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LA DIMISIÓN EN BLOQUE de la Comisión Europea constituye una novedad política e institucional cuyo alcance va mucho más lejos que las primeras reacciones, entre sorprendidas y satisfechas, de los medios de comunicación europeos.

Es muy posible que dentro de pocos meses las mismas voces que se han expresado con cierta satisfacción sobre la estrepitosa caída de la criticada burocracia bruselense sean las mismas que añoren, lamentándose de su pérdida, a la vieja Comisión Europea. Aquella Comisión que -hasta momentos antes de la dimisionaria declaración de Santer- todavía representaba el ideal y la práctica de la supranacionalidad comunitaria, el eje esencial sobre el que se apoya toda la construcción europea.

La astucia de la razón comunitaria ha mostrado ser a lo largo de los años muy resistente a las crisis y a los aparentes callejones sin salida que parecen ser ya el ambiente natural en el que se desarrolla la integración de los Estados europeos desde la Segunda Guerra Mundial. Por ello, no cabe dramatizar la situación. Pero sí es cierto que el sistemático debilitamiento al que ha sido sometida la Comisión en los últimos años -acentuado y puesto abiertamente de manifiesto ante la opinión pública desde el otoño pasado- expresa de manera palmaria que los fundamentos constitucionales sobre los que se asientan las instituciones comunitarias y el propio proceso de Unión Europea hace ya algún tiempo que se mueven sobre terrenos más que movedizos.

Porque lo que en todo caso sí parece evidente es que una Comisión quizá reconvertida en secretariado administrativo del Consejo -objeto final e implícito para más de uno de los Estados miembros- será incapaz de asumir no ya sólo el interés comunitario o la defensa de los Tratados, sino en mucha menor medida todavía la protección de los intereses de los Estados más débiles, o con posiciones más difíciles de sostener ante la mayoría, función que la Comisión ha desempeñado en no pocas ocasiones satisfactoriamente: por ejemplo, en ese interminable ejercicio de desgaste y falta de sentido -común y comunitario- que ha recibido la mordaz denominación de «Agenda 2000».

La Comisión ha sido, en efecto, hasta la fecha -y frente a todas las críticas que le reprochaban exceso de arrogancia, alejamiento de los ciudadanos y perverso tecnocratismo- el más firme soporte de todo aquello que garantizaba el compromiso, la protección de los diferentes puntos de vista nacionales, y, por encima de cualquier otra consideración, la idea y la práctica cotidiana de la integración europea como una puesta en común de las soberanías nacionales. A pesar de los pesares, el Ejecutivo europeo ha sido el instrumento principal de esa paradójica transformación de los intereses nacionales en comunitarios -y viceversa– en que consiste la sorprendente invención -revolucionario capítulo en el panorama de la diplomacia clásica- que es el fenómeno de la supranacionalidad.

Una Comisión débil o transformada en secretariado del Consejo, sujeta por tanto a un todopoderoso Consejo de Ministros y a un impredecible Parlamento Europeo, será difícilmente capaz de mantener la autoridad para impedir que no se produzca una regresión del actual nivel de integración hacia una renacionalización progresiva de las políticas comunitarias y un Directorio de los países grandes. En el supuesto de que la situación de interinidad y de dependencia del Consejo, a la que necesariamente va a tener que estar sujeta la Comisión, se convirtiera, tras la elección de la nueva Comisión, en una situación habitual y permanente, no son pocos los desperfectos que se ocasionarían. Pensemos en las consecuencias negativas para el complejo proceso de negociación de las ampliaciones al Este, la gestión de los procedimientos de coordinación de las políticas económicas vinculadas a la moneda única, o los poderes de verificación y sanción en materia de derecho de la competencia y ayudas públicas, por citar sólo tres ejemplos significativos.

DE LA COMISIÓN-PARLAMENTO A LA COALICIÓN CONSEJO-PARLAMENTO

Un todopoderoso Directorio de los países de mayor capacidad económica y un Parlamento sometido a los vaivenes de dispares mayorías internas, que son producto de un muy amplio abanico de diferencias ideológicas, lealtades nacionales, desequilibrios geográficos y representación de intereses sectoriales. ¿No es acaso esta ambivalente relación de poder la que ha dado lugar al acoso y derribo de la Comisión?

¿A qué se debe en realidad la sustitución de la tradicional alianza Comisión-Parlamento frente al Consejo, por la nueva coalición Consejo-Parlamento?

En primer lugar, a una cuestión técnica porque a través de los comités de conciliación entre el Parlamento y el Consejo que se introdujeron en el Tratado de la Unión Europea para facilitar el procedimiento legislativo, ambas instituciones se han convertido en protagonistas de la toma de decisiones, en detrimento de la Comisión. El Parlamento ha ido adquiriendo el estatus largamente buscado de auténtico órgano colegislador, y el Consejo ha sabido sacar de esta nueva alianza de contrarios un eficaz arsenal político para ir desplazando progresivamente a la Comisión y hacerla cada vez más dependiente.

En segundo lugar, al cambio de la opinión pública respecto al curso del proceso de integración europea, tal y como se ha desarrollado desde el Acta de Unión Europea. La transferencia de competencias por parte de los Estados miembros en favor de los órganos comunitarios no ha venido acompañada paralelamente de una efectiva democratización de las instituciones europeas. A más tardar desde la reforma de Maastricht, se ha producido un distanciamiento creciente entre el proceso de armonización y centralización comunitarias y los intereses -cada vez más inmediatos y menos generales- de las opiniones públicas.

Ha sido, también, por último, la elección por los jefes de Estado y de Gobierno reunidos en el Consejo Europeo de un Presidente de la Comisión acomodaticio a los dictados de los Gobiernos nacionales lo que ha producido que la Comisión, abandonada de todos sus apoyos, y bajo las inexplicables cesiones de Santer a las presiones externas, haya finalmente dimitido.

Ante la situación progresivamente deteriorada de la Unión Europea sólo caben, en estas circunstancias, dos alternativas para los Estados miembros: o poner rápidamente los medios para restablecer a medio plazo una Comisión fuerte, con capacidad de acción y de solucionar los problemas de gestión, administración y transparencia analizadas por el Comité de Sabios; o tomar acta de la realidad del nuevo equilibrio institucional y proceder a una sustancial reforma del sistema comunitario que creara un Ejecutivo (posiblemente el propio Consejo) y un Parlamento con una estricta delimitación de funciones en cada caso y con una definición neta de sus responsabilidades políticas.

Lamentablemente, la previsión más realista es que, una vez más, los Gobiernos de los Estados miembros pospondrán cualquier reforma sustantiva e intentarán de nuevo, como puedan, salvar los muebles.

Abogado. Diputado del Partido Popular