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A la hora de analizar el sistema de partidos mexicano y su actuación en el escenario político actual, existen numerosas preguntas que es necesario considerar. Si el PRI era un partido de Estado, ¿cómo se explica que éste no haya balcanizado ni disminuido hasta ahora su presencia electoral, cuando perdió los apoyos gubernamentales al haber ganado otro partido (el PAN) la Presidencia? Si México está en una transición, en un cambio de régimen, ¿cómo se explica que no se haya alterado en un ápice el régimen de partidos? O si no está en una transición, ¿cómo se explica que el PRI haya entregado el poder a uno de los partidos de oposición en 2000? Si en el país ganaron las elecciones las fuerzas democráticas, ¿cómo se explica que éstas se encuentren prácticamente paralizadas?

Allá por 1977, cuando España estaba en el momento de mayor intensidad en su cambio político, en México, este ejemplo español llamaba profundamente la atención de algunos líderes de opinión reformistas y del sector moderado (no autoritario) del régimen. El interés mexicano por el cambio político al otro lado del Atlántico obedecía al remordimiento de conciencia de los liberales mexicanos por la represión contra los estudiantes al final de la década anterior y a la preocupación del régimen por la gobernabilidad, que ponían en riesgo la guerrilla rural y urbana que, como en otros países de América Latina, había crecido con rapidez en México.

Así nació en 1978 la primera liberalización política en México. El arreglo de apertura limitada estuvo bien concebido. Consistió en legalizar la participación del Partido Comunista Mexicano, en abrir espacios a la oposición parlamentaria, permitir la celebración de manifestaciones contrarias al régimen, facilitar mayor pluralismo en la prensa y decretar una amnistía amplia para los supervivientes de la lucha armada. La reforma política de entonces, sin embargo, no abrió la posibilidad de una alternancia, sino que más bien reforzó la hegemonía del PRI, al facilitar la división de la oposición entre una derecha tradicional (PAN) y una izquierda electoralmente débil (la proveniente del Partido Comunista).

El arreglo político funcionó, pero no podía ser inmune a una crisis económica mayúscula como la de 1982, que supuso prácticamente la quiebra del Estado mexicano. Justo cuando avanzaba la reforma política (al final de los 70), México descubrió su nueva riqueza petrolera.

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Durante los días 2 y 3 de julio de 2001, procedentes de los ámbitos político, económico y educativo de las más diversas orientaciones políticas mexicanas, cincuenta ciudadanos se dieron cita en el salón de actos del Palacio de la Minería para analizar los logros del nuevo Gobierno y proponer las reformas necesarias para consolidar la democracia en el país. Cincuenta ponentes que, en cortas intervenciones, expusieron una síntesis de la vida nacional al cumplirse un año exacto del Gobierno de Fox, y sus respectivas propuestas de futuro. Esta iniciativa ciudadana, sin precedentes en México, demostraba que el peso de la cotidianeidad política no impide allí la celebración de actos donde la reflexión y el diálogo políticos sirven al robustecimiento del Estado, a la solidez de la democracia y la reconciliación nacional; una iniciativa, en definitiva, que cabe considerar como anticipo de ese posible pacto nacional, del que dependería la conclusión de la reforma institucional del Estado y la consolidación de los valores ciudadanos característicos de las democracias occidentales. NR

Se endeudó para expandir sus exportaciones de crudo y acelerar el crecimiento. Se hicieron cuentas alegres. Se llegó a pensar que el problema de la pobreza era cosa del pasado y que lo que se necesitaba era administrar bien la riqueza. La apuesta terminó en un fiasco: cuando cayeron los precios del petróleo hacia 1981 y se perdió mercado por una política equivocada de precios, aparecieron en toda su magnitud los grandes desequilibrios de la balanza de pagos, de la falta de competitividad y de la balanza fiscal. Vino la quiebra del Estado en 1982. Llegó la ruptura de fondo entre la elite política y la elite económica. Vendría después, en 1988, el cobro de la factura electoral por seis años de estancamiento, pago de intereses altos de la deuda externa, ajustes fiscales draconianos e inflación.

En 1987 había una gran inconformidad política. El PAN parecía destinado a capitalizarla, pero una división interna en el PRI cambió el desenlace. Cuauhtémoc Cárdenas, como disidente del PRI desde la izquierda, al frente de una coalición de pequeñas fuerzas, logró integrar un frente que le disputó el poder al PRI y a su candidato Carlos Salinas. Para ese momento no parecía ya haber otra salida que una transición pactada: democracia o inestabilidad.

La oportunidad histórica se dejó ir. El presidente y el PRI volvieron a ganar las elecciones tres años después, y con ese capital político, en vez de usarlo para una reforma política de fondo, lo aprovecharon para volverse a consolidar. El PAN, en vez de hacer frente con la izquierda para forzar la transición, se alió con el PRI ante el temor de que la izquierda le quitara votos y para apoyar el corrimiento hacia las posiciones conservadoras que generaron las reformas salinistas. El mayor acercamiento con Estados Unidos que se materializó en el Tratado de Libre Comercio (EUA, Canadá y México) ayudó en el corto plazo al PRI, quien se había vuelto un aliado atractivo para Washington, pues no sólo era capaz de establecer la estabilidad en su frontera sur (como siempre lo supo hacer el PRI), si no que además era capaz de conducir reformas económicas plenamente coincidentes con el «Consenso de Washington». La izquierda también se fue debilitando, pues su inconformidad por el fraude electoral dominó su acción y su discurso, dejándole al Gobierno y al PRI bastante libre el camino de las reformas, así fueran éstas conservadoras.

El impulso de 1988 se detuvo. Para 1994, los dados del destino estaban a favor del PRI. La insurrección zapatista rompió algunos de los amarres del régimen, porque introdujo en un año electoral un factor de incertidumbre y puso los reflectores de los medios internacionales en el problema indígena, la injusticia y la falta de democracia que aún imperaban en México. El asesinato del candidato del PRI a la Presidencia y el temor a la violencia fueron aprovechados para generar una campaña del miedo que le dio al PRI, de nuevo, una victoria amplia.

El PRI y el régimen parecían imbatibles. Habían resistido una insurrección electoral desde la izquierda. Habían podido conducir cambios económicos que muchos juzgaban necesarios y habían realizado reformas electorales que mejoraban la competencia. Habían hecho frente con inteligencia a un levantamiento armado, y aun y todo, ganado con mayoría absoluta. Sin embargo, ese éxito se volvió a reventar por el lado de la economía. Al final de 1994 vino la crisis del tequila, cuyas causas son aún motivo de intenso debate en México. El PRI no pudo dejar de pagar esa factura que dejó a muchos en la quiebra, acabó de separar a una parte del gran empresariado del PRI y a predisponerlo para apoyar decisivamente al PAN, y dejó a una parte mayoritaria del electorado en una situación de divorcio con el antiguo régimen. Frente a una amenaza de previsible desbordamiento, el presidente y el PRI se decidieron a dar los últimos pasos para asegurar en 1996 la autonomía de los organismos electorales y a modificar radicalmente las reglas del financiamiento público a los partidos políticos.

Para acabar con un régimen de transferencias ilegales de recursos públicos al PRI y evitar que el sistema político pudiera ser penetrado por el narcotráfico, se convino un régimen muy generoso de financiamiento público. La combinación de abundantes recursos, con el mantenimiento de muchas de las limitaciones a la libre participación y asociación del sistema autoritario, trajo como consecuencia que el régimen de partidos, tal como existía en ese momento, se consolidara. El sistema se abrió y se cerró simultáneamente. Se dio autonomía a las instituciones electorales, pero se crearon enormes ventajas para el anterior régimen de partidos.

Precedido por todos estos antecedentes surgiría la alternancia política de 2000, mediante la cual Vicente Fox, con el respaldo de una eficaz campaña de mercadotecnia y una generosa tesorería, logra polarizar el voto en un práctico referéndum. Fox aprovechó el enojo ciudadano y las enormes esperanzas que el cambio despertó en el electorado para denotar al PRI. Sin embargo, a quince meses de iniciado el nuevo Gobierno, la esperanza se ha ido perdiendo: ni se ha cenado el capítulo del pasado ni se ha pactado el nuevo arreglo institucional. Lo que hoy vuelve a dominar la política nacional es el horizonte de las próximas elecciones para el Congreso en 2003, donde el partido que ganó la Presidencia (PAN) no tiene asegurada la mayoría y a las cuales probablemente llegará el PRI como el partido que mayores éxitos podrá cosechar entre la decepción ciudadana, por las promesas incumplidas por el nuevo Gobierno y su partido.

La transición a la democracia en México ha sido larga y errática. Como desde el PRI nunca se quiso ver como tal -pues ello implicaba aceptar la posibilidad de la derrota- no se tuvo la visión ni la capacidad para pactar el cambio. Desde la oposición hubo oportunidades de ocupar espacios crecientes de poder, por lo que cada una de las fuerzas jugó a ser el contrapunto y a la vez tratar de tener una relación privilegiada con el régimen para sacar las mayores ventajas.

El cambio, en México, se ha hecho a empujones: por los remordimientos de conciencia de la represión a los estudiantes; por el temor a la violencia urbana y rural de los años 70; por el impacto de la guerrilla zapatista que contribuyó a abrir el sistema electoral en 1994; por el temor de los gobernantes a una nueva crisis económica generada por la inconformidad política y social. El conjunto de presiones y temores no estuvo acompañado de un diseño claro y de un pacto serio.

Por eso, hoy, el régimen de partidos no está en armonía con el sistema de gobierno. Tenemos un sistema presidencial, sin mayoría en el Congreso, de tres fuerzas, que es el más difícil de gobernar. La distribución de facultades entre los poderes que estuvo diseñada para el régimen anterior es un factor de parálisis permanente. No hemos sido capaces ni de actuar en contra de los abusos anteriores ni de cerrar el capítulo del pasado, lo cual mantiene a las fuerzas políticas y a la opinión pública en una zozobra permanente. Los conflictos están incubados, pero no se han establecido los mecanismos para su solución.

El presidente Fox no supo aprovechar la oportunidad que le dio el cambio para cerrar el capítulo de la consolidación de la democracia, pero tampoco quienes gobernaron antes (Salinas y Zedillo) le facilitaron el camino. Ni quienes hoy están en la oposición han estado dispuestos a pactar un cambio de fondo. México se quedó atorado entre un compromiso pusilánime con el cambio democrático en el pasado reciente y una falta actual de pericia para convertir un capital político de cambio en garantías, nuevos protagonismos y nuevos equilibrios institucionales. La tarea política más importante del presente es reconstituir la autoridad política sobre una base democrática (el Estado de Derecho), antes de que la sociedad se decepcione en tal grado que acepte la reconstitución del Ejecutivo con alguna fórmula autoritaria o populista que simule ser democrática.

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A pesar de las dramáticas convulsiones políticas y sociales que los países latinoamericanos atraviesan con frecuencia, es cierto que existen grandes perspectivas para el continente americano.

Para poder anticiparse a ese futuro esperanzador es imprescindible comprender el presente desde el conocimiento del pasado de Latinoamérica. En su Diccionario de política latinoamericana del siglo XX, Ricardo Nudelman ha reunido, con paciencia y rigor, la información básica sobre personajes, partidos políticos, instituciones, sindicatos, tratados, guerras, guerrillas, conferencias y acontecimientos clave de la historia contemporánea de America Latina. Esta obra, con Editorial Océano más de 1.200 entradas y en la que Nudelman ha trabajado durante más de veinte años, deja también constancia de la riqueza de ideas, de la inagotable fuerza movilizadora de los más pobres y de la desinteresada grandeza de los que hicieron frente a las adversidades. NR