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Como es bien conocido, el sistema electoral constituye la clave del arco de todos los sistemas políticos democráticos, al ser el mecanismo que permite reconfigurar periódicamente la composición de las instituciones representativas, de acuerdo con las preferencias electorales de los individuos. La importancia atribuida a los sistemas electorales ha determinado que frecuentemente los principios que los definen se encuentren incluidos en los mismos textos constitucionales. Así ocurre con la Constitución española de 1978 que, en sus artículos 68 y 69, establece los criterios básicos que han de conformar el sistema electoral del Congreso de los Diputados y del Senado.

Las páginas que siguen contienen unas reflexiones sobre los objetivos y rendimientos del sistema electoral para la elección de la Cámara baja, tras dos décadas de aplicación. Me detendré también en las propuestas que en distintas ocasiones se han formulado para reformar el sistema electoral a lo largo de sus ya más de veinte años de vigencia.

LA REPRESENTACIÓN DEL PLURALISMO Y LA GOBERNABILIDAD

En la intención de los constituyentes se advierte el deseo de garantizar la representación política del pluralismo propio de la sociedad española. Es decir, de no excluir parlamentariamente a fuerzas políticas que demostraran tener un cierto grado de apoyos electorales. Uno de los puntos de mira del sistema electoral diseñado es, por tanto, la representación de la pluralidad, razón por la que se opta por un sistema de corte proporcional y no mayoritario.

El segundo de los objetivos básicos que animan el sistema electoral es el de facilitar la formación y estabilidad de los gobiernos. Por esa razón, se opta por una corrección fuerte de la proporcionalidad. Ese segundo objetivo se facilita con dos mecanismos. Por un lado, la configuración de numerosas circunscripciones con un tamaño pequeño -eligen entre tres y seis diputados- (30 de 52), consecuencia inevitable de la consagración constitucional de la provincia como circunscripción electoral. Por otra parte, la normativa electoral optó por la fórmula D’Hondt para la conversión de votos en escaños, lo que combinado con el reducido tamaño electoral de muchas circunscripciones deriva en una importante corrección de la proporcionalidad. Como resultado de esta combinación de factores, los partidos mayoritarios de ámbito nacional, en especial el primer partido, o aquéllos que tienen una fuerte implantación en un ámbito territorial, resultan claramente favorecidos, de forma que esa prima facilite al partido ganador la formación de gobierno.

Representación política del pluralismo de la sociedad española y gobernabilidad son, así, los dos objetivos básicos que ha pretendido cubrir nuestro sistema electoral. ¿Cuál ha sido el rendimiento del sistema electoral en relación con tales objetivos?

Para comenzar, habría que señalar que, bajo este sistema electoral, se han celebrado ya siete elecciones legislativas, con un índice de participación medio del 74%, lo que sitúa al electorado español en un nivel medio-medio alto, en términos comparados con los de otras democracias europeas. Tras veintidós años de vigencia, el sistema electoral ha cubierto razonablemente bien sus objetivos. Hay un consenso compartido por analistas electorales -sin duda, los procedentes de ámbitos académicos- y partidos políticos sobre la existencia de un rendimiento general satisfactorio del sistema electoral. Éste, primero, contribuyó a reducir la altísima concurrencia de partidos en las primera elecciones, evitando una posible alta fragmentación parlamentaria y las dificultades que de esa situación se habrían derivado para el desarrollo de la actividad parlamentaria y de gobierno, de especial complejidad en los momentos emergentes de nuestro sistema democrático. En segundo lugar, ha cumplido razonablemente bien el principio de integración frente al de la exclusión, permitiendo que ningún partido relevante quedara al margen de la vida parlamentaria, lo que incluye la representación de los partidos nacionalistas o regionalistas más relevantes. Y, por último, ha facilitado la formación y la estabilidad de los gobiernos, aunque obviamente no está en las manos del sistema electoral garantizar, sino sólo un modesto propiciar, ese objetivo.

PROPUESTAS DE REFORMA DEL SISTEMA ELECTORAL

Aun cuando el consenso sobre el rendimiento global del sistema electoral sigue siendo fuerte, en los veinte años de su historia no han dejado de existir algunas propuesta para su reforma. En relación con ellas, se pueden distinguir tres fases; en cada una de ellas la naturaleza de las críticas y los objetivos que se pretenden cubrir son distintos. Bien es cierto que las críticas y propuestas que se producen en una determinada fase no desaparecen, aunque ocupen un lugar secundario, en la siguiente, sino que son acumulativas, por más que, en ocasiones, la naturaleza de las propuestas sean contradictorias entre sí.

La primera fase discurre entre 1987 y mediados de los años ochenta, en los que se aprueba la Ley Orgánica del Régimen Electoral General. En ese primer periodo, las críticas al sistema electoral se hacen desde dentro del propio sistema; es decir, se defiende su carácter proporcional, pero se demanda que la relación entre votos y escaños tenga una mayor proporcionalidad. Por lo general, los defensores de esta propuesta no creen necesaria una modificación de las previsiones constitucionales relativas al sistema electoral, sino simplemente la ampliación de la composición del Congreso al máximo establecido en la norma constitucional, es decir, a cuatrocientos diputados.

La última mitad de la década de los ochenta transcurre sin que se aprecien voces críticas medianamente significativas. Por un lado, la Ley Orgánica del Régimen Electoral de 1985 había dado ya un estatus definitivo al sistema electoral, hasta entonces sujeto a la provisionalidad que tenía el propio Decreto sobre Normas electorales de 1977; por otra parte, las fuertes mayorías absolutas de los socialistas en los años ochenta constituían dos factores que contribuyeron, si no a eliminar, sí a reducir el volumen de las críticas al sistema electoral.

Sin embargo, en el comienzo de los años noventa entramos en una segunda fase. Las nuevas críticas se inician en el contexto de un clima político en creciente tensión, en el que se suceden escándalos políticos de naturaleza diversa. Se critica entonces al sistema electoral por su incapacidad para permitir que los electores participen en la selección de los candidatos, lo que, de producirse, se entiende que contribuiría a fomentar una relación más personalizada entre los primeros y sus representantes parlamentarios.

Para que el sistema electoral permita esa mayor participación de los electores se formulan dos tipos de propuestas. Por un lado, abrir las listas electorales, sin que se precise muy bien en qué sentido; por otro, se plantea también la posibilidad de adoptar un sistema electoral de carácter mixto, es decir, elegir un número de diputados de acuerdo con la regla de la proporcionalidad, y otro según criterios mayoritarios. El sistema electoral alemán, que alberga esos dos criterios, es considerado, entre quienes apuntan esa posibilidad, el modelo de referencia.

Paradójicamente, la defensa de un sistema electoral mixto, mayoritario- proporcional, ha sido, en ocasiones, aventurada por algunos de los defensores de introducir una mayor proporcionalidad en el actual sistema. Es obvio que ambas propuestas son contradictorias, ya que la proporcionalidad se vería reducida en el supuesto de aplicar un modelo en el que la mitad de los candidatos fueran elegidos por un sistema mayoritario; parece más que plausible que, con ese sistema, los partidos de ámbito estatal de tamaño mediano podrían obtener representación parlamentaria por la parte proporcional del sistema, pero tendrían muchas más posibilidades de ser excluidos en la parte mayoritaria del mismo.

Esa segunda línea de críticas al sistema electoral no se ha desvanecido, pero a partir de las elecciones legislativas de 1993 se comienza a apuntar una tercera sobre la que se volverá a insistir, aunque con gran timidez, tras las elecciones generales de 1996. Hasta entonces, uno de los efectos benéficos del sistema electoral, sobre el que había existido un consenso básico, fue el de su contribución a la creación de gobiernos estables, el de su capacidad, en suma, para facilitar el ejercicio del gobierno o, si se prefiere, la gobernabilidad. Pues bien, va a ser precisamente esa dimensión la que se empiece a considerar como una cuestión escasamente favorecida por el sistema de elección de la Cámara Baja.

Esa nueva crítica se produce bajo una configuración del sistema de partidos muy distinta a la que tenía en la década de los ochenta y, también, tras las dos primeras elecciones democráticas de finales de los años setenta. En ambos periodos, la distancia entre el primer partido y el segundo, aun en los casos en los que no hubo mayoría absoluta del primer partido, facilitó la estabilidad gubernamental, sin duda con dificultades mayores cuando se trató de los gobiernos de la UCD. Sin embargo, en 1993 y 1996, la distancia electoral y parlamentaria entre los dos primeros partidos obliga a los gobiernos a buscar apoyos parlamentarios y, en ambos casos, recurren a los grupos nacionalistas catalán y vasco, siendo decisivo por su cuota de representación parlamentaria el primero de ellos. La hipótesis de que el modelo resultante del sistema de partidos en las elecciones de los noventa se siga reproduciendo en las siguientes elecciones y se convierta básicamente en el modelo definitivo, o al menos constituya un modelo de larga duración, ha inspirado la tímida defensa de un sistema electoral mayoritario.

Hasta ahora, esa propuesta se ha formulado de forma sigilosa, con ciertas cautelas y con frecuencia en foros más o menos cerrados. Se ha defendido desde el convencimiento de que bajo un sistema electoral mayoritario se reduciría de inmediato el peso parlamentario de los partidos nacionalistas mencionados y que, por el contrario, los partidos mayoritarios de ámbito estatal verían mejorada su cuota de representación parlamentaria. Todo ello acabaría beneficiando a la gobernabilidad e impediría la dependencia de los gobiernos de las demandas de los grupos nacionalistas. Hasta ahora he descrito las distintas propuestas de reforma del sistema electoral y los problemas del sistema político a los que pretenden dar solución. Es el momento de plantearse en qué medida a esos problemas se les puede dar, efectivamente, una respuesta positiva desde el sistema electoral. Me voy a referir, exclusivamente, a las dos líneas de críticas y propuestas que se desarrollan en los años noventa. Como he señalado, la primera de esas críticas tiene como argumento medular la escasa personalización de la relación entre representantes y representados; se propone, para solucionar ese déficit, recurrir a las listas abiertas. La experiencia comparada sobre distintas modalidades de esa fórmula no la convierten en elementos extraordinariamente sugerentes como instrumentos para acercar eficazmente la relación entre candidatos y electores; nuestra propia experiencia en las elecciones al Senado tampoco nos indica una utilización significativa de la personalización de la elección, cuando se abre esta posibilidad al elector. Pero en todo caso, en mi opinión, el problema es que el diagnóstico sobre algunas de las dificultades que atravesaba nuestro sistema político en los primeros años noventa, momento en el que se plantean las listas electorales abiertas como una de las soluciones a tales problemas, no fue muy certero. El clima político de ese periodo se caracteriza esencialmente por el papel estelar que desempeñan los escándalos de corrupción política. En ese contexto, ¿el problema es realmente que los ciudadanos, más allá de que siempre es deseable la cercanía entre electores y elegidos, demanden una mayor intervención en la elección de los candidatos? ¿No será más bien que aquello que los ciudadanos demandaban era simplemente honestidad en todos los niveles de la vida pública? Si la demanda esencial fuera esta última, como en mi opinión ocurría, es obvio que el sistema electoral tenía poco que responder. Todos los sistemas electorales tienen, evidentemente, consecuencias políticas, pero los sistemas electorales no pueden dar una respuesta satisfactoria a todos los problemas de los sistemas políticos, simplemente porque no tienen instrumentos para ello, de manera que las soluciones hay que buscarlas, frecuentemente, en otros ámbitos, y no en el sistema electoral.

Y algo similar ocurre con la tercera de las propuestas de reforma que antes comentaba, entonada, frecuentemente, de manera casi susurrante, y derivada de las dificultades que en las legislaturas de los noventa están encontrando los partidos mayoritarios para desarrollar su acción de gobierno. Por esa razón han tenido que recurrir a solicitar el apoyo de partidos nacionalistas.

El sistema electoral no puede, desde luego, dar una respuesta a los problemas que plantean los nacionalismos en España. Dejando aparte otras consideraciones, no es acertado pensar que un sistema mayoritario reduciría el peso de las fuerzas nacionalistas; no hay fundamentos empíricos que soporten medianamente esa consideración. Un sistema mayoritario acabaría probablemente excluyendo, o reduciendo considerablemente, la representación parlamentaria de los partidos menores de ámbito estatal, a la vez que la representación de las fuerzas nacionalistas tendría un nivel muy similar al actual (obviamente, siempre que el número de votos fuera similar al que tienen hoy). Incluso puede considerarse que los grandes partidos de ámbito estatal podrían ver reducida su actual cuota de representación parlamentaria en aquellas Comunidades Autónomas en las que hoy tienen representación sensiblemente inferior a su media nacional.

La historia de estos ya más de veinte años de democracia nos muestra que, frecuentemente, cada vez que se plantean problemas o carencias en el sistema político de una cierta gravedad, la mirada se dirige inmediatamente al sistema electoral, creyendo que su reforma en una otra dirección constituye, si no la panacea, sí un factor muy relevante para la solución de tales problemas. En cierta medida se explica que ello ocurra así porque el sistema electoral tiene la ventaja, frente a otros elementos del sistema político, de ser fácilmente identificable, fácilmente reconocible y fácilmente comprensible por parte de la mayoría de los ciudadanos. El ejercicio periódico del voto permite que todos tengamos un conocimiento del funcionamiento del sistema electoral, algo que no se produce con otros elementos del sistema político. Ello contribuye, en mi opinión, a convertirlo en blanco preferente de las críticas, en causa de muchos de los males que pueden aquejar en determinados momentos a nuestra democracia y, por tanto, en objetivo privilegiado de propuestas de reforma. Sin embargo, el sistema electoral es una pieza mucho más modesta del sistema político que siempre puede ser mejorada, pero que en ningún caso tiene, en términos políticos, un valor terapéutico universal.

No hay que excluir por principio la necesidad de modificar ninguna de las piezas fundamentales que sostienen el entramado de nuestra democracia, pero habría que hacerlo con mucha prudencia cuando se trata de elementos muy sensibles, como es el caso del sistema electoral. Es aconsejable, sin embargo, huir de la siempre fácil tentación de atribuir, por principio, muchos de los desajustes o dificultades del sistema político al sistema electoral.

Eurodiputada