

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No obstante, metodológicamente, conviene deslindar previamente qué entendemos por sociedad civil y cuál es su papel específico antes de abordar su protagonismo en la gobernabilidad de los países en vías de desarrollo. Sobre qué se entiende por sociedad civil y su relevancia en las sociedades democráticas se han escrito ríos de tinta pero conviene extraer algunas reflexiones básicas.

En primer lugar, conviene destacar su dimensión de espacio público donde los ciudadanos, de manera conjunta, exigen su protagonismo en el dinamismo social frente al estatalismo o el «despotismo» de las élites partitocraacute;ticas. De ello surge el diálogo y el debate público que permite participar a los ciudadanos en el ámbito «político» (etimológicamente, de la polis, del bien común) más allá del derecho a voto cada cierto número de años, al menos donde existe ese derecho básico de ejercer la soberanía popular. Ello supone evitar la reducción del espacio público y político al Estado, lo cual es crucial en una auténtica democracia. El principio de subsidiariedad, esto es, que lo estatal debe estar supeditado y en función de la sociedad y que ésta lo debe estar respecto del individuo -siempre que atienda a sus obligaciones inherentes a su condición social- lo expresa magníficamente.

En segundo lugar, habría que destacar el elemento organizativo de la sociedad civil. El dictamen del Comité Económico y Social de la UE (Bruselas, 22-IX-1999), sobre «El papel y la contribución de la sociedad civil organizada en la construcción europea», la define como «conjunto de todas las estructuras organizativas cuyos miembros prestan servicio al interés general democráticamente -mediante el diálogo y el consenso- y sirven como mediadores entre las actividades públicas y los ciudadanos». La sociedad civil se mueve en otro ámbito diverso al del Estado y de las organizaciones empresariales y económicas (aunque, sin duda, éstas pudieran ser consideradas también en cierto sentido como tal), a saber: el de las estructuras de socialización, asociación y opinión pública organizadas e institucionalizadas.

En tercer lugar y último, es inherente a un Estado democrático ser realmente participativo.Y ello no está asegurado simplemente con los procedimientos o mecanismos formales de una democracia. El verdadero índice de su calidad reside en la participación activa de los ciudadanos en las iniciativas públicas que posteriormente se trasladan a las instituciones democráticas -para que éstas las transformen en normas legales o políticas públicas acordes con los intereses generales-. De aquí puede surgir un verdadero Estado participativo. Lo contrario de las «sociedades abiertas», en terminología de Popper, son las sociedades conducidas por una minoría dirigente que, desconfiando de la libertad ciudadana, pretende infantilizar a la sociedad demandando depositar su confianza en estas élites, evitando promover una actitud de distancia crítica razonable hacia ellas. Esta senda incapacita a la sociedad para exigir responsabilidades y reivindicar para sí el amplio protagonismo que le corresponde.

De la somera descripción anterior en tres puntos sobre qué se entiende por sociedad civil y su relevancia en las sociedades democráticas, ya pueden vislumbrarse algunas pistas de cara al crucial papel de la sociedad en la gobernabilidad democrática de los países en desarrollo -aspecto donde se juega mucho de su futuro y prosperidad-. Como esfera de interacción entre el sector privado y el Estado, que pertenece al ámbito de las estructuras sociales mas cercanas (la familia, el asociacionismo, los movimientos sociales, las formas de comunicación públicas, etc.), la sociedad civil es el espacio natural de expansión potencial de la democracia y, por ende, como es sabido por la estrecha relación entre economía exitosa y libertades democráticas -aunque existan excepciones sensu contrario-, motor del desarrollo humano y el crecimiento económico. Esto es así porque la acción social colectiva organizada no está vinculada a la defensa directa de intereses socioeconómicos ni a la competencia electoral para acceder al control del poder estatal.

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Por ello, un método privilegiado de potenciar el desarrollo de un país, desde la perspectiva del fortalecimiento institucional, es fomentar una sociedad participativa que dé lugar a un Estado del mismo tipo. Para ello se precisa construir nuevos y mejores mecanismos de participación que hagan realidad la primacía ciudadana frente al poder y la organización burocrático-administrativa estatal.

Olvidar con frecuencia, en la ayuda al desarrollo, el papel de los ciudadanos es uno de los motivos por los que tantas décadas de esfuerzo por mejorar sustancialmente la vida de los países pobres ha fracasado. Si se trata realmente de solidaridad, es en este ámbito donde se encuentra y se puede actuar de manera más inmediata: «En ella [en la sociedad civil] se produce y reproduce el espíritu cívico; es el reino de la fragmentación pero también de las solidaridades concretas y auténticas, en el cual nos convertimos en hombres y mujeres sociales» (M. Walzer). Hay un conocido estudio de la Universidad Johns Hopkins (Lester Solomon et al., Johns Hopkins Comparative Nonprofit Sector Project, 1998) que mostró a las claras la íntima relación entre los niveles de calidad de vida de los países y el desarrollo de las organizaciones de la sociedad civil en los mismos. Este dato, cuantificado, avala con nitidez todo lo dicho anteriormente y, en consecuencia, la urgencia de fortalecer la sociedad civil en la lucha contra la pobreza en los países en desarrollo.

Sin descender al detalle de qué cauces se pueden articular para conseguir sociedades civiles más dinámicas, asunto del que existen numerosos y valiosos ejemplos, sí hay que indicar cuál es el marco básico para que éstas puedan darse. No se puede ni se debe concebir a los ciudadanos como simples beneficiarios de la Administración del Estado o inclusive de la Cooperación al Desarrollo, puesto que éstos poseen un papel esencial en otros órdenes: constituyen la soberanía popular, deben controlar la gestión gubernamental, son la verdadera opinión pública, los consumidores de servicios y otros muchos aspectos. Por lo tanto, deben ser interlocutores válidos en las diferentes etapas y proyectos, en lo que se refiere a la recepón de ayuda al desarrollo, pero más importante aún -en el ámbito de la organización social interna- deben participar, actuar, opinar, defender sus posiciones, representar colectivos, etc., en cuanto comunidad organizada.

Para esto último es fundamental que se consoliden y perfeccionen las libertades básicas de una sociedad democrática madura. Un sistema representativo plural, elecciones libres, medios de información y comunicación independientes y autónomos, libertades políticas, oportunidades sociales para poder ser auténticos protagonistas de su futuro, garantías jurídicas, seguridad personal y colectiva y un largo etcétera. Esta perspectiva supera con mucho los anteriores estrechos enfoques economicistas del desarrollo y saca a la palestra la necesaria expansión de libertades que haga posible un desarrollo humano entendido como extensión de las propias capacidades (mucho más allá del asistencialismo o de la atención a las meras «necesidades básicas»).

Por todo ello, el impulso del fortalecimiento institucional, especialmente de la gobernabilidad democrática del Estado de Derecho en su dimensión cívico-social, debe ser un reto preferente en los renovados esfuerzos de la comunidad internacional de cara a mejorar la eficacia y los resultados de la Cooperación Internacional al Desarrollo. En ello nos jugamos no perder más décadas por olvidar lo esencial.

Jefe de Estudios del Cuerpo Diplomático. Ministerio de Asuntos Exteriores