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La nieve cubre el pueblo minero, allá lejos, en la Alaska de los buscadores. Chaplin, con su habitual indumentaria, mira a través del cristal del ventanal, desde la calle. Es Nochevieja, y están a punto de dar las doce. Dentro, la cálida compañía, la alegría de la fiesta, la risa despreocupada y los ojos palpitantes de una mujer a quien no se atreve, pobre él, a declarar su amor. ¡Tan cerca, tan al alcance de su mirada, y a la vez tan lejos!

Ya no hace frío; al menos, el de la nieve, el de la escarcha, el de los vientos helados que azotan el rostro en pleno invierno. Chaplin camina por las calles de una gran ciudad. Unos rapazuelos se mofan de él, le ridiculizan sin saber que ese hombre de aspecto miserable ha sido capaz de desprenderse de todo, hasta de lo que no tenía, por pagar una operación que devolviera la vista a la mujer que ama. Y ahora se la encuentra, como por azar, del otro lado del cristal que proteje el escaparate de una floristería, rojos sus labios como el clavel y como el lirio su piel blanca. ¡Tan cerca, nuevamente, pero a la vez tan lejos!

La primera escena es de La quimera del oro; la última, de Luces de la ciudad. Y las tengo grabadas en mi imaginación desde que percibí en ellas  algo que tiene mucho que ver con los deseos más íntimos del ser humano.

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Ayer de noche me asaltó su memoria, y se volvió insistente. Tanto, que recordé esa puerta en la que nunca me había fijado, y que en Luces de la ciudad se encuentra abierta. Por ella saldrá la florista con una moneda como limosna para el pobre vagabundo; y entonces descubrirá, al tacto -¡cercanía!- con sus manos, la incontable riqueza de quien ha sabido amarla hasta el olvido de sí.

(Borrador para Dinámica del deseo, de próxima aparición)

Profesor de Literatura Hispanoamericana