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En   una  conversación  con NUEVA REVISTA   (Nº 11, febrero de 1991, págs. 6 y ss.) el Presidente Pujol nos habló, hace ahora  cinco  años,  de  «lo que  creo yo que son las tres dimensiones históricas de Cataluña».

La primera de ellas sería la carolingia o continental: tres siglos al borde  de  los  Pirineos  (realmente fueron poco más de dos) y mirando al continente. La «Marca Hispanica», como se llamaba en latín a esa franja de territorio, era la frontera meridional del Imperio. Cataluña habría nacido allí, más bien al norte que al sur de la cordillera. (Wifredo, el primer conde independiente de Barcelona -añado yo- era carcasonés). La segunda es la española. Esa nueva «vocacion catalana», la peninsular, habría pasado de un segundo lugar al primero cuando el conde de Barcelona se convirtió en Rey de Aragón el año 1137, dando comienzo a la dinastía catalana de la confederacion.

Casi un siglo después, uno de los grandes reyes de esa estirpe, Jaime Iel Conquistador, que recuperaría Valencia para la España cristiana, conquistó antes Mallorca estrenando la tercera vocación de Cataluña, la mediterránea, sobre cuyo origen nos contó también el presidente una bella historia. Cuando el rey don Jaime, muy joven todavía, regresaba de su cautiverio en el sur de Francia para ocupar al trono de sus mayores, «los nobles occitanos, que habían sido desposeídos de sus tierras, van a verle y le piden ayuda para hacer una guerra de reconquista». El monarca, que se proponía emprender una acción sobre Mallorca, les invitó a tomar parte en ella. «Yo les daré en Mallorca lo que han perdido en Occitania». Ahí nacería la vocación mediterránea. Cataluña, decía entonces Pujol, «tiene que posicionarse de acuerdo con esos tres componentes: el español que, en ciertos aspectos  (sic!), evidentemente es el más importante, el europeo, por genealogía tan importante como el español, y el mediterráneo, que es más secundario, porque en realidad está dentro de lo español y de lo eu ropeo». «Tenemos que intentar -añadía Pujol- reunir las tres cosas: dar la espalda a nuestra vocación española no tiene sentido, lo europeo es esencial y lo mediterráneo adereza esto».

Sin necesidad de acudir a muchas erudiciones, se puede afirmar que, entre las tres vocaciones, la hispánica es la principal. La Cataluña del «Millenum» -la tata Catalonia, que se dijo en la Alta Edad Media- cobró cuerpo y consistencia cuando los condes se separaron del Imperio y del reino de los francos y reconquistaron al sur de la Marca territorios árabes, que fueron repoblados por hispanos de las zonas limítrofes. Y con don Jaime, Mallorca y las Baleares -vinculadas a Hispania desde tiempos de Cartago y Roma-, acogerían a catalanes occitanos desplazados desde viejos espacios carolingios.

Poco después de la conquista de Mallorca tuvo lugar la de Valencia y la de las tierras hasta el rincón sudeste de la península, donde el monarca  catalano-aragonés  limitaba con su yerno, Alfonso el Sabio  de Castilla y de León.

Igual que en las Baleares, la lengua de los catalanes, el «lemosín» de entonces, se extendió también por esas regiones de la península. En el siglo XVI, el valenciano Luis Vives recoge una historia que dice haber leído en viejas crónicas de su tierra. Según ella, tras la conquista por Don Jaime, el reino de Valencia habría sido repoblado con varones procedentes de Aragón y mujeres leridanas, a lo que el humanista atribuye la comunidad lingüística de los territorios de la España mediterránea, porque los hijos suelen aprender la lengua de las madres.

En los siglos posteriores, Cataluña ha vivido siempre su principal vocación histórica, la hispánica, en una larga serie de amores y desencuentros con otras culturas peninsulares, sin pérdida de su identidad, y, en líneas generales, con la efectiva solidaridad y el respeto de sus compatriotas españoles. Desde Boscán y Garcilaso a Maragall y Unamuno, los paralelos y las fraternidades intrapeninsulares son más que frecuentes en las letras, en el arte, en la política, etc.

El  nacionalismo  político  catalán, que hoy tiene su más significativa representación  en la coalición de  Convergencia  i  Unió,  se forjó progresivamente desde mediados del siglo XIX en virtud de la confluencia de diversos procesos políticos y culturales. No hay lugar aquí para narrarlo, pero  sí para  señalar que esa historia conoce un punto de inflexión que la parte en dos entre los años de 1977 y 1979: los del regreso de Tarradellas, la elaboración de la Constitución y la aprobación del Estatuto.

Duran te el siglo y pico que transcurrió desde las primeras manifestaciones políticas «nacionalistas» (con ese nombre o con otro) hasta 1977, la «cuestión catalana» se planteó, sustancialmente, en un juego de «reivindicación» y «concesiones», aunque a veces concluyera en pacto.

Pero en 1977 tomó la palabra el Gobierno de la nación, restableciendo la Generalidad de Cataluña con su presidente Tarradellas, exiliado hasta entonces, al frente de la institución. En el proceso costituyente, los políticos catalanes tuvieron una voz activa y con frecuencia decisoria. En la aprobación del Estatuto, igual. Así como en el gobierno general de la nación, porque el Estado español es una monarquía parlamentaria en la que gobiernan las Cortes, q ue legislan, controlan y sostienen Presidentes y Gabinetes. Y los catalanistas de Convergencia han asumido en ellas sus responsabilidades con toda la nación.

La doctrina de la «dimensión española» de que nos hablaba entonces Pujol no es un invento de ahora, sino que tiene notables precedentes. El historiador Jesús Pabón recoge unas palabras de Puig y Cadafalch el 13 de junio de 1907, que venían tras otra intervención del también diputado catalán Amadeo Hurtado, que había alineado en una relación de agravios a Maura con el CondeDuque de Olivares y con episodios de otras épocas. Puig, por el contrario, dijo: «representamos mejor que nadie la unidad nacional. El federalismo la haría depender del voto de los individuos. Nosotros la fundamos en las mismas rocas de la historia y de la naturaleza».

Durante los veinte años transcurridos desde el parlamento democrático de 1977, los catalanistas han sostenido al gobierno o han ejercido la oposición según los asuntos y el mérito que en ellos apreciaban, y han apoyado o no investiduras. «Ara decidirem» ha sido su lema: en la pasada legislatura lo lograron.

Sin entrar en coalición, pactaron con los socialistas no solo los votos parlamentarios, sino programas y acciones de gobierno.  Las  Cortes no las disolvió González, sino Pujo!. Ahora, en Cataluña igual que en el País Vasco, los «nacionalistas» han obtenido menos sufragios que las candidaturas de los partidos estatales. También esos electores de sus tierras, que no les han votado, deben ser tenidos en cuenta por los «nacionalistas». Porque, tras las elecciones, el país se encuentra con que son precisamente esas minorías «nacionalistas» las que se hallan en condiciones de facilitar un gobierno sólido y estable. Hay un consenso bastante general acerca de la necesidad de que ese gobierno se haga. Y la política, como dijo De Gaulle, es el arte de hacer posible lo necesario.

Populares y nacionalistas -los vascos también- son quienes tienen que acordarlo. El electorado ya ha dicho a los socialistas que no. A. F.

Fundador de Nueva Revista