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La primera persona del plural es un lugar cómodo; sirve de coartada, ofrece seguridad, diluye la responsabilidad, acompaña al solitario. También es una sede inevitable, pues los hombres estamos en el mundo en plural, aunque ese plural sea más difuso y contingente de lo que acostumbramos a creer. Por eso casi toda la reflexión ética acerca de nuestras acciones tiende a perturbar esa grata multitud; nos empuja a preguntar si son tantos, si constituyen un núcleo compacto o difuso, cuáles son las razones de pertenencia y desafección, en virtud de qué se fija la frontera con otros, de qué manera influye el paso del tiempo en ese límite, qué tipo de operaciones cabe establecer entre lo nuestro y lo suyo, qué diferencia hay entre delegar y enajenarse, cuáles son las condiciones de la representación. Pero son este tipo de preguntas molestas -¿quiénes somos «nosotros»?- las que permiten distinguir una adscripción legítima de otra inconfesable, un sujeto de responsabilidades y derechos frente a lo que Musil llamaba «el delirio de los muchos».

El curso inercial de la historia se detiene y rectifica precisamente gracias a cuestiones de este estilo, que preguntan no tanto por lo que se debe como por quiénes son los que deben. Entones se descubre que somos más o menos, con pertenencias de diverso grado, bajo determinadas condiciones que el tiempo modifica. La libertad humana implica siempre una capacidad de ausentarse de aquellos lugares en los que está instalada en plural y convocar otro género de agrupamiento.

Hace no mucho tiempo, resultaba tan evidente la necesidad de cambiar la sociedad que apenas quedaba tiempo para preguntarse por ella. Los imperativos enfáticos ahorraban la reflexión acerca de qué era aquello que debía cambiarse. Hoy tenemos la impresión de que muchos de esos mensajes no llegaban a su destinatario, acaso inexistente o con un domicilio distinto del que suponíamos. Y la pregunta por las cosas se ha colocado delante de la cuestión acerca de qué hacemos con ellas, al igual que la pregunta por quiénes somos se antepone a la cuestión acerca de qué podemos hacer con nosotros. En la sociedad contemporánea, debido probablemente a la movilidad de los sujetos, a la diversidad de las pertenencias y solidaridades que cabe establecer, resulta cada vez más pertinente preguntarse por los sujetos de las frases.

UNIDAD EN LA COMPLEJIDAD SOCIAL

El adjetivo más empleado para caracterizar nuestras sociedades es el que se deriva del término «complejidad». En su uso habitual, el concepto «complejidad» tiene en ocasiones un uso que revela su valor estratégico: alude a circunstancias inabarcables, abre vías de escape (como cuando un problema se elude afirmando que es demasiado complejo), posibilita el traspaso de problemas a los expertos o la adjudicación de la culpa a instancias ajenas a la propia individualidad. En un empleo legítimo cuando se trata de establecer una identidad, complejidad significa pérdida de una construcción de la identidad que carezca de alternativa. Los sistemas complejos no pueden construir su identidad sin paradojas, de manera incontrovertible o definitiva. Dicho paradójicamente: padecen la indeterminación e indeterminabilidad consistente en que no pueden decir sin dramáticas ambigüedades quién sufre de qué.

La multiplicación de los contextos tiene consecuencias significativas para pensar la sociedad contemporánea. La realidad social ha adquirido una fluidez difusa. La complejidad afecta a lo que Luhmann ha llamado «experiencias primordiales de la diferencia», dualidades del tipo cercano/lejano, propio/impropio, familiar/extraño, amigo/enemigo.

A la actual fluidez de estas oposiciones se refieren conceptos y problemas como los de la multiculturalidad, la sociedad abierta, la movilidad social, la posibilidad de hacer valer puntos de vista marginales o incluir lo excluido, así como todos los lamentos a causa de la complejidad y el deseo nostálgico de claridad. Desorientación en los individuos, ingobernabilidad de los sistemas sociales, crisis de sentido y relevancia, pérdida de los meta-relatos (Lyotard), se han convertido en tópicos para caracterizar esta circunstancia. Habermas ha calificado esta explosión de perspectivas como una «nueva inabarcabilidad» y Giesen la ha descrito como una «pérdida de rostro» de la sociedad.

Podría resumirse esta situación indicando que la postmodernidad significa para la sociología el reconocimiento radical de que toda operación social depende de un contexto y de una observación. La representación de «realidades» es siempre una representación vinculada a un contexto. Siempre cabe exigir que junto con una afirmación se comunique el contexto al que se debe y en el que se inscribe. Ahora bien, cuando se actúa así, la contingencia se hace automáticamente visible. La sociedad postmoderna aparece entonces como una realidad multiperspectivista o, por utilizar la formulación de Gotthard Günther, «policontextual». No hay posiciones de observación privilegiadas, puntos de vista exentos desde los cuales pudieran ser formulados de manera ontológica los «hechos» sociales. El resultado de esta pluralización es la pérdida de un punto unitario al que reconducir la comunicación, la deslimitación de las barreras vigentes, la multiplicación de los contextos accesibles. Queda de este modo suprimida la posibilidad de una representatio identitatis o, cuando menos, problematizada.

La teoría de sistemas ha formulado así esta idea: lo que se observa en y desde un lugar puede ser observado de otro modo en y desde otros lugares. No existe ningún punto de Arquímedes a partir del cual todas las observaciones pudieran ser liberadas de su anclaje, niveladas y traducidas en virtud de determinadas invariantes sociales. La totalidad ya solo resulta pensable como «totalidad polémica» (Röttgers). No hay una observación final, a salvo de cualquier controversia: basta con que exista la posibilidad de observar las cosas de otra manera para percibir otras realidades. La sociedad contemporánea debe precisamente su modernidad al hecho de que cualquier operación relativa a la unidad tiene lugar en competencia con otras.

La sociedad policontextual es indeterminada por cuanto en ella se observa que es observable; de este modo, está expuesta al desvelamiento de zonas ciegas y a la posibilidad de caer en la cuenta de tales insuficiencias. En toda observación y descripción de una totalidad reside la paradoja de que ella misma debería observar y describir cómo ella misma observa y describe. Cualquier resultado de tal intento es siempre, al menos en una nimiedad temporal, menos poderoso que el sistema que trata de describir. No hay un término lógico para este proceso, y la cuestión acerca de cuándo debe detenerse solo puede ser solucionada de manera contingente.

La imagen de nuestras sociedades es entonces «heterárquica». La multiplicación de posibilidades de observación en las sociedades modernas implica que ninguna de ellas puede presentarse frente a las otras como especialmente legitimada o válida en exclusiva. Toda totalidad es una totalidad-en-perspectiva. Por eso cabría decir que la sociedad se ha convertido en un lugar en el que las observaciones son observadas continuamente, es decir, contrastadas, rectificadas, equilibradas o combatidas.

La sociedad multicontextual no es una sociedad sin orden, sino aquélla que elabora ordenaciones que no se dejan reducir a una unidad. La constitución policontextual de la sociedad moderna, funcional y diferenciada excluye la posibilidad de que la economía, el derecho, la política, el arte, la religión o la ciencia se atribuyan una representación de la identidad que sea incuestionable, sin competencia. Esta contingencia se debe al hecho de que es imposible pronosticar las posibilidades de observación de las propias operaciones por otros sistemas parciales. El problema se vuelve especialmente agudo cuando la acción de uno es rechazada por una observación diversa. Y es que ningún acontecimiento aparece en el monitor de la sociedad con una sola identidad. Se busca el desarrollo económico y aparecen resistencias desde la sensibilidad por el medio ambiente; quien produce obras de arte es juzgado desde una perspectiva política; una decisión política puede ser impedida desde una instancia judicial; las entidades financieras se convierten en agentes culturales… En ninguna configuración de la sociedad hubo más saber acerca del no-saber, más ignorancia instruida, y en ninguna fue más problemático obtener observaciones que organizaran observaciones anexas sobre su propia racionalidad, sin estimular al mismo tiempo posibilidades laterales de observación que también podrían caracterizarse como racionales.

LA PARADÓJICA UNIDAD DEL MUNDO DE LA VIDA

La explosión de la complejidad pone en marcha el deseo de reducirla para hacer de ella una magnitud que se pueda comprender y gobernar. Siempre cabe exigir una restauración de lo perdido y estilizar una protesta melancólica ante la creciente extrañeza de las realidades sociales; también es posible construir enclaves comunitarios de sentido en los que las confirmaciones recíprocas y las limitaciones comunes de las posibilidades de observación excluyan otras posibilidades de observación. Una secta o una familia son ámbitos en los que todo está organizado para confirmar lo que ya se sabe o lo bueno que uno es y para limitar cuanto pueda cuestionar esas certezas. Probablemente no sea posible vivir sin ningún espacio en el que somos reconocidos sin ninguna problematización, aunque también es cierto lo contrario: que no es deseable vivir en una permanente corroboración sin crítica. Es lógico que en épocas de un espacio público abstracto y de una nivelación informe del vínculo social, los individuos se adentren en lo arcano familiar y busquen allí las huellas de una copertenencia más auténtica. La unidad de la sociedad ha sido intentada mediante el recurso a su concepto contrario: comunidad. Según la mitología de la comunidad, a la sociedad primitiva, hecha de un acuerdo recíproco, sucede un orden jurídico exterior, un estado impuesto, no querido. La legalidad reemplaza la solidaridad, la sociedad reemplaza la comunidad.

La contraposición arquetípica de Tonnies (1887) entre comunidad y sociedad -con sus agudizaciones dualistas: organismo frente a artefacto, comprensión frente a contrato- plantea una antinomia típica de la política en la modernidad, al menos desde la queja romántica: una sociedad solo puede ser justa, idéntica consigo misma, unitaria, mediante la disolución de sus vínculos naturales e históricos, retrotrayéndose a identificaciones primarias; pero, al mismo tiempo, reconoce que en estas tradiciones e inercias se contiene la garantía de su cohesión. El intento de asegurar la comunidad en el vínculo transparente de los contratos resucita la opacidad exiliada de lo colectivo.

En continuidad con este planteamiento, el concepto husserliano de «mundo de la vida» se convirtió desde 1926 en el contrapunto que se opone a las turbulencias sociales. La sugestión que ejerce probablemente se deba a que su mera mención ilumina un ámbito de familiaridad y fiabilidad, un seno protector. Simboliza lo contrario de todo aquello que hay de complejo y extraño en la estructura social, prometiendo un mundo equilibrado en medio de la confusión del sistema social.

Más recientemente, las críticas comunitaristas al constructo normativo de las teorías liberales del contrato han vuelto sobre la antinomia y la tensión mítica de una teoría política que, por una parte, solo puede imaginarse la sociedad como una relación de personas y propietarios estatalmente protegida pero que, por otra parte, termina cayendo en el seno de ese remanente común que es la otra cara del artificio contractual, el lugar donde se hospedan las imágenes de los «nosotros» enfáticos, de los vínculos y las identificaciones originarias. Los hombres no son gente dispersa amontonada por la historia y que tiene tan poco que ver entre sí como la lista de pasajeros de un vuelo internacional (Taylor). Si así fuera, no se entendería, por ejemplo, que personas sin ningún vínculo recíproco estén masivamente dispuestas a someterse a los procedimientos y resultados de las decisiones democráticas o a las redistribuciones propias del Estado de bienestar.

El concepto de comunidad es una imagen útil para poner en evidencia las contradicciones entre el sistema económico y el desarrollo social; una idea para reivindicar los derechos de un grupo reprimido, de las colectividades minoritarias; una fórmula para exigir el control del poder económico y realizar una mayor igualdad social. La unidad presenta continuamente a los hombres la imagen de algo que no quisieran perder: una determinada configuración de la vida común sin la que el pensamiento y la acción se quedarían sin aquella virtud de la magnanimidad que distingue los asuntos políticos de las ocupaciones comerciales.

Ahora bien, el recurso a lo común con el objeto de salvar las diferencias no deja de ser aporético. La apelación a la familiaridad de un mundo común tiene un efecto simplificador, pero también incluye la amenaza implícita de expulsar a quien no acepte determinadas ofertas o, al menos, de que el discrepante deberá entonces asumir la carga de comprobar todos los supuestos que facilitan el entendimiento. Los conceptos aparentemente unificadores -«lo que todo el mundo sabe», el sentido común, la tradición, lo decente- no dejan de producir víctimas. Todos no somos todos. Todos son todos los «a partir de una determinada situación». Existen muchos todos; por eso la utilización del concepto Lebenswelt refleja la añoranza por una unidad sin exclusiones, unidad que es inalcanzable dada la constitución policontextual de la sociedad moderna.

Los sistemas sociales se desenvuelven en un ámbito familiar que siempre es extraño para otros. Lo más extraño muy probablemente no lo sea para alguien en alguna parte, como indicamos en el habla coloquial cuando sentenciamos ante algo que nos parece absurdo que «hay gente para todo». Esto significa que debe ser posible convertir en familiar lo que en un momento es extraño mediante el recurso a léxicos, instituciones de aprendizaje, etc. Pero también significa que la magnitud de lo familiar es móvil porque hay procesos de extrañamiento, de pérdida de evidencia, confianza y familiaridad. Por eso la apelación al mundo de la vida no es un recurso mágico para eliminar la extrañeza. La traducción no es mecánica, sino interpretativa. E interpretar supone siempre retrotraer lo extraño a una esfera de familiaridad, pero también modificar el «nosotros» desde el que esa práctica resulta comprensible o estimable.

La semántica del Lebenswelt, que se sirve del esquema propio/extraño, es enriquecida y modificada por el hecho de que el esquema mismo está expuesto a la modificación evolutiva. Mientras que, en las sociedades arcaicas, el ámbito de lo familiar tenía la misma extensión que toda la sociedad conocida y lo extraño era todo aquello que no se dejaba reducir a ese ámbito, bajo las condiciones modernas ocurre que lo extraño está socialmente presente. Ya no hace falta abandonar la sociedad para traspasar los límites de lo conocido; existen familiaridades exclusivas, como el espacio de la privacidad, y magnitudes desconocidas a las que podríamos acceder mediante la investigación o el viaje; manejamos artilugios sofisticados gracias a una confianza ciega en que para algunos expertos -mecánicos, ingenieros, químicos o médicos- dichos artefactos no son realidades enigmáticas. La distinción entre lo familiar y lo extraño es tan móvil como la observación; sabemos además que lo familiar no es una magnitud ontológica sino cultural, que es familiar desde un determinado punto de vista y extraño desde otro.

El esquema propio/extraño no está a salvo de la dimensión temporal, en sus aspectos de innovación y desgaste. Lo extraño puede comparecer igualmente desde el futuro. Lo actualmente familiar puede dejar de serlo. Cuando los sujetos que aprecian lo propio y lo extraño son a su vez históricos, la posibilidad de repetir las observaciones es desafiada por el hecho de que la repetibilidad misma aparece como problemática. El sujeto de toda experiencia posible no es una magnitud que pueda sustraerse al curso del tiempo. En la dimensión temporal, las líneas de continuidad posibles o esperables se presentan como algo interrumpible, el horizonte temporal calculable se atrofia. La familiaridad, lo común, son referencias más equívocas de lo que esperaban los gobernadores de la dispersión.

Desde esta perspectiva, la alternativa comunitaria frente a la paralización social resulta insatisfactoria y nos enfrenta a la necesidad de aprender a gestionar la precariedad constitutiva de lo que tenemos en común. No es posible cerrar la caja de Pandora e imaginar una configuración más simple del mundo. Este es el intento de todo fanatismo, dogmatismo o fundamentalismo, que precisamente no son capaces de hacerse a la idea de que puedan ser observados como tales. Solamente es humana una identidad que permite la comparecencia de lo incongruente, que toma en consideración lo que otros dicen de uno mismo, que se preocupa por las exclusiones a que pueda estar dando lugar, que es capaz de imaginarse a sí mismo de otra manera.

LA PRECARIEDAD DE LO COMÚN

Es cierto que el ideal de una sociedad humana apela a algo que va más allá de la acción común en el presente. Pero la superación de lo presente no tiene por qué tramitarse mediante la inmersión mitológica en una comunidad primigenia; también puede adoptar la forma de la revocabilidad constitutiva de todo acuerdo, del derecho a revisar lo vigente y ponerlo en manos de la libertad. La invención comunitaria define una topología azarosa de lugares y destinos, de situaciones y acontecimientos que, precisamente por su carácter heterogéneo, ofrece numerosas oportunidades para hacer valer los significantes igualitarios, para verificar lo común y lo diverso, haciendo así de la sociedad una comunidad polémica de los iguales.

La representación perfecta de la identidad de una sociedad solamente sería posible eliminando todo resto de contingencia, si fuera inobservable. Esta ilusión consiste en perder de vista la particularidad de toda comunidad política. Así, por ejemplo, durante la Primera Guerra Mundial, Max Weber exigía apoyar al imperio alemán en nombre de la Kultur, mientras que Emile Durkheim pedía lo mismo para Francia en nombre de la Civilisation. Junto al olvido de la propia particularidad está también la creencia de que la desunión es el supremo mal. Pero sabemos bien qué es lo que puede suceder en nombre de la unificación, qué atrocidades se han escondido, a lo largo de la historia, bajo el buen nombre de la unidad social.

La identidad de las sociedades modernas no debe su fuerza a determinantes identitarios, sino a la resistencia frente a la hipóstasis de una familiaridad perdida, así como frente a la determinación definitiva del campo social. La sociedad no dispone de su plena autorrealización, y ha de librarse de toda unidad totalizadora entre el representante y lo representado. La sociedad moderna tiene siempre a las representaciones que se procura de sí misma como un producto exterior, en el que no termina de reconocerse plenamente, como una alteridad irreductible.

El patriotismo es, por su propia naturaleza, inestable. El patriotismo está distendido sobre la duración y por eso suele incluir una reconsideración de la propia historia. Pero esa duración es lábil. El problema del patriotismo es siempre su «des-tautologización» (Fuchs), su traducción en las circunstancias concretas. Un patriota está en el mismo sitio en la medida en que se mueve, adaptándose de este modo a la temporalización de una sociedad que se vuelve más compleja. De este modo se hace patente la artificialidad de la construcción.

Tomando como ejemplo la Declaración de Independencia americana, Derrida ha mostrado el carácter circular y contradictorio de los documentos constitucionales, en los que un «pueblo» firma que se constituye como sujeto unitario mediante su firma. Ahora bien, el pueblo no existe antes de su acto de fundación, acto que precede al pueblo como instancia autorizadora. Ocurre algo tan extraño como que el pueblo, mediante su firma, viene al mundo como sujeto libre e independiente, como posible firmante. Firmando se autoriza a firmar. En el «nosotros» congregado en el acto de la fundación se enmascara una heterogeneidad originaria. El pueblo es un sujeto decretante a la vez que un montón empírico de individuos todavía dispersos; es instaurador de una ley a la que él mismo se somete. La irrepetible y ficticia fundación no representa otra cosa que la inicial inidentidad que se fracciona en una continua iteración. Esta identidad imposible recuerda que la fundación no está cerrada de una vez para siempre, que lo común no es ni originario ni presente, ni previo ni deducible, sino algo continuamente desplazado, prorrogado, aplazado. La heterogeneidad de la comunidad que se funda a sí misma le obliga a repetir siempre una vez más su fundación. «El sujeto colectivo está siempre en un estado de continua autoconstitución y el juicio que haga tendrá un efecto reflejo sobre su propia identidad como comunidad» (Beiner). La sociedad no es algo histórico, sino que se basa en la autoalteración, en el dépassement (Castoriadis) de lo instituido por lo instituyente inscrito en la acción social.

En el seno de todo orden constitucional, de toda convivencia democrática, hay un «nosotros» inconsistente, un desgarro y una contradicción, que continuamente redefine de manera provisional las dimensiones de la inclusión y la exclusión. Por eso lo político no puede ser monopolizado por las realidades institucionales, por la organización de la sociedad y por la estatalidad ritualizada. Lo político es más bien el lugar en el que una sociedad actúa sobre sí misma y renueva las formas de su espacio público común. Esto significa que la gesta de la fundación y el acontecimiento del origen no se pueden disponer cronológicamente. La sociedad no ha surgido del colapso de una comunidad, no hay una partición originaria ni una primera unificación, ni inocencia perdida de la vida colectiva o una institución inicial. Esto no quiere decir que el pueblo no exista en absoluto, sino que es una magnitud inestable, una realidad abierta y mutable, arrebatada por los hombres al designio del destino y colocada en el ámbito de lo que hacemos con nuestra libertad.

La buena polémica empieza por uno mismo y la naturaleza del sujeto que la practica también puede ser puesta a discusión. ¿Somos todos los que estamos y estamos todos los que somos? ¿Cuáles son nuestras obligaciones recíprocas y las condiciones de nuestra lealtad? ¿Quién puede formar parte de nosotros o dejar de contar como «uno de los nuestros»? La discusión política no tiene únicamente por objeto una serie de temas; es también una reflexión polémica acerca del sujeto mismo de la discusión, sobre su alcance, número y extensión, sobre el modo de articular las deudas interiores que vinculan a sus miembros entre sí e incluso sobre los contornos exteriores marcados por quienes ha de considerar como enemigos. El juego de la política es tan complejo y al mismo tiempo apasionante porque las dimensiones del campo se están redefiniendo a medida que el juego avanza, al tiempo que aumenta o disminuye el número de jugadores. Esta falta de fijación se debe a que la política es una actividad que tiene que ver fundamentalmente con el convencimiento mutuo y la concertación de voluntades. En esta complicación reside su fortaleza integradora y no en una indiscutible hipóstasis grupal.

Cualquier discurso organizado distribuye de un modo imperfecto las oportunidades de hacerse valer. Este problema no se soluciona simplemente con una organización equilibrada del poder de los interlocutores. Existen también voces que son sistemática o indirectamente excluidas, diferencias que no pueden hacerse oír o que no se acomodan al criterio dominante. La igualdad de derechos parece insuficiente cuando hay quienes no pueden hablar por sí mismos. La idea de comunidad presupone una solidaridad con aquéllos que se encuentran en una situación que de alguna manera también nos amenaza a los demás, como quedar sin habla de una manera traumática. Bentham decía que el problema de los derechos no debería tratarse en un escenario de sujetos activos, sino más bien según el modelo de una comunidad con las víctimas pasivas. «La cuestión no es ¿pueden razonar?, ni ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?». Para que una conversación fuera realmente irrestricta tendría que introducir también a esos «participantes virtuales», pero cualquier imputación de intereses tendría un carácter hipotético. Hablar en nombre de otros puede ser a veces una presunción, en ocasiones un imperativo de justicia, pero siempre una forma precaria de introducirlos en nuestro discurso, pues no conocemos con exactitud sus necesidades. Junto con la exigencia de tomar en cuenta los derechos de los otros -y especialmente los de quienes no pueden hacerlos valer- está el reconocimiento de que esa «idealización» puede estar equivocada o ser mejorable, de tal modo que también la comunidad establecida con los sujetos pasivos o las víctimas es contingente. La representación de los muertos, de las generaciones futuras y de los actualmente excluidos es una exigencia que no puede cumplirse perfectamente y que, por eso mismo, prohíbe arrogarse la identidad que tendría un «nosotros» tan poderoso.

Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la Cátedra Inteligencia Artificial y Democracia del Instituto Europeo de Florencia.