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Cumpliendo con el honroso encargo del director de Nueva Revista, redacto estas líneas desde mi retiro veraniego de La Granja de San Ildefonso, próximo al palacio en el que nació don Juan de Borbón y Battenberg. En este estío tan perturbador por lo riguroso, debo agradecer a la tranquilidad y al frescor de este paraje ameno tan vinculado a la historia de la Casa de Borbón, a la que don Antonio ha prestado importantes servicios, la tranquilidad que me ha permitido confeccionar esta modesta evocación, emocionada y afectuosa, de una persona admirable.

Se trata de unas pocas reflexiones que parten de un trato personal de ya bastantes años, no lejos de treinta, con el fundador y editor de esta publicación. Lo conocí en Sevilla, fuimos presentados por su sobrino y compañero nuestro en las tareas del consejo de redacción, Antonio Fontán Meana, en los tiempos seminales de los Cuadernos Libra, origen del Partido Demócrata que encabezó, juntó con don Antonio, el malogrado Joaquín Garrigues Walker.

Mi relación con don Antonio no ha sido, pues, la de receptor de sus doctas enseñanzas de latín, ni la de un periodista de aquel Madrid de los años de la censura, ni tan siquiera la de colaborador suyo durante su etapa como presidente del Senado, primero, y ministro de Administración territorial, posteriormente. Tan sólo son unas ideas nacidas de mi relación con don Antonio, más intensa y frecuente en la época de la transición, más intermitente después, durante mis años de opositor y por los avatares de mi profesión. adra1.jpgEn todo caso, sí creo que tuve la gran fortuna de conocer a don Antonio en uno de sus momentos de mayor relieve, cuando cooperó activa y eficazmente a formar la oposición moderada y democrática al régimen del general Franco, junto con ese grupo de optimates políticos e intelectuales que luego se vmirían para formar la coalición de Centro Democrático, y posteriormente la UCD.

En ese momento tan trascendente de nuestra historia cercana, la figura de don Antonio fue importantísima, quizá porque es difícil recordar políticos del momento que, como él, pudiesen aportar a esa época delicada y convulsa la prudencia y la lucidez nacidas de unas convicciones monárquicas y democráticas tan firmes, una cultura política tan extensa, un conocimiento de la sociedad y de la historia españolas tan profundo y un talante tan abierto, dialogante y liberal, como los suyos.

De las enseñanzas emanadas de esas raras cualidades nos beneficiamos en aquella época un grupo de jóvenes universitarios que pensábamos que era preciso participar en la vida política de la patria para ser dignos de vivir en ella. Sus comentarios y sus ideas representaban un contrapunto vivificante a esa escolástica marxista tediosa, simplista y manida que a la sazón nutría, con ínfulas de autentica dictadura intelectual, el cuerpo doctrinal de lo políticamente correcto y de lo ideológicamente pensable.

Creo que para mí sus lecciones fueron un compendio de humanismo aplicado a la vida política y social, lecciones tanto más amenas y provechosas por haber sido impartidas con la cortesía, el sentido del humor y la inteligencia propias de un andaluz digno descendiente de Séneca y de Trajano, de un miembro descollante de esa pléyade de patricios de nuestra cultura y de nuestra vida pública que en el siglo XX ha alumbrado la Bética. Nadie más apropiado que don Antonio para presidir el Senado de las Cortes Constituyentes.

A mí me parece deducir de los escritos y -lo que no es menos importante- de las conversaciones con don Antonio, una doctrina política que preconiza una suerte de Constitución equilibrada, al modo de ese régimen mixto que, inspirándose en Cicerón, ha defendido el moderantismo español. Serían sus ejes esenciales un régimen monárquico constitucional asentado en una sociedad y una economía de capitalismo democrático; un sistema parlamentarista bicameral y un amplio reconocimiento institucional a la pluralidad regional de España, lo que en esencia recoge la vigente Constitución española que él contribuyó a debatir y aprobar.

Quizá en parte por haber tenido la suerte de nacer antes de que la televisión tarase intelectualmente a la generación a la que pertenezco y aún más a las posteriores (si ello cabe); en otra buena parte por su dedicación apasionada al estudio y a la frecuentación de buenos libros, don Antonio atesora una vasta erudición que ha vertido en su actividad política y periodística y de modo especial en sus ensayos sobre cultura clásica, reunidos en un buen número de libros, a los que se añaden esos deliciosos opúsculos que algunos tenemos la suerte de recibir cada año a modo de felicitación navideña.

Don Antonio ha congregado en torno al proyecto de Nueva Revista una clientela, entendida ésta al modo romano, de la que han salido importantes personalidades de la vida política del momento. Como partícipe de ese proyecto editorial y como discípulo suyo, siquiera sea el menos aventajado, me siento muy dichoso de ofrecer con estas breves líneas un modesto homenaje de admiración y afecto a la ancianidad gloriosa de un intelectual cuyo compromiso político y humano ha sido tan fecundo para nuestro país y tan importante en la vida de muchos de nosotros.

Alfonso López Perona (Madrid, 1956) es licenciado en Derecho e ingresó en 1984 en la Carrera Diplomática. Ha estado destinado en las representaciones diplomáticas españolas en Zaire, Perú, Estados Unidos, India, Portugal, Argelia y Guinea Bissau. Ha sido subdirector general de Programas de Cooperación de la Agencia Española de Cooperación Internacional; jefe del Gabinete Técnico del presidente del Tribunal Constitucional, y subdirector general de América del Norte.