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Durante veintisiete años, es decir, durante casi tres décadas, Estados Unidos ha tenido tres presidentes republicanos y uno demócrata. Es decir, ha tenido tres presidentes provenientes de las filas naturales del conservadurismo y uno de las de la socialdemocracia. Tan relevante apreciación ideológica queda —sin duda— muy matizada si tenemos presente que desde 1976 todos los tickets electorales republicanos de las elecciones presidenciales norteamericanas han ostentado el apellido Bush o el apellido Dole. Y en ocho comicios presidenciales eso se ha resuelto con tres personas distintas. Bob Dole fue candidato a vicepresidente en 1976 con Gerald Ford como cabeza de cartel y a presidente en 1996 con Jack Kemp como segundo. Fue derrotado en ambas ocasiones. George Bush padre fue candidato a vicepresidente en 1980 y 1984 como segundo de Ronald Reagan y a presidente en 1988 y 1992 con Dan Quayle como acompañante. Ganó las tres primeras citas y perdió la última. George Bush hijo fue el candidato republicano en 2000 y 2004 con Dick Cheney como compañero de fórmula. Ganó ambos comicios. Dos apellidos y tres personas marcan más de tres décadas del conservadurismo norteamericano. Aun en el supuesto de que concediéramos un inconmensurable valor a las tres personas en que se encarnan esos dos nombres resulta difícil imaginar como modelo universal de democracia una república en la que el partido que más tiempo ha gobernado en las tres últimas décadas ha competido —y en muchas ocasiones conquistado esas altas magistraturas— por medio de dos familias.

Pero tan aparente hecho puede ser de muy inferior relevancia si lo analizamos desde un punto de vista más político. El Partido Republicano o Grand Old Party (GOP) ha sido una máquina ideológica de una enorme potencia desde la década de 1980. O quizá sea más exacto decir que fue una turbina ideológica que llegó al poder en 1980 con Ronald Reagan tras décadas de trabajo y debate propulsados por William F. Buckley. Y es de destacar, también, que esta de 2008 es la primera elección presidencial tras la muerte de Buckley, el padre de todos los conservadores, acaecida el pasado 28 de febrero. Buckley jugó un papel decisivo en la década de 1960 —fruto de la fundación por el propio Buckley de la revista National Review en 1955— en la articulación del pensamiento conservador, fusionando principios conservadores clásicos con ideas libertarias. De Buckley llegaría a decir Ronald Reagan en un homenaje que le hizo durante su presidencia que «fue el Moisés que apartó las aguas para que los conservadores pudiéramos llegar a la tierra prometida» y es muy relevante cuán incómodo se sintió en los últimos años con el auge de posiciones políticas promovidas por los neoconservadores.

Los conservadores clásicos, los que llevaron al poder a Reagan, estaban acostumbrados a vivir bajo la amenaza constante de la tiranía soviética. Y si fueron capaces de dar una gran victoria a Occidente fue porque al fin Ronald Reagan se rebeló y plantó cara a una amenaza que perduraba desde hacía ya demasiado tiempo. Pero una de las sorpresas del debate ideológico post 11-S fue la de ver a Buckley ubicado frente a la Administración Bush por su intervención en Irak. El gran patriarca conservador se mantuvo en franca oposición esencialmente porque consideraba que la intervención no se había hecho bien. Y en ese análisis cuenta con el respaldo de cualquiera. Pero la gran diferencia de Buckley con otros de su entorno ideológico, como por ejemplo el senador McCain, el seguro candidato republicano de este año, era que no daba una salida clara para la cuestión iraquí, mientras que el senador de Arizona proponía lo que al fin hizo la Administración Bush con un éxito que cada vez parece menos contestado: promover una intervención mejor dotada con unos objetivos políticos mejor definidos. Es decir, lo que los neoconservadores habían propuesto desde la primera hora y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld había ignorado con perseverancia digna de causa más necesitada.

Uno de los grandes logros de Buckley —y de su alumno más aventajado, Ronald Reagan— fue el de unir en torno al Partido Republicano a elementos de todo el espectro de centro derecha, contribuyendo así a enraizar al GOP en el conservadurismo y dejando —por defecto— las posiciones socialdemócratas para el Partido Demócrata. Recuérdese que en las décadas de 1950, 1960 y 1970 no era extraño encontrar entre los republicanos muchos congresistas con posiciones claramente a la izquierda y lo contrario entre los demócratas. De hecho, la única vez que Buckley saltó directamente a la política como candidato fue cuando en 1965 compitió por la alcaldía de Nueva York por el neo nato Partido Conservador. Lo que le movió a hacerlo era que el candidato republicano, John Lindsay, era un hombre abiertamente de izquierda. Cuatro décadas después el perfil ideológico de ambos partidos está mucho mejor definido, y aunque sigue habiendo excepciones, es raro encontrar ejemplos de cargos electos ideológicamente muy desubicados en sus partidos —aunque los hay—. Es aquí donde entra el factor de mayor distorsión en esta campaña: John McCain. El senador McCain entró en política como rendido admirador del presidente Reagan. Era un entusiasta de su firmeza frente a la amenaza soviética y de su orgullo de ser norteamericano. McCain era —y es— un firme creyente en la necesidad de intervenir frente a las tiranías que oprimen a sus pueblos. Por eso en 2000, cuando compitió contra el gobernador Bush por la nominación republicana, McCain era el candidato respaldado por los neoconservadores. Bush sólo se alió con ese ámbito ideológico cuando hubo de articular un discurso frente a la irrupción del terrorismo en territorio norteamericano. A la fuerza ahorcan.

Durante los últimos treinta años el Partido Republicano ha sido el partido de las ideas. Su ventaja sobre los demócratas en la formulación de un discurso que entronque con las necesidades de los norteamericanos y responda a los retos que llegan desde fuera del país ha sido evidente. Quizá se esté dando por primera vez una fisura en esa bien cimentada arquitectura ideológica. Y es que el entronque de los neoconservadores con las familias clásicas del movimiento conservador simplemente no se ha dado. Los padres del neoconservadurismo como John Podhoretz o Irving Kristol vienen de la izquierda militante. El propio Podhoretz describe muy bien su caída sauliana del caballo en su libro World War Four. Este pujante grupo ideológico, que controla una potente fundación, el American Enterprise Institute y una influyente revista, The Weekly Standard, ubicada en el ámbito mediático de Rupert Murdoch, da una enorme preeminencia a la política exterior. En asuntos internos son mucho más flexibles. Lo relevante, en esta elección de 2008, es que al redactar estas líneas en los primeros días de julio, el senador McCain se ha alineado abiertamente con la mayoría de las posiciones políticas relevantes de los neoconservadores y eso no necesariamente será algo que le ayude a ganar el 4 de noviembre. Porque son muchas las envidias que la pujanza neoconservadora genera en otras familias ideológicas del Partido Republicano.

Añadamos a ello que la antaño todopoderosa derecha evangélica, decisiva en la victoria de Reagan, juega hoy en ligas menores, pero sabe bien que sigue siendo imprescindible para que el candidato republicano pueda ganar. Decir que la relación de McCain con ese sector es mejorable sería un understatement. Y con 55 millones de votantes registrados como republicanos —lo que equivale a aproximadamente una tercera parte del electorado y le convierte en segunda formación en numero de miembros— el equipo de McCain sabe que no puede permitirse perder un solo voto.

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El maestro de las victorias electorales del presidente Bush, Kart Rove, construyó su victoria electoral de 2004 —la más alta votación jamás alcanzada por un presidente norteamericano— sobre la base de identificar distritos electorales de clara implantación conservadora en los que la participación electoral hubiera llegado, como máximo, sólo a la media nacional. Fue ahí donde puso todo el esfuerzo incitando a salir a votar a todo el mundo —casi sin preguntar por quién lo iban a hacer—. La radiografía electoral era tan claramente favorable que se antojaba imposible que una alta participación no favoreciese al candidato republicano. Rove definió una nueva forma de hacer campañas electorales que este año intentarán poner en práctica republicanos y demócratas. Pero lo que es seguro es que mostró nuevas formas de llevar a las urnas votantes favorables sin necesidad de perder el tiempo en costosas prospecciones para averiguar si se estaba motivando a un elector favorable o contrario.

Los norteamericanos tienen ansia de cambio. Parece evidente que quien mejor lo puede encarnar es Barack Obama. Pero un hombre como el senador McCain tiene fácil argumentar que el suyo puede ser un cambio peligroso: nunca desde los padres fundadores de la nación llegó a la presidencia nadie con tan magra experiencia política. Obama apenas habrá completado cuatro años en el senado si le toca jurar como presidente en enero de 2009. Y ése es un argumento de valor transversal. Es cierto que Obama puede jugar también la carta contraria contra McCain. Pero lo importante —y verdaderamente difícil para los republicanos— es reunificar plenamente sus filas. Algo que a tres meses de la votación estaban lejos de lograr.

Periodista, director adjunto de ABC