Tiempo de lectura: 5 min.

Cuando se analiza la significación del Madrid, la atención se suele centrar exclusivamente en los editoriales y en los artículos de «la página tres». Es una observación insuficiente. El fenómeno del Madrid no se revelaba sólo en las piezas de opinión. Era fundamental el dibujo de Chumy Chúmez, las crónicas de fútbol, las entrevistas o cualquier noticia. Todo el periódico era una realidad enteriza que respondía a los mismos criterios políticos. Como colaborador «literario» puedo decir que era fundamental el plantel de periodistas, realmente excepcional. Tenían mucha significación las crónicas de los corresponsales en el extranjero. De esa forma se transmitía la idea de que las elecciones, las huelgas, los debates parlamentarios eran lo normal en los países desarrollados. ¿Por qué iba España a ser diferente?

El éxito del Madrid no estuvo en la tirada (que fue muy inferior a la del otro vespertino, Pueblo), ni en los recursos (mucho más modestos que los de los grandes matutinos). Su audiencia era limitada, pero se correspondía con la reducida minoría de profesionales que contaban en el régimen y en la oposición. Incluyo, naturalmente, los profesionales de la política. Esa audiencia tan «especializada» explica que el periódico fuera de fácil lectura para los habituales y realmente fatigosa para los demás. Sin embargo, esa prosa oscura era contundente. Se proponía una misión de pedagogía política: hacer que el léxico de la democracia se fuera haciendo familiar.

Fue premonitorio, puesto que el artículo por el que me había de juzgar un consejo de guerra en 1971 respondía exactamente a la tesis de José María Sanjuán

Un lector privilegiado del Madrid fue Franco, aunque sólo lo era para señalar lo que le disgustaba especialmente del periódico. Por ejemplo, un artículo que le irritó de manera especial fue el de José María Sanjuán, «Hacia una nueva conciencia» (31.10.1967). Su tesis era bien inocente. Había ya una generación de españoles, al filo de los treinta años, que por razones biográficas no habían conocido la guerra civil. Por tanto, para ellos no valían las coordenadas políticas que había dictado el bando vencedor de esa guerra. No sólo el Madrid me incluyó en el grupo de colaboradores de la «nueva conciencia» (en 1967 yo había cumplido los treinta años, la unidad generacional). Fue premonitorio, puesto que el artículo por el que me había de juzgar un consejo de guerra en 1971 respondía exactamente a la tesis de José María Sanjuán.

Otro de los incluidos en la lista de la «nueva conciencia», Luis Marañón, haría suya la etiqueta para referirse al espíritu de los treintañeros de entonces. Para averiguar la ideología que sustentaba el diario Madrid no basta con una lectura desapasionada de sus páginas. Por una razón, porque los que escribían en esa especie de dazibao no lo hacían para la posteridad, sino para los lectores inteligentes de aquella misma tarde. El investigador de hemeroteca tendrá que hacer un difícil ejercicio de imaginación para imaginar qué es lo que querían decir los autores y qué es lo que podían entender los lectores. Si se escribía en una noticia de agencia «las llamadas Comisiones Obreras», todo el mundo sabía que el adjetivo no quitaba un ápice de legitimidad al sindicato. Se cumplía formalmente con la prescripción oficial para así poder dar la noticia de una huelga, bueno, de un «conflicto laboral». Es decir, los lectores inteligentes (casi todos) entendían que lo de «las llamadas» era una expresión irónica.

Se ha dicho que el diario Madrid no era propiamente un grupo de oposición al régimen porque, de manera formal, respetaba el ordenamiento jurídico del franquismo. Por eso figurábamos como posibilistas o reformistas. También de manera formal los funcionarios tenían que respetar las leyes fundamentales del franquismo, incluso se las hacían jurar. Pero ese respeto formal podía ser tan poco auténtico como muchas de las «pruebas de limpieza de sangre» en la época de Cervantes. Es más, la oposición verdaderamente eficiente —como luego se demostró— es la que guardaba las formas del ordenamiento jurídico franquista. Aunque el régimen era particularmente represivo con los comunistas, a quien temía verdaderamente era a los liberales; más aún, a los liberales que habían pasado por el franquismo. Otra cosa es que los que escribían en el Madrid no formaran un grupo organizado y disciplinado. No podía ser de otro modo, pues por eso se trataba de un medio de comunicación. La mejor prueba es que, advenida la transición democrática, no hubo manera de revitalizar el periódico. Su misión de pedagogía política había sido cumplida con creces.

Rafael Calvo Serer representaba no tanto el dirigente de un grupo de oposición como un disidente del régimen a título particular. Esa figura era bastante corriente (Dionisio Ridruejo, Joaquín Ruiz Giménez). El hecho de ser disidente hacía que Calvo Serer pudiera dialogar de tú a tú con muchos ministros. Esas conversaciones se podían mantener porque el presidente del Madrid no pretendía tanto acabar con el régimen como transformarlo. Por eso digo que la actitud de Calvo Serer o de Fontán y de otros muchos colaboradores del periódico era más bien posibilista. El posibilismo del Madrid significaba confiar en los españoles politizados hasta el punto de presumir que se podía cambiar sustancialmente el régimen antes de la muerte de Franco. Al menos esa tesis yo la expuse en algunos artículos publicados en el diario. Esa confianza no la tenían ni la mayor parte de los miembros de la oposición clandestina ni los franquistas más o menos declarados. Ambos grupos extremos partían de la pregunta tantas veces repetida: «¿Después de Franco, qué?». La verdad es que el régimen no se alteró sustancialmente hasta que Franco murió (en la cama, no porque fuera derrocado). Sin embargo la tesis posibilista o voluntarista del grupo asociado al Madrid tuvo bastante razón. El último decenio del franquismo significó un cambio suficiente como para preparar la salida pacífica y pactada del régimen autoritario.

Un ejemplo del posibilismo del Madrid es que no se cuestionaba directamente la legitimidad de Franco. Esa táctica moderada suponía socavar el supuesto oficial de que «después de Franco, las instituciones». La tesis dominante del Madrid era «después de Franco… ya veremos». En efecto, ya se vio. Resultó, además, que cuajaba la fórmula monárquica, más o menos en la dirección anticipada por el Madrid.

Una paradoja de la táctica posibilista del Madrid es que parecía tomarse en serio la lógica jurídica del ordenamiento vigente. De esa forma se defendía de posibles sanciones, siempre pendientes como la espada de Damocles. Al mismo tiempo, al razonar «como si» España fuera un Estado de Derecho, daba la razón a la hipótesis de que la democracia podía llegar desde dentro del régimen. En 1966, cuando empieza la etapa política del Madrid de Calvo Serer, esa hipótesis podía parecer descabellada. Pero diez años después ya no tanto. De hecho, el primer presidente constitucional fue Adolfo Suárez, que había sido el último secretario general del Movimiento.

Uno de los datos más llamativos de peripecia del Madrid es que Franco estuviera muy interesado personalmente por el contenido de los editoriales y artículos. ¿No tendría otra cosa que hacer el Caudillo? Por un lado, esa preocupación intelectual de Franco resultaba estimulante para los escritores, pero constituía una fuente de sobresaltos. Los expedientes menudeaban en cuanto los censores intuían que a Franco le había molestado una determinada pieza periodística. Era una buena ilustración del modo despótico con que se conducían los asuntos públicos.

El 26 de agosto de 1971, recién salido yo de la cárcel, escribía una carta a Antonio Fontán agradeciéndole la ayuda del periódico en el asunto de mi persecución. Decía así: «Afortunada o desgraciadamente se ha probado con ella [la persecución] que el grupo del Madrid y el grupo del Gobierno no son los mismos perros con distintos opus. Aunque, como dice el sentencioso Miguel Ángel Aguilar, todavía habrá quien diga que este proceso mío estaba hábilmente planeado precisamente para ocultar que los dos grupos son la misma cosa. Y, si me llegan a fusilar, pues la coartada hubiera sido todavía mejor». Fontán me contestó: «Amistades como la tuya han sido y son para mí la compensación y el estímulo más inmediato y diario en mi trabajo en el Madrid»1. Magister dixit, y nunca mejor traído, puesto que Fontán es, ante todo, un humanista. Así como el vehemente Rafael Calvo Serer tuvo enemigos acérrimos, el pulcro Antonio Fontán no ha llegado a despertar animosidad de nadie. Hoy es una figura venerada de la democracia.

[Texto procedente de: Amando de Miguel, El final del franquismo:
Testimonio personal; Madrid, Marcial Pons (en prensa)].

NOTAS

1· Cit. en Carlos Barrera, El diario Madrid. Realidad y símbolo de una época, Eunsa, Pamplona 1995, p. 426.

Catedrático de Sociología, Universidad Complutense