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La representación de lo sagrado ha sido, desde los inicios del arte cinematográfico, una de las formas de expresión de la fe más radicales y modernas del siglo XX. En los últimos cien años, no ha habido mejor vehículo transmisor del sentido trascendencia inextirpable al ser humano y que más dignifica su condición. Desde Bresson a Malick, la matriz de los denominados directores místicos basa sus narraciones en dos categorías comunes a la Teología: la imagen y la palabra que siguen siendo aún hoy los objetos de la narración más dinámicos y efectivos que existen. Ese grupo de creadores, a lo largo de las diferentes etapas del siglo pasado y el actual, han testimoniado la fecundidad y creatividad del diálogo entre la fe y el cine, produciéndose así el reencuentro entre la fe y el arte mismo que había sufrido los desmanes del laicismo de los siglos XVIII y XIX y del que volvería a ser víctima a partir de mediados del XX.

No es casual que dicha representación de lo sagrado haya encontrado su cénit en obras maestras que abrazan la espiritualidad y la fe en directores de creencias o educación católica, pues la obsesión anicónica de otras culturas, como la protestante o la judía, contraviene la esencia del cristianismo en torno al misterio de la Encarnación en el que Dios mismo se hace icono (del griego eikôn–imagen–), a través del rostro vivo de Cristo. Así, la acción cinematográfica de los directores místicos aúna en un lenguaje artístico y espiritual, como la liturgia misma, todos los elementos simbólicos y narrativos que permitan al espectador posar su mirada sobre el hecho antropológico.

El cine bíblico desde «La Pasión de Cristo» de Albert K. Léar a «La Pasión de Cristo» de Mel Gibson, pasando por «El evangelio según san Mateo» de Pasolini, no puede ser necesariamente considerado cine espiritual

El cine bíblico, desde La Pasión de Cristo de Albert K. Léar (1900) a La Pasión de Cristo de Mel Gibson (2004) pasando por las importantísimas y recurrentes Rey de Reyes (Cecil B. DeMille, 1927), El gran pescador (Frank Borzage, 1959), la revisitada Rey de Reyes (Nicholas Ray, 1959), El evangelio según san Mateo (Pier Paolo Pasolini, 1964), La historia más grande jamás contada (George Stevens, 1965) o Jesús de Nazareth (Franco Zeffirelli, 1977), no puede estar necesariamente considerado cine espiritual, ni mucho menos místico. La grandeza de su relato no tiene por qué ir ligada a su vocación hermenéutica ni a la meditación teológica, de igual modo que una película de temática pagana puede ser profundamente religiosa y de intensa humanidad.

Dicho esto, parece claro que cuando se habla de la mirada de la fe en el cine hay que centrar nuestra propia mirada en los directores que de manera más eficaz y palmaria plantean las grandes preguntas inherentes al hombre: ¿Quién soy yo? ¿Quién es Dios? Estos son los denominados directores místicos (del griego mystikós –encerrado, misterioso–). Y el misterio último es Dios, misterium tremendum et fascinan (misterio, asombro y fascinación). Si algo nos ha dado este grupúsculo de directores fascinados y asombrados por ese Misterio es que han accedido a él –y a Él– a través de la narración cinematográfica, sustentada siempre, como decimos en la imagen y la palabra.

Los cinco directores místicos

Así es como abordó el Misterio el padre de estos creadores, Carl Theodore Dreyer (Dinamarca, 1889-1968) que él mismo definía como “el drama objetivo de las almas”. Desde La pasión de Juana de Arco (1928) a Gertrud (1964) pasando por Dies Irae (1946) y, sobre todo, su obra cumbre, Ordet (1955), el cine de Dreyer se fundamenta en el milagro de la trasfiguración, en la transformación profundamente espiritual y humana, cuando no física, que viven todos sus personajes. Tal es el caso de Ordet (del danés “la palabra”) una de las obras de referencia del cine europeo –cuando no una de las más importantes películas de la historia del cine-, que halla su cénit místico en la escena final momento en que un estudiante de teología de nombre Johannes (Juan –del hebreo “el fiel de Dios” –), presa del amor místico, y sintiendo cómo actúa Cristo a través de él ante la perplejidad ajena y mediante un acto de confianza –e inocencia– casi pueril en Dios, transfigura el cadáver de una mujer en un cuerpo vivo, mientras su rostro parece quedar transfigurado por la imagen misma de Cristo. La verdadera grandeza del filme es que todo este proceso es profundamente verosímil y esa resurrección llega al fondo del corazón del espectador como la del joven Lázaro bíblico permitiéndonos por tanto creer que tal amor y confianza en Dios no sólo es posible sino deseable. Esa fe admirable que puede convertir la humanidad del ser en espiritualidad mística es idéntica a la que aparece en La pasión de Juana de Arco donde el dolor de la santa de Orleans trasciende el celuloide para convertirse en algo vivo.

El cine de Robert Bresson (Francia, 1907-1999) no está en la misma mirada ni altura teológica que la de Dreyer, porque además cultivó cierto tipo de cine de género, pero tiene dos películas que le hacen un miembro indispensable del círculo de directores místicos: Diario de un cura rural (1951) y Proceso de Juana de Arco (1962) –ésta última plantea una santa totalmente distinta a la de Dreyer, más humana y menos mística que conmueve y eleva el espíritu precisamente por lo contrario que aquélla-.

Bresson es un autor profundamente humanista que, sin actores profesionales ni grandes puestas en escena, tomaba modelos de la vida que convertía en arte mediante un inteligente uso de silencios, gestos y palabras que se producían ante la mirada del espectador de manera oscura e inquietante. La cámara es como un testigo casual que lo ve y nos lo ofrece. Fue el director de los instantes y la espontaneidad, pero también del dolor, la intensidad y los más profundos sentires del alma. Ponía en orden, en definitiva, el mundo que mostraba, dándole un sentido único y trascendente a la narración.

Es la interioridad quien dicta la acción, lo que puede parecer paradójico en un arte que parece todo exterioridad”.

Así es, precisamente, cómo abordó la extraordinaria Diario de un cura rural en la que se plantea una enorme duda de fe encarnada en aquel inmenso personaje basado en la novela homónima de Georges Bernanos. Es la historia de un calvario, en definitiva, la de ese joven sacerdote destinado a su primera parroquia y repudiado por un pueblo que no le acepta. Se trata de un filme-parábola de una belleza desgarradora con el que el propio Bresson definía no sólo su idea misma del cine y del arte, sino la esencia del cine místico del que hablábamos al principio: “En una película se necesita experimentar el descubrimiento del hombre –decía–, una revelación profunda del misterio… Es la interioridad quien dicta la acción, lo que puede parecer paradójico en un arte que parece todo exterioridad”.

No parece casual que el germen de este tipo de cine resida en Europa donde la tradición y la educación católica está más intrincada en la sociedad que en la cultura anglosajona protestante que tiene en común con el Antiguo Testamento una idea anicónica de la fe y de toda representación de la idea de la trascendencia y de Dios, como hemos dicho. De la mezcla entre esas dos dicotomías, la de la no representación protestante y la necesidad del eikôn –porque “el Verbo se hizo carne” (Juan 1, 14)-, católico, surge la expresión artística de Ingmar Bergman (Suecia, 1918-1977). El director conocido como el teólogo ateo del cine es, paradójicamente, uno de los cineastas que más preguntas sobre la fe plantea en su filmografía. Desde El séptimo sello (1957) en la que un príncipe recién regresado de las Cruzadas es retado por La Muerte a una partida de ajedrez, metáfora a través de la cual pone a juicio su propia vida, su idea sobre la eternidad, la justicia, el hombre y la moral, a Gritos y susurros (1972) o Fanny y Alexander (1982) en las que analiza los infiernos intrincados en sendas familias llenas de secretos y mentiras, el director sueco no muestra ningún pudor a la hora de manifestar el vacío del alma, los horrores de una vida sin Dios. Esa obsesión suya por ese Otro que no conoce ni entiende halla verdaderas cotas de maestría en infinidad de sus títulos, pero acaso uno de los más revisados sea Fresas salvajes (1957) –a la que el mismo Woody Allen, heredero natural del cineasta sueco, ha homenajeado en infinidad de ocasiones desde Hannah y sus hermanas (1986)a Match Point (2005) –. Se trata de un desolador retrato sobre la soledad de un hombre anciano e ilustre que en el invierno de su vida trata de hallar el punto en que empezó a descreerse de todo y convertirse en el ser vacío de toda creencia que es. Así es como se enfrenta a la verdades más extremas de su vida.

Bergman se cuestiona su propio agnosticismo, no lo reivindica, plantea preguntas y busca respuestas. Quiere creer, pero no puede, lo que otorga al conjunto de su obra, analizado como un todo, un halo desalentador y claustrofóbico –que han heredado grandes cineastas nórdicos como Susanne Bier o Billie August– mientras sus preguntas le llevan siempre al choque maniqueo –que en sus manos es profundamente hermoso– entre el bien y el mal, la eternidad y la nada, Dios y Satanás, la fe y el vacío, la libertad y el destino, la luz y la oscuridad, la voz de Dios y su silencio o la moral y el vicio. Con todo, su cine tiene unos instantes de luz, de presencia de un Algo espiritual que lo llena todo donde, muchas veces, se halla la respuesta pero que luego se da de bruces con una nueva pregunta oscura y agónica. Podría decirse que Bergman odia su incapacidad de creer como dice por boca de uno de sus personajes: “Cristo fue presa, como usted, de una gran duda. Ése debió de ser el más cruel de todos los sufrimientos, quiero decir, el silencio de Dios”. Y en esta línea se halla, como decimos, toda su filmografía que halla su máxima expresión en la que puede considerarse su trilogía sobre el silencio de Dios: Como en un espejo (1961), Los comulgantes (1963) y El silencio (1963).

Este paseo por Europa nos lleva hasta Rusia para hallar al que es, sin duda, el más complejo de los directores místicos: Andrei Tarkovsky (1932-1986) considerado por el propio Bergman “el más grande de todos los cineastas”. Su breve e inquietante filmografía, de apenas nueve títulos, tiene, como el cine de Dreyer, un común de denominador. Si en el danés era la transfiguración, en el ruso es la peregrinación. Y es que el espectador recorre con Tarkovsky el camino que conduce a sus protagonistas del infierno al paraíso, o viceversa. La implicación del espectador es total en sus películas, plagadas de feísmo, inquietud, desesperación, maldad y una prodigiosa fuerza visual y espiritual. Ello está presente desde La infancia de Iván (1962) y Andrei Rublev (1966) a Solaris (1972) y Sacrifico (1986) pero se hace carne viva y sufriente en la que es, posiblemente, la mejor obra de Tarkovsky aunque también la más controvertida. Hablamos de Stalker (1979). En ella, un mundo postapocalíptico nos muestra cómo dos hombres quieren llegar a un paraje donde los deseos son concedidos. Para ello, tendrán que entrar en La Zona, un lugar de prohibido acceso desde que se estrelló en él un meteorito y que sólo algunos stalkers (vigilantes) conocen. El espectador y los protagonistas viajan a través de un horrible paisaje con un stalker mugroso y perturbador que les hará adentrarse en un mundo donde encontrarán mucho más que sus profundos deseos. Se trata de un ejercicio formal de primer orden en el que el mugriento aspecto de las cosas se enfrenta, paradójicamente, a la belleza del mensaje que destila la narración porque si bien Tarkovsky es el director que muestra qué crudo e imperfecto es el mundo en que vivimos, creando una maravillosa policromía con la crudeza y la imperfección del hombre, también obliga a sus personajes a hallar la salvación a través de un camino que empieza por embellecer su propio yo para ser, al fin, algo bello dentro del infame mundo con lo que podrá entrar en contacto con su dimensión más armoniosa y, por tanto, espiritual. Es decir, para llegar a Dios hay que pasar por los infiernos del alma.

Dinamarca, Francia, Suecia y Rusia nos llevan, al fin, hasta la cultura anglosajona de donde proviene el último de este constreñido grupo de directores místicos. Terrence Malick (Estados Unidos, 1943). La clave de su cine es la de poner frente al espectador las grandes cuestiones que afronta el ser humano: el bien y el mal, la redención y el pecado, el deseo de amar y la incapacidad de dar amor, le belleza del mundo, la violencia, el sacrifico, la búsqueda de la salvación y la caridad cristiana. Su escueta filmografía –en cuarenta años ha dirigido seis películas- no niega la pregunta religiosa, sino que la reafirma. No son cuestiones humanistas para Malick, sino de fe. Malas tierras (1973), Días del cielo (1978), La delgada línea roja (1998), El nuevo mundo (2005) y su último trabajo To the wonder (2012) llevan a sus protagonistas hasta el extremo mismo de su capacidad, allí donde el hombre deja de ser hombre y es consciente de la dimensión espiritual de su propio yo para entrar en sintonía con ese Otro que le ama.

Pero Mallick va más allá, porque no muestra la conclusión de este diálogo desde el punto de vista del hombre, sino de Dios.

La máxima expresión de su arte radica en El árbol de la vida (2011) –ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes–. En ella hay todo un entramado intertextual entre el Antiguo y el Nuevo Testamento para entender las inquietudes de un hombre que vive el vacío existencial y la ausencia de fe pero dándole alas al espectador para que sea él, y no Mallick llevándole de la mano, el que saque sus propias conclusiones y diserte si éstas tienen una fundamentación hermenéutica o no. Así, esta personalísima película religiosa, espiritual, mística y contemplativa, que exige un grado máximo de implicación por parte del espectador, no puede verse como una narración al uso, pues no tiene una continuidad argumental, sino que se muestra como un dialogo entre Dios y un hombre perturbado por su silencio, sus dudas y su ausencia de Él. Pero Mallick va más allá, porque no muestra la conclusión de este diálogo desde el punto de vista del hombre, sino de Dios. La perspectiva es, por tanto, divina y así es cómo explica el Misterio, primero, mediante un despliegue de luz al principio y final del filme –el Alfa y Omega de la Creación– y, segundo, mediante un despliegue del Amor de Dios por todo lo creado y por su más grande obra, el hombre.

La cinta se centra en ese momento Por en que el protagonista, Jack O’Brien (acrónimo de Job, del hebreo –aquél que soporta penalidades–) empezó a vaciarse de ese Dios que le ama cuando era niño y la desgracia de la pérdida azotó a su familia. Y mientras su madre halla el camino de la Gracia, su padre y él se pierden en el de la desesperación y la nada. Por eso al final, cuando Jack reconoce ese Misterio encarnado en el Amor perpetuo e infinito contemplamos cómo se reconcilia con Dios y se redime, al fin, haciéndose uno con esa Gracia sanadora.

Dos directores esenciales

Para cerrar esta miscelánea sobre la mirada de la fe en el cine no se puede dejar de mencionar a dos directores esenciales. Hay dos clases de películas, las emplean los recursos del teatro como actores o puesta en escena y se valen de la cámara solo para reproducir la vida, y las que emplean los medios del cinematógrafo para crear mediante sonidos e imágenes en movimiento una sinfonía de emociones que construyen la historia a veces más fundamentada en la inmovilidad y el silencio que en el acto y la palabra. Esto último es la base del trabajo de los citados cineastas místicos y también del cineasta ateo por antonomasia: Luis Buñuel (España 1900-1983). Crítico y mordaz, su obra está marcada por la idea del director que imposibilita la armonía entre la pureza evangélica y la vida. Para ello arremete contra la moral burguesa y todo tipo de rituales religiosos o paganos, se muestra nihilista al entender el mundo desde una visión casi apocalíptica y sus interrogantes religiosos se ven acallados por una ensordecedora hipocresía. El que se llamaba a sí mismo “ateo por la Gracia de Dios” diserta sobre todo esto en sus obras más aparentemente religiosas como Nazarín (1959), Viridiana (1961) o Simón en el desierto (1965) pero también en las más paganas como El ángel exterminador (1962), Bell de jour (1967) o El discreto encanto de la burguesía (1972) y lo hace con un lenguaje surrealista, con unos principios estéticos y morales propios, que trascienden la realidad, el tiempo y el espacio y que buscan vapulear y escandalizar a la sociedad.

Su cine es la antítesis del que es considerado por muchos el mejor director de la historia del cine, adalid de lo que se considera el autor invisible y de obligada mención en esta miscelánea: John Ford (Estados Unidos, 1894-1973).

El misterio de la fuerza de su complejidad y sencillez sigue siendo inabarcable. Su legado es colosal y está plagada de obras maestras que mediante una transparencia narrativa total pasa por las aventuras, el melodrama, muchas comedias, importantes dramas, cine bélico y el western, sobre todo, western. Él fue el padre del género norteamericano por antonomasia que configura un rico repertorio de temáticas de excepcional belleza, inteligencia, interioridad y trascendencia sin perder el sentido mismo del espectáculo que es –para cualquier director del Hollywood clásico– el cine. Así pues, aunque a John Ford no puede ni debe considerarse un director místico, sí que es innegable la impronta de su idea de Dios y del hombre –marcada por su profunda fe católica- en todas sus películas, irremediablemente impresas por la historia de la Salvación y por de la redención de su héroe o de la incapacidad de redimirse del mismo. Las uvas de la ira (1940), Fort Apache (1948), El hombre tranquilo (1952), Centauros del desierto (1956) o El hombre que mató a Liberty Valance (1962), todas, están marcadas por alguno de estos hechos inherentes al hombre, a Ford y al hecho religioso como son la lealtad, el amor, la devoción y el siempre recurrente “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Juan 15, 13). Si Dreyer, Bresson, Bergman, Tarkovski y Mallick son los directores místicos por derecho propio, John Ford es, sin la menor sombra de dudas, el director católico.

Cerrar esta miscelánea con dos citas no cinematográficas pero sobre lo cinematográfico parece lo más acertado. Sirva como reflexión que si bien Franz Kafka decía “las cuerdas de la lira de los poetas modernos serán interminables carretes de celuloide”, el poeta Antonin Artaud afirmaba, “la piel humana de las cosas, la dermis de la realidad, eso es con lo que juega, antes que nada, el cine”.

Y el que tenga oídos para oír, que oiga.