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En España, las cosas de la defensa interesan poco y apasionan aún menos. Un cambio de rumbo brusco o muy novedoso asusta a muchos y divide a la opinión. Posiblemente esto se deba a un melancólico encogimiento del alma nacional, a raíz del desastre de 1898 y los subsiguientes infortunios de las guerras de Marruecos, la tragedia de la guerra civil y las experiencias del largamente militarizado régimen del general Franco. La defensa y las fuerzas armadas que servían a España desde el XIX hasta casi el final del XX se dedicaban a hacer eso: «defensa nacional», esto es, disuasión de último recurso (por lo demás no demasiado convincente) contra quien quisiera intervenir militarmente en el territorio español.

Pero la defensa en Europa y, en general, en el mundo occidental, era, ya desde la formación de los bloques ideológicos de «la guerra fría», y lo sigue siendo en nuestros días, algo más que «defensa nacional», porque es un instrumento de la política internacional de un Estado. Resulta así porque, desde el punto de vista técnico, el moderno poder militar puede proyectarse a escala intercontinental: las necesidades de la tecnología y la producción militares rebasan ampliamente las capacidades materiales de casi todos los países. Esos dos efectos conducen a la polarización del poder en grandes bloques o, si se prefiere, en superpotencias, actuales, como los Estados Unidos (ayer lo fue también la URSS), o emergentes, como China e India.

POLÍTICA INTERNACIONAL Y POLÍTICA EXTERIOR

Pero junto a esa valencia de la defensa como componente de la política internacional está esta otra: la capacidad de que la defensa como política internacional aporte elementos sustantivos que fortalezcan la política exterior de un determinado Estado. Una buena política internacional debe ser cíclica y cambiante con los ciclos y cambios de las relaciones de poder entre Estados, mientras que una política exterior solvente debe caracterizarse por su constancia y por poseer elementos estructurales invariables. El final de los bloques ideológicos y militares a principios de los noventa constituyó una cantera inmensa de oportunidades para redefinir la política internacional de muchos Estados.

La habilidad o capacidad de un gobierno para integrar en la estructura de su política exterior factores o elementos ocasionales desde la política internacional, o de defensa, es un índice claro de su competencia y solvencia. Un ejemplo ilustrará lo que se quiere decir: el resultado del referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN, convocado innecesariamente por el gobierno del Partido Socialista en 1986, podía determinar, por un lado, la solvencia o insolvencia de ese gobierno como agente serio del sistema internacional y, por otro, aclarar si con su posible «no» el país era tan insensato como para autoamputarse un miembro útil de su política exterior. Otros ejemplos: el alineamiento de Francia y Alemania durante los años 2002-2005 sobre cuestiones internacionales cruciales les ayudó a dominar la agenda de la Unión Europea; el alineamiento tradicional del Reino Unido con los intereses internacionales de los Estados Unidos le ayuda a mantener su particular y excéntrica política europea.

POLÍTICAS MILITAR Y DE DEFENSA

Siguiendo, pues, este paradigma de conexiones entre la política internacional de España con su política de defensa como componente de la política exterior, es como vamos a considerar el libro que ha publicado hace pocas semanas el ministro de Defensa del anterior gobierno del Partido Popular, Federico Trillo-Figueroa, titulado Memoria de entreguerras1.

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El autor describe metódicamente el proceso por el cual la política de defensa de los gobiernos de Aznar se convirtió, merced a determinadas acciones de política internacional, en un factor de fortalecimiento de la política exterior de España, con proyección eficaz sobre las áreas diplomática, económica y meramente política de la acción exterior. Este comentarista, sin embargo, no puede sino verificar que esa política fracasó en convertir tales éxitos en aportes estructurales permanentes de la política exterior debido al resultado electoral del 14 de marzo de 2004, que sacó al Partido Popular del poder; lo cual debe entenderse en alguna medida como rechazo de una de las consecuencias de la política internacional de Aznar, independientemente de que ése fuera o no el efecto buscado por los terroristas del 11-M (que seguramente lo era).

Entender por qué una política internacional ambiciosa y productiva sufrió un brusco parón y cambio de rumbo es crucial para entender qué política internacional puede permitirse España, dados sus equilibrios políticos internos, las alineaciones ideológicas de la sociedad, sus recursos materiales, etc. Entenderlo bien es esencial para que sea posible un relanzamiento de una política internacional ambiciosa y de alto rendimiento exterior, en la línea de lo que se propuso y consiguió en gran medida el señor Aznar.

Pero antes de entrar en materia advirtamos que el marco teórico que se acaba de proponer es la lente con que el autor de este comentario observa lo que el señor Trillo dice, y no algo que el señor Trillo haya puesto en su libro o que el autor quiera atribuirle.

No tarda el señor Trillo ni nueve páginas de su obra en dar indicios de que el marco teórico propuesto no anda del todo descaminado. Lo primero que había que hacer cuando él llegó al ministerio, nos dice, era despejar los obstáculos que se opusieran, desde cualquier institución de la defensa, a la política del Gobierno. Los mecanismos institucionales de la defensa no estaban preparados para enfrentar el nuevo ciclo de la política exterior e internacional del Gobierno, nos da a entender Trillo. Porque en la página 27 cuenta el ex ministro que con lo primero que tuvo que enfrentarse fue con las reticencias de los mandos militares a adaptarse a las regulaciones impuestas por ley a las relaciones entre el Gobierno y el ministerio, por un lado, y las estructuras puramente militares encarnadas en los cuarteles generales de los Ejércitos, por otro. Pero lo que es aún más significativo, había que ajustar las relaciones mutuas entre los cuarteles generales, y las de éstos con los órganos centrales de la defensa puramente militares, ya que aquéllos conservaban aún reminiscencias de su autonomía como antiguos ministerios. Sólo después de afirmar al joven ministerio como órgano central de la defensa podía pensar el ministro en hacer de esta política una parte integral de la política internacional del Gobierno. El ex ministro lo dice claramente: «Los jefes de Estado Mayor no son la punta de lanza de los ejércitos en el Gobierno, sino la punta de lanza de la política de Defensa del Gobierno en los Ejércitos»2.

La dimensión internacional de la política de la defensa adquirió prioridad absoluta en la planificación militar impulsada por Trillo. «Primera área», la llama, comprendiendo en ella la creciente participación en las estructuras de mando y organización de la OTAN, el lanzamiento de la política europea de seguridad y defensa y las misiones internacionales.

Fue con esas miras como se adelantó en varios años la profesionalización de los ejércitos y se reconstituyó el CESID bajo más estrecho control del Gobierno. Las obligaciones internacionales contraídas y la profesionalización de los Ejércitos forzaron a introducir programas de modernización del armamento y equipo, lo que a su vez exigió fuertes inversiones e hizo deseable y políticamente necesaria la participación de las industrias y la tecnología españolas de defensa.

Para hacer posible esta participación era necesario cumplir tres requisitos. Uno de ellos, adquirir nuevas capacidades, de las que España siempre había carecido, como el transporte aéreo y naval de alcance estratégico, y una modernización general de los equipos, métodos y doctrinas. El segundo, hacer interoperables con los otros Ejércitos aliados los sistemas de armas y poner a éstos en condiciones de competir en el mercado internacional por calidad y precios. Y el tercero y más importante, reclamar para las Fuerzas Armadas españolas el nivel de representatividad y mando que correspondía a su dimensión y responsabilidades, en términos de cuarteles generales, mando de unidades, etc. Esto se consiguió cumplidamente con la calificación de varios cuarteles generales como centros operativos o de planificación de la OTAN, mando del Eurocuerpo, etc., así como liderazgo militar en algunas misiones internacionales.

POLÍTICA INTERNACIONAL DE AZNAR

El impulso político para llevar a cabo estas iniciativas venía del presidente del Gobierno, dice Trillo. En Aznar primaba la preferencia atlántica sobre la europea. Trillo atribuye esta preferencia al hecho de que el Tratado del Atlántico Norte provee a España de la garantía de su defensa por los otros aliados, como casus foederis, lo que no es el caso de los instrumentos legales constitutivos de la identidad europea de seguridad y defensa, que pasó durante el mandato de Trillo en Defensa por fases en que las declaraciones «de cara a la galería» y Estados Mayores más ornamentales que eficaces eran todo lo que había (Trillo).

Creo que hay otra razón: la deliberada, calculada y cuidadosamente seleccionada orientación de la política exterior e internacional de España hacia los Estados Unidos, por dos motivos.

Primero, por el 11-S, dado que el ataque terrorista contra los Estados Unidos no podía sino provocar en Aznar una adhesión emocional, moral y política a la lucha emprendida desde aquel mismo día por el presidente Bush; el terrorismo era un tema personal para el ciudadano Aznar, pero sobre todo para el presidente del Gobierno. Esto, además, fue percibido en términos de intereses nacionales como una oportunidad pintiparada para poner a España en la vanguardia del nuevo frente de combate internacional.

Y segundo, las miras puestas en la amplificación de la influencia española en Iberoamérica, en estrecha colaboración con Washington, a través de un apoyo sistemático a los procesos democráticos, a la economía de mercado y a la libertad política en aquel continente. Esta política asoció al Gobierno de Aznar con el auge de la democracia y el liberalismo en Iberoamérica (hoy languidecientes), ayudó a dar «ambiente» político a las inversiones españolas y proporcionó a España alguna «primicia» en el plano militar, como la formación de unidades para la misión conjunta España-países iberoamericanos, liderada por España dentro de la coalición internacional en Iraq.

La justificación de esa reorientación atlántica de la política internacional de España durante los gobiernos de Aznar la encuentra Trillo en la pérdida de prestigio y la inoperancia de las Naciones Unidas, concretamente por causa de Kosovo en el caso europeo. El derecho de veto de cinco miembros del Consejo de Seguridad menoscaba la legitimación de la organización. El sistema de seguridad que la ONU dice garantizar «ya no responde a las exigencias de seguridad del actual desorden internacional», dice Trillo. Es preciso, pues, buscar un consenso basado en un equilibrio de poderes. El contraste de esta visión del sistema internacional con la sostenida por el actual Gobierno del Partido Socialista no puede ser más flagrante. Es evidente, además, que esta opinión del Gobierno de Aznar no le creaba simpatías en Francia. En otro plano de la política de defensa, sin embargo, Trillo encomia la sintonía que los portavoces socialistas de defensa mostraban, hasta que ganaron las elecciones, con la política puramente militar (excluyendo, claro está, la cuestión de Iraq) llevada a cabo por el gobierno del PP. Hoy no parece ser ese el caso.

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Las partes del libro más reveladoras sobre la reorientación proamericana diseñada por Aznar son las que Trillo dedica a describir sus relaciones con el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y otros portavoces de la política internacional de Washington. Lo que relata Trillo es un caso de afinidades electivas en acción. No hay duda: hubo un cortejo del ejecutivo de Bush hacia el Gobierno de Aznar cuidadosamente diseñado, que tuvo en la cooperación en materia de Defensa y en las posiciones ante el Consejo de Seguridad sus puntales principales.

En cuanto a Trillo, por lo que él nos cuenta, las relaciones no se desarrollaban sólo en torno a los expedientes de la cooperación militar, sino que alcanzaban al intercambio de ideas. Trillo da especial relevancia a los debates anuales de la sociedad Wehrkunde3 en Munich como foro de elaboración de unas ideas que él y Rumsfeld compartían. Que esta sintonía intergubernamental produjo efectos sobre la política exterior española no hay duda.

Por un lado, España obtuvo el estatus de aliado privilegiado de los Estados Unidos, mediante la creación de un comité bilateral de alto nivel, distinción sólo ostentada por el Reino Unido en Europa; y contrapartidas industriales y tecnológicas, como el sistema más avanzado de combate naval, una clara ventaja operativa de España en Europa, y los preparativos para la venta de sistemas de armas españolas en Estados Unidos. Es obvio, claro, que los Estados Unidos obtuvieron algo que deliberadamente buscaban: afirmar un eje Washington-Londres-Madrid, clave para el aumento de la influencia norteamericana en Europa y para reequilibrar el eje tan desenfadadamente lanzado por París y Berlín para hacer girar Europa en torno a sus intereses.

En la relación con los Estados Unidos, no todo era motivo de satisfacción. Así, Trillo nos dice la incomodidad que le creaba la nueva doctrina norteamericana de que «es la misión la que determina la coalición», que él ve como algo en detrimento de la OTAN. Sin embargo, no se le pasará por alto que la participación española en la coalición de Iraq no fue sino una variedad de tal doctrina, una «coalition of the willing». Coalición que pasó por algún que otro incidente desconcertante por el comportamiento de los norteamericanos, como la captura por la Marina española del barco norcoreano So San, cuando navegaba portando misiles de largo alcance hacia Oriente Medio, y que los norteamericanos liberaron por razones que no explicaron en su momento. O la sorpresa que le causó a Trillo la inclusión de Marruecos en la lista de países musulmanes aliados de los Estados Unidos, por el subsecretario de Defensa Wolfowitz.

En este contexto es donde hay que ver el significado diplomático del episodio de Perejil. No por ser Marruecos aliado de los Estados Unidos se podía pasar por alto la ruptura del status quo del islote. Amigos pero no revueltos, debió pensar cuando planificó la ocupación de Perejil, cuyos detalles cuidó mucho de ocultar a los norteamericanos de Rota, no fuera que… En cuanto a Marruecos, su gobierno «debía saber que se había cruzado una línea roja inaceptable». Sin olvidar, claro está, la mediación moderadora llevada a cabo por el departamento de Estado, favorable a la tesis española del status quo.

INTERVENCIÓN EN IRAQ, ¿INCONSISTENCIA DOCTRINAL?

De mayor impacto interior fue la crisis que condujo a la intervención en Iraq. Trillo relata el curso diplomático de la crisis, y describe con amargura el papel negativo jugado por Francia en la ruptura del consenso dentro de la OTAN por causa del asunto menor de la protección a Turquía. Describe también el papel del jefe de la oposición, Rodríguez Zapatero, como de obstaculización y obcecación, cuando llegó a decir que no quería intervención en Iraq con resolución o sin resolución del Consejo de Seguridad. Por otra parte, Trillo plantea el debate de legalidad de la intervención con minuciosidad y profesionalidad jurídica, un planteamiento que los que se opusieron y se oponen a la intervención en Iraq deberían leer y discutir en los mismos términos, y no bajo una perspectiva ex post facto sobre la existencia o no de las armas buscadas.

Lo más interesante de la descripción de Trillo del desencadenamiento de la crisis es la batalla por la segunda resolución del Consejo de Seguridad, promovida por España, Estados Unidos y Gran Bretaña, amenazada de veto por Francia y Rusia, y el efecto contraproducente producido por una enmienda a la resolución, hecha a última hora por el secretario del Foreign Office, Straw, y que según Trillo fue entendida por algunos miembros del Consejo como un ultimátum (lo que no pretendía ser, sino una prolongación del plazo conminatorio a Iraq, nos dice), por lo que se sintieron impelidos a anunciar su rechazo y, en consecuencia, aconsejar su retirada.

¿Qué hubo aquí?, ¿torpeza diplomática? Trillo no nos lo dice. Hubo que buscar otros cursos de legalidad para justificar la ejecución del desarme que se pretendía. Trillo nos lo relata para el caso español. La juridicidad de la posible intervención quedó definida en los términos planteados por Aznar en el gabinete de crisis del 12 de marzo del 2003: «Una cosa es actuar contra el Consejo de Seguridad; otra actuar sin el Consejo y otra estar en un curso de legalidad de más de doce años y diecisiete resoluciones del Consejo, considerando a Iraq una amenaza a la paz y la seguridad mundial»; de este modo zanjó Aznar la cuestión. La apreciación de que se estaba en «un curso de legalidad» había dependido hasta entonces de la información de que disponía el Gobierno español, procedente casi exclusivamente de los Estados Unidos y Londres. Y ello en momentos en que la información suministrada por el jefe de la inspección de control de armas, Hans Blix, no era concluyente. Por otra parte, Trillo da a entender que la calidad de la justificación legal de la intervención debía condicionar el tipo y grado de apoyo español a la coalición internacional. Como es sabido, la misión española quedó definida como «humanitaria», y desde luego no de combate.

Esta categorización de la acción militar, a juicio de cualquier observador de los hechos de armas, restringe la utilidad de un principio que debería guiar cualquier acción de unas Fuerzas Armadas: el empleo de la capacidad resolutiva de la fuerza para producir el efecto político deseado. Por el prurito de una formalidad jurídica se puede perder de vista el objetivo político. Esto viene a cuento de la negativa del ministro, con el consejo de los jefes militares españoles en Iraq o en Madrid, a emplear la fuerza para la detención del agitador y rebelde shiita Moqtada el Sadr, cuya desaparición de la escena política en agosto del 2003 hubiera ahorrado muchos males, muchos combates y muchas bajas mortales a las fuerzas de la coalición y a la población civil. No hay que olvidar cómo este individuo y sus secuaces, el ejército de El Mahdi, desestabilizaron durante meses la vida política iraquí, retrasando el esfuerzo de reconstrucción, que tan crítico ha demostrado ser para el curso político de Iraq hacia la democracia. El purismo legalista facilitó que continuase la labor destructiva del rebelde4.

Ello plantea una reflexión dirigida a comprobar la consistencia metodológica de la estrategia adoptada por el señor Aznar para jugar las bazas internacionales que hemos descrito. Una operación político-diplomática como la visualización del apoyo a Washington y Londres en la cumbre de las Azores, que por ambiciosa comportaba el riesgo de un alto coste político para el Gobierno, ¿estaba en correspondencia mensurable con la timidez y la autolimitación entrañada en la postura descrita por Trillo? ¿Hacía falta arriesgarse políticamente en las Azores para luego reducirse a instalar unos hospitales y construir unas escuelas, hurtando el cuerpo a los objetivos políticos de fondo? Es evidente que la lógica de las Azores debió llevar a las consecuencias finales del propósito político: después de derribar a Sadam Hussein, hacer viable un proceso de democratización en Iraq, para lo que, evidentemente, habría que luchar cuando surgieran enemigos de ese proceso, como el señor Sadr. Al fin y al cabo, los socios de Aznar en la cumbre habían luchado desde el día de la ruptura de hostilidades.

APOLOGÍA Y DESCARGO

Hemos dejado para lo último la parte de apología personal que tiene Memoria de entreguerras. El libro es un descargo de conciencia de Trillo, por cuanto echa sobre los hombros que corresponden, que no son otros que los de las Fuerzas Armadas, parte de la carga que él ha sobrellevado durante dos años a causa del accidente del avión Yak 42 y sus sesenta y dos víctimas mortales.

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El ministro lo hace después de haber sufrido una de las más arbitrarias campañas de información, desinformación o desprestigio, de la que no pueden honrarse la mayoría de los medios españoles; y después de haber asumido obligaciones de «dar la cara», como él dice, que eran de otros, y de haber padecido el mezquino acto de venganza entrañado en la «reprobación» de su persona por el Congreso español, uno de los puntos más bajos de la historia de la democracia española. «Creo sinceramente -dice el ex ministro-, que una intervención espontánea de los responsables de la contratación [del avión, se entiende, nota del autor de este artículo] ante la opinión pública, inmediatamente después del accidente, explicando razonadamente su actuación, habría evitado la incomprensible politización de un caso tan doloroso». ¿Incomprensible la politización? Absolutamente comprensible: ¿no alude el ministro a las reticencias y recelos de los jefes militares ante su estilo de ejercer la dirección de la política de defensa? ¿No alude también a un maledicente general que disfrutó de dos ascensos fulminantes al máximo nivel con el nuevo Gobierno socialista?5. ¿Qué otro jefe militar hay, por debajo del rey, más alto que el actual jefe de la Junta de jefes de Estado Mayor, hombre que gozó de una posición de máxima influencia cuando era general de brigada, en el ministerio de Trillo Figueroa? Que es, además, el portavoz del comedido «interés» que las Fuerzas Armadas españolas tienen por el mantenimiento de la unidad de la nación española…6.

CONCLUSIONES

La política de defensa ejecutada por el ministro Trillo-Figueroa llevó a su consumación institucional el cumplimiento de las obligaciones españolas de tipo militar en el seno de la Alianza Atlántica y la Unión Europea. Dotó a España de un poder militar convincente, aunque moderado y poco costoso económicamente. Estos activos sirvieron a, y se beneficiaron de, una política internacional de los gobiernos del señor Aznar, conducente a cambiar las relaciones de poder e influencia en sus relaciones con otros países, socios o competidores tradicionales de España.

Esas relaciones cambiaron a mejor: no hay más que recordar el reparto del poder decisorio de la UE, favorable a España, por el tratado de Niza y la estrecha cooperación diplomática, militar y científica entre Madrid y Washington. Mantuvo a España en el frente protagonista de la gran la lucha del siglo XXI contra el terrorismo y por la libertad de Iraq, tanto en el seno de la UE como de la OTAN y la ONU. Contribuyó a afianzar el reciente curso democrático de Hispanoamérica, sin confrontaciones con los Estados Unidos, antes al contrario, en cooperación con ellos.

Ahora bien, no puede ocultarse el abultado hecho de que esa política internacional y exterior de España, e implícitamente la de defensa, fue rechazada por el pueblo español el 14-M. La cuestión de si ese rechazo fue hecho posible, en medida difícil de precisar, por el caldeamiento de parte de la opinión pública bajo la presión, llena de tintes demagógicos, de las fuerzas de izquierdas, y si los atentados del 11-M hicieron como catalizador de la opinión dubitativa, no hace al caso; ni nunca será posible que se pongan de acuerdo derecha e izquierda sobre esta cuestión. El juicio definitivo fue el dictado por el electorado en aquel domingo de marzo del 2004, y con él se fueron las políticas internacional y exterior del señor Aznar al completo, y la de defensa del Sr. Trillo en partes sustanciales.

¿Qué lección se puede sacar de ese resultado, que permita abrigar la expectativa de que los fines de la política internacional, de defensa y exterior del anterior gobierno puedan reconstruirse en lo esencial, cuando se produzca una nueva alternativa de gobierno?

A mi entender hay que percibir, con una mayor agudeza de los cinco sentidos, los estados de ánimo y actitud, tácitos o expresos, subyacentes a la opinión pública. Antes de los atentados, la opinión no parecía mayoritariamente contrariada por la política del señor Aznar en Iraq, ni por verle junto a Bush y Blair en la declaración de las Azores; sin duda muchos vieron en esas imágenes algo gratificante, superador de viejas impotencias o pusilanimidades. Las expectativas eran de victoria electoral del PP.

Cuando se produjo el ataque terrorista de Madrid, lo dramático de los hechos unido a la bronca explotación que hicieron de ellos las fuerzas de izquierdas, movieron a muchos a ver en las imágenes de las Azores algo provocativo, que había traído males a España. Una cuestión clave en la política del señor Aznar, como fue su alineamiento con los Estados Unidos, se convirtió por un azar en factor de divisón en la sociedad española. ¿Cómo saber que una decisión concreta, o un aspecto visual de ella, van a convertirse en un grave contratiempo y en un mentís a una política determinada, por muy bien concebida y muy conveniente que sea? La respuesta posiblemente sólo la tenga en sus manos el líder justo en el momento en que se vea obligado a darla.

Otra consideración es la de si en un país como España cabe una política internacional ambiciosa y una política exterior con mayor nivel que la necesaria para la mera tramitación de los expedientes ordinarios. Aznar concebía la política internacional como un palenque de fuerzas, no como una oficina de negociado. Por eso apoyó la intervención en Iraq y asumió la participación española en la formación del nuevo ejército iraquí, como nos cuenta Trillo. Preguntarse si el apoyo de Aznar al presidente Bush procedía más de la orientación ideológica que compartían que de una arriscada defensa de los intereses españoles o viceversa, es cuestión importante pero indescifrable. Él sabrá la respuesta. Ahora nos caben a nosotros otros interrogantes.

¿Es pensable una política internacional y exterior (o de defensa) fuertes, respaldadas por una opinión pública invariable, en esta España del señor Rodríguez Zapatero, agitada por las fuerzas nacionalistas y las divisiones territoriales? No, decididamente no. Lo que estamos viendo hoy día son gestos rupturistas con el reciente pasado, que por contraproducentes o ineficaces acabarán por llevar, en el mejor de los casos, a la adopción de una política de mínimos denominadores comunes entre las fuerzas que sostienen a este Gobierno, o en el peor a un deslizamiento de España a los márgenes del sistema de relaciones internacionales, como esa alianza de civilizaciones que no está en la agenda de ningún Estado que tenga cosas serias que hacer en la defensa de sus intereses.

Necesidad de obtener el apoyo de la opinión pública y necesidad de alcanzar el consenso de las fuerzas políticas principales: he ahí dos tareas que hoy por hoy parecen imposibles. También parecían difíciles de alcanzar tantas cosas como se lograron en la etapa de la democracia española que se acaba de describir al hilo de la política de defensa.

Si la ambición de un gran papel internacional para España se mantiene, apoyada en una doctrina consistente para la acción, y los medios siguen ahí (gran duda esta), no faltará la oportunidad para intentar de nuevo su cumplimiento. Sólo faltaría entonces el apoyo resuelto de la gran mayoría del pueblo español.

NOTAS
1 Editorial Planeta, Barcelona, 2005, 371 páginas.
2 Otra cuestión, subsidiaria de ésta, que Federico Trillo consideró obligado puntualizar fue la de los ascensos al puesto de jefe superior de cada uno de los Ejércitos. La costumbre establecida era la de que los consejos superiores de los Ejércitos propusieron a sus jefes por orden de antigüedad. Esta práctica obedeció en sus días a buenas razones: evitar el favoritismo por causas partidarias. Pero éste era un principio ambivalente, ya que menoscababa otro, el de que la defensa es «una función política esencial del Estado». Trillo impuso su criterio con su nombramiento del jefe del Estado Mayor del Ejército, contrariando la recomendación recibida de los otros tenientes generales. Era su prerrogativa y era su derecho. Lo pagó con una cuota de impopularidad en el Ejército. A la altura del siglo XXI, la sujeción de las Fuerzas Armadas al poder político no era todavía, al parecer, para algunos, cuestión fuera de discusión. «¡Qué se le va a hacer!», exclama Trillo.
3 En su libro, Trillo llama obstinadamente a este foro Weerkunde. Hay otras muestras de descuido editorial, como confundir la palabra «pool» por «pull», o en llamar al ministro alemán de Defensa Sharping, y no Scharping. Hay más casos: llamar a Paulo Portas, Paolo; escribir AliotMarie y no AlliotMarie, etc.
4 «No me cansaré de insistir que [la brigada Plus Ultra] estaba allí en misión de paz y humanitaria con el aval de Naciones Unidas y no para misiones ofensivo-defensivas», dice el ministro en pág. 351.
5 Pág. 233.
6 Ni el Parlamento español ni las Fuerzas Armadas españolas se sincerarán ante la opinión y consigo mismos, sobre este lamentable asunto, mientras el Ejército, o la Fuerza Aérea, o quien sea, circunscriban, mediante un informe razonado y documentado, las áreas de la responsabilidad técnica y administrativa que les correspondió en el iter que condujo al accidente. Sólo mediante este requisito previo se puede establecer una base objetiva y razonada para la exigencia de unas responsabilidades políticas que se le pidieron al ministro Trillo por adelantado.

Analista de Relaciones Internacionales