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La Primera Guerra Mundial fue uno de los acontecimientos más esperados de la historia contemporánea. Desde 1870 las principales potencias europeas trabajaron para evitarlo al mismo tiempo que se preparaban para hacerle frente. Desde entonces y hasta 1914 las relaciones internacionales se movieron con la perspectiva fijada en esta especie de ratio suprema y paradójica. No fue una sorpresa que estallara un conflicto armado. Sí lo fue que se desarrollase como lo hizo. Nadie podía haber imaginado ni su duración ni el elevado número y el alcance de los desastres que provocó. Ningún ejército del mundo estaba preparado en 1914 para afrontar una guerra de tales características, ni ningún gobierno, ni tampoco ningún ciudadano europeo, por supuesto. Mentalmente, los europeos tuvieron que hacer frente a un conflicto bélico completamente nuevo, distinto, pero con mentalidad del siglo XIX. A 1870 se remontaba la última referencia, el caso al que tendrían que enfrentarse: la batalla de Sedán. Replanteada de otra forma, más soldados, más cañones, las mortales ametralladoras, pero la lucha en tierra sería («tendría» que ser) una reedición de Sedán. Por eso era tan importante tener el ejército preparado para la movilización. Para ser capaces, en el menor tiempo posible, de trasladar grandes masas a la frontera enemiga. La guerra estalló por miedo a esta eventualidad, por el temor a que el contrincante tomase días u horas de delantera que podían ser cruciales. Venció el miedo. Los militares tomaron la delantera a los políticos, claro. Pero fue una cesión de paso considerada por todos como inevitable, una vez que se comprobó que, por distintas razones, en aquella ocasión ya no se podría como en el pasado frenar la crisis internacional surgida entre Austria-Hungría y Serbia con un congreso, una reunión entre los más importantes, un acuerdo entre aquellos mismos gobiernos que llevaban décadas interviniendo en el gran embrollo balcánico. No era el asesinato del archiduque a manos de un nacionalista serbio. Eran las pretensiones territoriales del Imperio Austro-húngaro, de Rusia y hasta de Italia; las ambiciones territoriales de los nacionalismos balcánicos; de fondo, la progresiva desintegración del debilitado imperio turco y el soporte que a unos y a otros llevaban tiempo dando ingleses, franceses y alemanes. Era la vendetta francesa por la derrota de Sedán y la pérdida de Alsacia y Lorena. España había permanecido siempre muy alejada de todas esas circunstancias que habían comenzado a aparecer en el escenario internacional en las primeras décadas del ochocientos.

Ya con anterioridad a la guerra contra los Estados Unidos, pero con mayor ahínco después, los gobiernos de España trabajaron en la acción exterior con el difícil objetivo de garantizar los intereses del Estado pero sin adquirir compromisos que, ni por lo más remoto, pudieran acarrear el peligro de verse involucrados en un conflicto armado de escala continental. Marruecos —siempre Marruecos— era la fijación de España. Su destino y su más que previsible reparto era lo único que podía alterar los ánimos de los responsables de la política exterior de España. Dicho de otra manera, Marruecos era «la» política exterior de España y el único argumento por el que se podía entrar en el complejo juego de las relaciones internacionales del cambio de siglo. En lo que respectaba a España, esa fue la forma de tener parte en el reñidero europeo, es decir en el enfrentamiento franco-alemán. España asumió en los primeros años del siglo XX que el mantenimiento del statu quo en el norte de África resultaba ya imposible, una vez que franceses e ingleses habían llegado a un arreglo al respecto. Pero el camino hacia el acuerdo con Francia fue largo porque hasta noviembre de 1912 no pudo llevarse a cabo. España obtenía una disminuida zona de influencia en Marruecos poniendo en evidencia, entre otras cosas, que asumía el carácter secundario de sus intereses frente a los de la gran potencia. Como si se hubiera quitado un gran peso de encima que maniataba sus posibilidades en el exterior, desde aquella fecha y hasta la víspera del estallido de la Primera Guerra Mundial, España, encabezada en primera persona por Alfonso XIII, tomó aires de renovación en el área internacional desplegando una mayor actividad que hizo pensar a más de uno en Europa y la Península que finalmente se encaminaba hacia el alineamiento internacional con compromisos concretos.

Nada de eso fue cierto. La declaración de neutralidad de España (7 de agosto de 1914) eliminó especulaciones y temores. Desde luego, era en sí un gran logro poder ser neutral en aquellas circunstancias siempre que fuera el resultado de una elección ante diversas alternativas. Tampoco fue este el caso de España. En la perspectiva de un conflicto breve —auténtico convencimiento asumido y compartido por todos—, el papel de España en una guerra que movilizaba millones de hombres e ingentes cantidades de recursos materiales y económicos, fue despreciado por los beligerantes. España no tenía un ejército que pudiera compararse al de las grandes potencias europeas. De los poco más de cien mil hombres encuadrados en filas, la mayor parte estaban destinados en el norte de África, los arsenales estaban bajo mínimos y no se disponía del moderno armamento que los beligerantes estaban poniendo en liza, ni cañones, ni ametralladoras, ni flota, ni aviación, por no hablar de los submarinos que eran inexistentes en términos absolutos. En esas circunstancias ¿podía España ser beligerante? Era una quimera ni siquiera plantearlo y, por ello, el temprano ofrecimiento alemán para apoyar una hipotética invasión española de Gibraltar, Portugal y extenderse por las colonias francesas del norte de África había que situarlo en el plano de lo imposible o, dicho de otro modo, en el ámbito de la imperiosa necesidad de Alemania de abrir un segundo frente que distrajera fuerzas francesas y británicas. Alfonso XIII, quien quizás más pudiera haberse sentido atraído por ese ofrecimiento, desveló muy pronto que España no entraría por ese camino. La neutralidad oficial de España no tenía alternativa posible. Desde esta perspectiva, poca gloria cabe, desde mi punto de vista, a los responsables políticos españoles por tal acción. En los momentos iniciales de la Primera Guerra Mundial, la genialidad estaba en otro terreno: en la forma de lograr protagonismo no siendo uno de los protagonistas de la guerra. En la perspectiva de agosto de 1914, España podía sacar beneficio de la neutralidad presentándose ante Europa como posible mediador, al rey Alfonso XIII como campeón de la paz y, ya puestos, a Madrid como sede de la conferencia que iba a crear las bases de una nueva Europa de posguerra. El gran problema de esta política fue que era virtualmente posible solo en una hipótesis de guerra corta y que, en consecuencia, perdía su sentido a medida que la guerra se alargaba hasta llegar a perder por completo la perspectiva de su duración.

Ninguna de las previsiones iniciales se cumplió y el abastecimiento a los ejércitos y a las poblaciones de los países beligerantes se convirtió en un segundo y trascendental frente de batalla. Es en ese contexto que el papel de España adquirió una relevancia que no había tenido en 1914 ni durante buena parte de 1915. Fue entonces, a finales de 1915, cuando los aliados comenzaron a prepararse para ocuparse de lo que sucedía en España. En otoño ya era un hecho que el impulso hacia el final de la guerra que había despertado la intervención de Italia en el conflicto se había agotado. De la misma manera que había fracasado la ofensiva de Gallípoli, al igual que todas y cada una de las ofensivas que se habían llevado a cabo en el frente occidental. Es más, la mayor parte del material con el que se había iniciado la guerra, en particular los cañones, no había sido construido para sufrir un desgaste tal en tan corto espacio de tiempo. Si la guerra se alargaba indefinidamente, como ya todos a finales de año coincidían en reconocer, el abastecimiento para las fábricas tenía que ser garantizado. España era un país exportador de materias primas. Todas ellas estratégicas porque, entre otros productos, el suelo español poseía plomo en abundancia, piritas y el deseado wolframio. En torno a los dos tercios de todo el plomo consumido por los aliados, más de seis millones de toneladas de piritas de hierro y de cobre y una indeterminada cantidad de wolframio, fueron extraídas de España. Pero en aquellos meses se había producido otro cambio en la guerra que contribuyó enormemente a cambiar la perspectiva sobre España por parte de los beligerantes. Ello fue que Alemania comenzó entonces a introducir sistemáticamente sus submarinos en el Mediterráneo, con mucho éxito como había demostrado su actuación en la campaña de Gallípoli. Ya desde ese momento se asumió como un hecho indudable en todas las capitales europeas de los países aliados, que si los sumergibles alemanes podían llegar hasta el Mediterráneo y navegar a través de sus aguas destruyendo el tráfico comercial durante días y hasta semanas, ello solo podía explicarse por el apoyo que se les prestaba desde las costas de España. Esta imagen fue tan poderosa que no sería abandonada nunca durante toda la duración de la guerra, a pesar de las pruebas en sentido contrario.

Eran estas razones más que suficientes para «encargarse» de España. Demostración palmaria de este interés fue la creación de las estructuras de los servicios de información (o servicios secretos) por parte de los aliados, en respuesta también a la actuación que los alemanes estaban llevando a cabo en la Península desde 1914. Con un planteamiento en inicio muy modesto, ingleses, franceses e italianos terminaron construyendo con el paso del tiempo complejas estructuras que aspiraban a destruir la acción del espionaje alemán contra sus intereses económicos, mientras que, controlando los aspectos fundamentales de la vida nacional española, garantizaban que el flujo de los abastecimientos se mantuviera constante y llegaba sin peligro a sus respectivos destinos. La experiencia era completamente nueva para los servicios de información. El control de un país neutral de las dimensiones de España y con tanta extensión costera planteaba un reto hasta entonces nunca abordado y significaba un salto cualitativo determinante en el propio concepto de la información, del espionaje y del contraespionaje. España cayó progresivamente bajo el control de los beligerantes, comenzando por sus comunicaciones, que desde fecha muy temprana fueron sistemáticamente interceptadas.

La neutralidad de España no existió nunca, ni siquiera en los primeros días del mes de agosto de 1914 cuando ya se les ofreció a los franceses el envío de las mercancías que necesitasen. España no fue neutral porque no le dejaron serlo —ninguno de los beligerantes respetó este estatus— y porque a España tampoco le interesaba serlo, más allá de las declaraciones oficiales y de la fabricación de un discurso sobre la mediación y la paz que desde fuera nadie asumió nunca realmente, pero al que se apostó cualquier posible beneficio para la posguerra.

Al contrario, España fue económicamente beligerante y su aportación llegó a ser de gran importancia para la continuidad del esfuerzo bélico de las naciones aliadas. Lógicamente, se deduce de esta ambigua posición un recorrido muy difícil para los españoles a lo largo de los más de cuatro años de conflicto. La guerra no fue lineal, tuvo un crescendo permanente en el que las opciones de victoria y derrota para los dos bandos se alternaron en el tiempo. La posición mantenida por los gobiernos de España fue muy complicada, se caminaba sobre el alambre con grave riesgo de caer al vacío.

La adscripción a la germanofilia o a la aliadofilia, sea de los sucesivos gobiernos, sea de los distintos sectores socio-económico-políticos de la España del momento, resulta más compleja, menos neta, de lo que se ha venido escribiendo tradicionalmente. Resulta en exceso reductivo establecer que, en términos generales, la denominada «España oficial» era germanófila y la «España real» francófila; que Castilla, más atrasada económicamente, apoyaba a las potencias centrales, y que las zonas de la periferia, más dinámicas, respaldaban a los aliados; que, en fin, la derecha deseaba la victoria de las fuerzas imperiales, y la izquierda la de las democracias occidentales. Sería, en cambio, más correcto hablar de filias y fobias concretas hacia países también concretos y como resultado de distintos factores: desde la aceptación o no de determinados sistemas políticos y sociales, hasta estereotipadas concepciones de la historia o de la relación de esos países con España. Ello dio lugar a que significados sectores de la sociedad española, como fue mayoritariamente la actitud de la Iglesia, cayeran en fuertes paradojas. De forma similar encontramos también problemas al plantear una «derecha» española partidaria de la victoria austro-alemana o, en fin, una España central frente a una España periférica. Siendo indudable la existencia del debate germanófilos/aliadófilos, traducido en un polémico contraste de opinión, no lo es tanto todo lo demás. Sin dejar de subrayar, por supuesto, la capital importancia que para este debate tuvo el hecho de que la inmensa mayoría de los medios de prensa de la España de entonces estuvieran realmente en manos de los aparatos de propaganda de los países beligerantes, actuando en solitario o de común acuerdo entre las coaliciones. Hubo una España periférica, que era marítima, y que vivió en primera línea la contienda, porque era escenario de guerra: de la guerra naval, de la guerra comercial, de la guerra de la propaganda, de una auténtica guerra de los servicios secretos de los países beligerantes, desde el golfo de Rosas a Huelva, desde Vigo a San Sebastián. Porque en las costas de España, más que en ninguna otra zona geográfica, la opción aliadofilia o germanofilia se situaba en muchos casos en una nebulosa en la que las inclinaciones —llamémosles ideológicas o ideales— resultaban difícilmente escindibles de intereses materiales, concretos e inmediatos, ya fueran en el plano social, político o, más frecuentemente, económico. Desde la colaboración en el abastecimiento —legal o ilegal—, hasta las recompensas o «subvenciones» por actividades o servicios prestados, casi siempre muy poco decorosos.

En una España eminentemente rural, con un índice cercano al 50% de analfabetismo, es complicado aprehender el sentido de conceptos como «opinión pública» o, más simplemente, «la opinión de los españoles» sobre la guerra. Generalmente acabamos haciendo un mismo discurso que gira en torno a la opinión que circulaba en las clases medias y altas, en los mayores núcleos urbanos, y esta, a su vez, era el reflejo de las posiciones de las fuerzas políticas, de los intelectuales, cuando no, en mayor cuantía, de las manipulaciones de los propios servicios de información beligerantes. La propaganda germanófila podía calar más fácilmente en todos los estratos de la sociedad española porque apelaba a los estereotipos que estaban fuertemente enraizados en esta. No hace falta ni mencionarlos: la Guerra de la Independencia, el «maltrato» constante de los franceses en la cuestión de Marruecos, Gibraltar y, en fin, acontecimientos históricos que se remontaban a siglos de antigüedad pero que se evocaban para ejemplificar un vengativo maltrato de resonancias pluriseculares. Por su parte, los militares españoles adoraban la legendaria disciplina y la eficacia del Ejército alemán, y la Iglesia española, más que admiradora de la protestante Alemania, se mostraba enemiga de la «atea» Francia que, poco más de una década atrás, había osado romper con el Vaticano. Por eso era tan sencilla y tan eficaz la propaganda alemana, porque apuntaba a los instintos, a estereotipos arraigados.

Conservadores y liberales mantuvieron un acuerdo básico con respecto al comportamiento de los gobiernos de España en todo lo que hizo referencia a su relación con la Gran Guerra. Cuestiones que iban mucho más allá de la simple advocación a su neutralidad o a su beligerancia. Desde fecha muy temprana, después del famoso artículo de Romanones, «Neutralidades que matan», se entró en una senda de acuerdo entre las principales fuerzas de gobierno. Eduardo Dato mantuvo unas magníficas relaciones con las potencias aliadas, haciendo todo lo posible por facilitarles los suministros que necesitaban, en una medida no menor de lo que hiciera el propio Romanones desde finales de 1915 hasta su dimisión en 1917. El acuerdo tácito incluyó también evitar cualquier discusión parlamentaria que pudiera tratar la postura que España estaba adoptando ante los gravísimos acontecimientos internacionales. Aquel que lo intentaba era acallado y tildado poco menos que de «antipatriota». Pero no pudieron escaparse, ni ellos ni sus sucesores, ya fueran García Prieto o Maura, de hacer las cuentas con el daño que la guerra europea estaba haciendo a los españoles, comenzando por el desabastecimiento y consecuente encarecimiento de los productos básicos. La crisis política y social en España, evidente con el estallido del verano de 1917, no la provocó la guerra pero sí que esta hizo que el contexto fuera más complejo y que no faltaran las injerencias de los beligerantes.

Quedó claro a partir de la salida del gobierno del conde de Romanones que España no cambiaría su difícil posición decantándose por uno de los bandos en liza. La decisión alemana de declarar la guerra submarina a ultranza a partir del primero de febrero de aquel año, significaba para España correr el riesgo cierto de aislamiento económico. No sirvieron de nada las invocaciones a Alemania sobre el desastre que provocaría a España una medida de tal alcance si era aplicada, como anunciaba, de manera tajante y sin concesiones. Fue el momento álgido de la guerra para España. Romanones buscó concesiones de los aliados (Tánger, Gibraltar, el control de Portugal) a cambio del ultimátum español a Alemania. Alfonso XIII se deshizo entonces del conde, pero lo más significativo del hecho fue la respuesta que dieron los aliados: No necesitaban más ayuda de España en la guerra porque ya tenían de ella todo lo que necesitaban, y las peticiones de Madrid eran difícilmente asumibles. No se aclaró entonces el panorama para España. La guerra tuvo todavía un largo recorrido de nuevos y enormes desastres, de más exigencias para España. Pero, desde luego, el discurso oficial de la corona y de sus gobiernos tuvo una eficacia que hay que reconocer, porque ha llegado hasta nuestros días la idea de la neutralidad de España y de su aumentado prestigio internacional a partir de noviembre de 1918.

El propio Romanones pudo hacerse una idea clara de en qué quedaba todo cuando, poco más de un mes después del armisticio, hizo un viaje relámpago a París para entrevistarse con el presidente Woodrow Wilson. Pero el líder liberal español ya lo había escrito en su famoso y polémico artículo sobre la neutralidad de España de mediados del mes de agosto de 1914, una fecha que entonces parecía ya tan lejana: «La gratitud es una palabra que no tiene sentido cuando se trata del interés de las naciones».

Director de la Escuela Española de Historia y Arqueología del CSIC en Roma