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Entendemos que un comportamiento es moral cuando, en general, está determinado por una elección consciente entre lo bueno y lo malo. Nos resolvemos a gozar aquello que nos parece bueno y perseguimos lo que creemos útil, agradable o hermoso y, al obrar así, nos comportamos moralmente. O rehuimos lo que nos parece malo, y nos alejamos de cuanto percibimos como inútil, pernicioso, desagradable o feo. Y también entonces nos comportamos moralmente.

Amamos los bienes y odiamos los males, y estos amores y odios sustentan las atracciones y las repulsiones de las que somos protagonistas. Prescindiendo ahora de la consideración psicoanalítica, podemos decir que el elemento determinante y soberano de nuestro comportamiento es la voluntad individual. El «yo quiero» acompaña, en principio, todas nuestras elecciones.

Sin embargo, la soberanía o autonomía del yo decisor no es una ley absoluta de la praxis. Tan cierto como que todo hombre apetece por naturaleza el bien y rehúye el mal, lo es su condición de zoón politikón, de animal social cuyo comportamiento moral está condicionado por el hecho de pertenecer a un grupo social. La percepción individual de cuanto parece atractivo y perseguible no es independiente de lo que aparece como apetecible y perseguible en el grupo social al cual pertenecemos. Todos hemos sido educados en el seno de varios círculos —familia, escuela, clase social—, de los que hemos recibido la «instrucción» sobre lo bueno y lo malo. Ellos condicionan la percepción individual de lo perseguible y lo rehuíble, lo conveniente y lo pernicioso, lo feo y lo hermoso.

Y no sólo lo determina: también lo garantiza. La sociología (Simmel y Weber) ha hablado, por una parte, de «convenciones» o costumbres de grupo que no tienen un cuerpo especial de individuos que actúen impositivamente para garantizar la consideración y respecto de esas costumbres y que, sin embargo, tienen vigencia dentro de un grupo. Un hombre afiliado al PP defenderá tan poco la nacionalización de la banca en una reunión del partido, como uno del PC la privatización de la educación en el suyo. No hay normas jurídicas o morales que le impidan actuar así, nada que le diga que hacerlo es «malo». Tampoco verás nunca al hijo del marqués de Salamanca ingresar en la Gran Peña con calcetines blancos, aunque puedas ver a un alemán lucirlos orgulloso cuando entra un sábado en la discoteca de Atocha. Lo que uno considera hortera en su grupo social el otro lo considera de extraordinario bueno gusto, según un criterio que no es estrictamente moral ni tampoco exigible jurídicamente.

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En ninguno de estos casos cabría llamar a la policía para obligar a este eventual transgresor a respetar las costumbres que rigen en el grupo. Los miembros de éste cuentan solamente con que, en general, la gente se evitará «el mal rato» de actuar inconvenientemente. Opera solamente una suerte de «coacción psicológica».

Las «normas jurídicas», en cambio, sí cuentan con un cuerpo de individuos encargados de ejercer una coacción física para hacer vigente el contenido de la norma. En todo caso, para la sociología, es «jurídica» toda norma cuyo cumplimiento puede ser exigido a un individuo dentro de un grupo también por la eventualidad de que un cuerpo de personas —guardias jurados, policías, jueces, ejército— está preparado para emplear medios coactivos con este propósito.

No quiero ir más lejos en esta distinción sociológica, tan rica en posibilidades especulativas. Ella nos va a permitir introducirnos en el universo de Bresson, y formular una tesis global relativa a su obra

Sostengo que en su trabajo cinematográfico, desde su primera obra en 1934 hasta la última de 1983, en cada uno de los catorce magníficos títulos de los que Bresson es responsable, el realizador se ocupó fundamental de este tema: despojar a los individuos de todas las normas jurídicas y convencionales, a las que se suponía vinculados por su condición social, con objeto de observar el amor y el odio de sus personajes, sus persecuciones y huidas fundamentales, las atracciones y repulsiones que más íntimamente condicionan sus vidas.

Bresson quería hablar de los individuos más acá, por así decir, de sus condicionantes sociales; los quería observar en la fuente misma de su actuar, que es su voluntad. Robinson Crusoes en medio del tráfico de París: así se me figuran en general los héroes bressonianos, individuos desligados del «espíritu de su colmena», como podría haber dicho Erice, puestos en la tesitura de mostrar sin subterfugios su condición moral.

De ahí que dos tipos de personajes protagonizan habitualmente las películas de Bresson: los outsiders y el azar. Pertenecen al primer tipo los contrabandistas, los asesinos, las prostitutas, los delincuentes y cuantas personas «fuera de la ley» figuran en sus filmes. Son también outsiders, «hombres del subsuelo» si quieren, los pobres, los mendigos, y, no se sorprendan, a veces las monjas de clausura, siempre que vivan, de un modo u otro, al margen si no de las normas jurídicas, desde luego de las convenciones humanas, de las costumbres sociales, de lo común y ordinario en los grupos sociales con mayor número de participantes, de los que se desgajan.

Por lo que se refiere a lo segundo —el azar, la casualidad—, ¿no es precisamente ello lo que, por definición, queda al margen de la ley general, la excepción de la universalidad?

Ver al ser humano empujado a los suburbios de la humanidad por la miseria, la injusticia, la casualidad o el destino; verle despojado de todas las seguridades del grupo, desnudo de sociabilidad, en estado «moral» puro; observarle cuando las circunstancias le fuerzan a retratarse moralmente, a mostrar una decisión y una seguridad en aquello que considera bueno o malo que, si trasciende sus condicionamientos sociales, excede también no pocas veces sus facultades, sus energías, su capacidad de limitar lo que debería perseguir o lo que debería rehuir.

Pero esto es sólo la mitad de la verdad. Existe, además, una poderosa razón que avala un título imposible de ahorrar cuando hablamos de Bresson. Robert fue un genio. Y su genialidad no consistió solamente en la elección del «tema» moral como materia fundamental de sus películas. Esto sería mucho, dada la densidad de destino humano de este interés intelectual. Pero eso nunca le habría hecho irrepetible. Preocupaciones de ese orden las encontramos en Kurosawa, en Rashomon como El infierno del odio o en todas sus tragedias de trasfondo bélico. También en algunas películas de Bergman, en las que los distintos «grupos» —la familia, el matrimonio, la sociedad burguesa— pesan decisivamente, con sus convenciones, sobre el individuo, que se adapta o se revuelve contra ellas, retratándose así moralmente.

La genialidad de Bresson consistió en buscar sistemáticamente una «forma» adecuada a ese contenido moral, en haberla hallado y en haber sido fiel a este su descubrimiento hasta su última película. Si, como un documental, el cine tenía que observar el brotar mismo de las energías morales del individuo, ver nacer aquellos amores u odios que definirán cabalmente su personalidad y que no podrán explicarse socialmente; si tenía que ser testigo de las más violentas y persistentes pasiones humanas, el cine había de hacerlo —así lo concibió Bresson— desde la impasibilidad formal, desde la frialdad de la observación, desde la inexpresividad de la interpretación.

Al proceder así, el cine se apartaba de la metodología del teatro para trabajar con un lenguaje específico. Sólo así el cine sería «cinematógrafo» (la expresión fue tomada por Bresson de Cocteau), un arte de formas visibles y audibles reales, auténticas, tan naturales que resultaran tan universalmente creíbles y, como tales, hondamente disfrutables. Pocos años de trabajo en el cine bastaron a Bresson para descubrir esta verdad.

LES ANGES DU PECHÉ (1943)

Nacido en 1901, el joven Bresson abandonó su inicial formación pictórica y se consagró al cine. En 1934 realizó un mediometraje, Affaires publiques, que luego nunca reconocería y del que sólo muy recientemente se ha podido encontrar alguna copia. Trabajó como ayudante de dirección en varias películas y, antes de acabar la Guerra, presentó a Pathé un guión, titulado Béthanie. Concebido por el R. P. Bruckberger, fue admitido por la productora a condición de que Bresson y Giraudoux, junto con el padre dominico, ultimaran el guión y los diálogos y cambiaran el título, por motivos comerciales, por el de Les anges du péché.

Ya en este primer largometraje de Bresson encontramos la «reducción social» que pone a los individuos en su estado moral fundamental. El filme habla, por una parte, de mujeres criminales, de «operadoras del mal» que cumplen condenas en las cárceles del Estado y, por otra, de unas hermanas —monjas del convento de dominicas de Betania— que, como «operadoras del bien», se dedican a «rehabilitar» a las primeras.

Anne-Marie, la protagonista, es una antigua delincuente que, habiendo cumplido condena, decide ingresar en la comunidad religiosa. Consagrará su vida a ayudar a las mujeres que han vivido como ella la experiencia del «crimen y castigo». Pronto se le ofrece la oportunidad de realizar concretamente sus deseos. En una de sus visitas a la cárcel conoce a Thérèse, una mujer condenada por robo y, como revelan sus reacciones, llena de amargura. A esa mujer transformada por la rabia se propone Anne-Marie «convertir» con su amistad y afecto.

Thérèse abandona la cárcel, rechaza la invitación de Anne-Marie de formar parte de la comunidad, y se dirige a casa de su amante. Al abrir éste la puerta, Thérèse descarga sobre él el revólver que acaba de adquirir. Consumada su venganza, llama a las puertas de Betania, donde se esconderá de la policía.

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Dejando a nuestras espaldas el mundo y la sociedad, el primer filme de Bresson nos invita a conocer de cerca el microcosmos de relaciones que, en esta comunidad, se tejen en torno a las dos mujeres. Curioso es observar que, ni siquiera en un grupo humano como éste, supuestamente fraterno y bienintencionado, el estado moral del alma individual, sus radicales amores y odios encuentran correspondencia en la convivencia.

Anne-Marie, mujer espontánea, extrovertida, apasionada, sincera hasta el punto de poner no pocas veces en entredicho las convenciones del convento, se granjea, por este carácter suyo, su tendencia a perturbar el orden y la vehemencia de sus aspiraciones, la envidia de algunas hermanas y la malquerencia de una superiora.

Thérèse, por el contrario, fría y calculadora y exacta cumplidora de sus deberes en la comunidad, gana pronto algunas defensoras entre las hermanas de las que, sin embargo, no puede decirse amiga. A nadie ha confesado los secretos de su alma, en la que esconde un crimen. Las convenciones y costumbres del convento la encubren.

Sólo Anne-Marie está verdaderamente interesada por llegar al fondo de esta persona. Cuanto más trata de conmover a Thérèse con su ejemplo, más se encierra ésta dentro de su concha, más se enroca. Anne-Marie sufre por su amiga y por sí misma, pues sabe que si no logra redimirla a ella, no podrá redimirse a sí misma. En su Getsemaní, María cree comprender que se le pide algo más: el sacrificio de la propia vida. Sólo hay, parece, un medio para ablandar el alma de Thérèse: que comprenda que su amiga entrega por ella su vida.

Pero un trasvase de este tipo no es posible, asegura Bresson: ni el buen ejemplo, ni la más sincera y conmovedora amistad ni, llegado el caso, la oración y el sacrificio de la propia vida, recursos que parecen los más poderosos para provocar la compasión y la piedad de sí misma en una persona, son capaces de remover los fondos volitivos, las vísceras afectivas de éstas. El individuo y su voluntad es un misterio y, amar u odiar, un destino.

LES DAMES DU BOIS DE BOULOGNE (1945)

El bien y el mal son preocupaciones humanas universales. Toda encrucijada decisiva nos plantea qué debemos preferir a qué, si debemos amar o aborrecer lo que nos presenta la vida. Creo que Bresson trataba de romper la asociación entre moralidad y religiosidad, posible sólo en una mente superficial. Como si la primera fuera cosa de monjas. Los individuos más mundanos, mejor adaptados a sus círculos sociales, asumen también decisiones que les califican moralmente. Lo podía demostrar una anécdota ocurrida entre Madame de la Pommeraye y el Marqués des Arcis, personajes de Jacques le fataliste, de Diderot, que Bresson, con ayuda en esta ocasión de Cocteau, adaptaría libremente en su nuevo filme.

Este tuvo una muy fría recepción. De hecho, sigue siendo el menos aceptado de sus filmes y no es, ciertamente, la obra más lograda. Ni siquiera la producción, antes de que concluyera la liberación de Francia, fue fácil. Creo, sin embargo, que, con ser inmaduro, responde a los propósitos fundamentales de Bresson.

Una mujer de la alta sociedad, algo más que burguesa por el ocio y el bienestar del que disfruta, llamada Hélène, decide vengarse de su amante, cuando éste le manifiesta que, tras algún tiempo de intensa relación, ha llegado a aburrirse. La energía femenina que antaño fuera amor y pasión se transforma en resentimiento. Una mujer orgullosa e irritada, y rica también, pone en marcha inteligentes recursos para satisfacer su deseo de venganza.

Prostituta es la segunda protagonista de Les dames du Bois de Boulogne. El filme se titulaba inicialmente La opinión pública. Angès, una mujer joven, movida por la necesidad, cambia la danza por el cabaret, los admiradores por los amantes y, ya iniciada en el oficio, éstos por ordinarios consumidores de amor. Pero ella no se ha colocado al margen de la sociedad por gusto; es una Sonia.

Astuta, Hélène consigue que su antiguo amante se comprometa en matrimonio con esta mujer de la vida, de la que no sospecha su verdadera condición.

Cada uno de los tres personajes es infeliz a su manera y tiene que afrontar una modalidad distinta de descrédito en la opinión pública contraria del círculo al que quiere pertenecer, para lograr invertir su situación eudaimónica.

Las costumbres sociales más refinadas pueden encubrir los hábitos de un alma mala, como la de Hélène. Ni ropas caras, ni ambientes selectos, ni la comida exquisita, ni modales delicados logran encubrir su fealdad. Para satisfacer su orgullo, esta mujer emplea a las personas como medio para sus fines. La felicidad o infelicidad de éstos no son de su incumbencia. Tampoco le afecta lo que piensen de ella. Lo decisivo es vengarse.

La ropa usada, las habitaciones sin muebles, las comidas frías, las noches con los clientes son compatibles con una temblorosa, tímida, puntualmente fulgurante, bondad de un alma, como la de Agnés. No ha recurrido con satisfacción a la mentira, no quiere redimirse a condición de encubrir la verdad a quien se dispone a ser su marido por engaño.

Este, finalmente, se enfrenta al conflicto entre moralidad y respetabilidad: ¿cuánto vale un amor que no merece algunas inconveniencias sociales?

Bresson no resuelve en esta ocasión qué sentimiento prevalece a su juicio en la vida. Ni qué puede ser más fuerte en un alma: si la venganza o el amor. Pues eso, como veremos, depende de cada alma.

LE JOURNAL D’UN CURÉ DE CAMPAGNE (1950)

El tercer largometraje de Bresson presenta el camino artístico expedito, por el que el realizador transitará el resto de sus días. Con esta película nace la estilística específicamente bressoniana, la que proporcionará al realizador francés un sillón de número en la Academia universal del cine.

El territorio en el que iba a moverse ya había sido acotado por sus filmes anteriores. Dos veces había despojado al comportamiento humano de sus «conchas protectoras» y dejado a la vista esa «caja negra» donde se traban las decisiones morales. En unas Notas sobre el cinematógrafo, que empezaba a escribir precisamente entonces, Bresson anotó: «Rodar no para ilustrar una tesis o para mostrar hombres y mujeres limitados a su apariencia externa, sino para descubrir la materia de la que están hechos. Alcanzar ese «corazón del corazón» que no se deja aferrar ni por la poesía, ni por la filosofía ni por la dramaturgia»1

En ninguno de los dos primeros filmes, sin embargo, el interés por la vida interior de los personajes llegó a determinar una forma, factura o metodología peculiar que se ajustara a su propósito. La narrativa de Les anges du péché y Les dames du Bois de Boulogne era convencional, en el sentido de que las respectivas historias de transformaciones interiores se contaban como si de un relato de aventuras se tratara. En Journal d’un curé de campagne, en cambio, hasta tal punto podemos encontrar este ajuste, la adecuación entre forma y contenido, que la película fue inmediatamente saludada como una obra maestra.

En uno de los primeros números del recién aparecido Cahiers du Cinéma (VI/1951), André Bazin analizaba por extenso el Journal de Bresson. Estos comentarios los incluyó luego Bazin como capítulo independiente en su obra ¿Qué es el cine?, la monografía clásica de crítica cinematográfica. Comoquiera que se responda a esa pregunta, quien se proponga comprender la naturaleza del cine, respondería allí Bazin, habrá de asimilar los hallazgos de Bresson en su Diario de un cura rural.

La obra de Bernanos que Bresson adaptaba ofrecía dos fuentes de conflicto interesantes para el realizador, pienso yo. La primera de ellas era análoga a la que hemos visto en su obra anterior. El desajuste entre el individuo y su círculo social conducirá, en los tres casos, a una manifestación extracotidiana de la moralidad. Recordemos que Durkheim había atribuido a una cierta anonimia social la moderna comisión de suicidios. Las leyes tradicionales, conforme a las cuales habrían vivido los individuos en las sociedades rurales, dejaban de tener vigencia al llegar éstos a las modernas metrópolis industriales. El habitante de la ciudad viviría allí sin códigos convencionales y, partícipe en relaciones económicas aún nacientes, tampoco jurídicos. Una situación que podía inducir o bien una autorregulación moral desacostumbrada por parte del individuo, que exigiría de él una reeducación ab radice de su personalidad; o que conduciría, en no pocos casos, a actos extremos de desesperación, es decir, al suicidio.

Diario de un cura rural presenta una anonimia de signo inverso a la durkhemiana. Un joven sacerdote, recién salido del seminario, llega a una pequeña población rural, llamada Ambricourt. Allí ha de moverse en un medio social que desconoce y al que no es fácil adaptarse. Fracasan sus intentos de romper las barreras con los campesinos; ni siquiera con los hijos de éstos llega a entenderse: le rehúyen o se mofan de él. Algo análogo ocurre con los «potentados» locales. La familia condal de la localidad acoge cortésmente al nuevo sacerdote. Pero cuando el capellán se aproxima peligrosamente a los problemas más íntimos, es rechazado implacablemente. Toda la importancia social de su labor pastoral queda desmentida por la realidad de la vida de esta pequeña comunidad rural. El cura vive solo.

Pero este aislamiento del personaje permite a Bernanos-Bresson observar la conquista de sus recursos interiores. ¿Existe una vida individual independiente de la vida social? ¿En qué consiste esta actividad personal, qué valores la alimentan, en qué sentido puede ser modificada por comportamientos de terceros? El Diario de un cura rural habla de una libertad espiritual que el hombre puede ganar en medio del rechazo social más persistente.

Pero Bernanos no es un espiritualista ni un angelista. Si Diario de un cura rural es la historia del desarrollo de la libertad personal, lo es simultáneamente de una lucha: la que el individuo emprende contra su propia biología. Cuando éste responde solamente a los impulsos de las demandas biológicas, todavía no es libre, pues sus decisiones están encadenadas a la necesidad de los procesos materiales, vitales. Una digestión bien hecha no significa ninguna victoria moral, que haga al individuo más noble. Pero sin la biología, por otra parte, seríamos libres en un sentido para nosotros desconocido, como acaso los espíritus o el aire pueden serlo. El Journal d’un curé de campagne plantea la libertad como una superación del dolor físico —una determinación personal al margen del principio del placer—, una decisión metabiológica que unos podrían atribuir a fuentes psicóticas, otros a condicionamientos biológicos heredados y un tercero simplemente a una patología clínica. El cura de Ambricour está, de hecho, gravemente enfermo.

No quiero extenderme más en la eludicación de estos contenidos. Comoquiera que se comprendan y hallen justificación, lo peculiar de la adaptación de Bresson es que todos son objeto de un tratamiento cinematográfico específico. Me gustaría hablar a este propósito de una «fenomenología cinematográfica del espíritu» característicamente bressoniana. En esta película, por primera vez, el realizador francés emplea los fenómenos del mundo exterior, tal y como los reproduce el medio cinematográfico—«imágenes en movimiento y sonido», registros de una cámara y un micrófono, como apuntaría en sus Notas—, para hablar de los procesos humanos interiores, del noúmeno humano, de lo que trasciende su biología.

La metodología radical que caracterizaría a Bresson desde el Journal hasta su última película pasaría por la sencillez, la simplicidad, por aquel «menos es más» de Aalto que, en su obra, iba a lograr cotas insospechadas de poesía. «Quien puede con lo menos —escribió, como si de una consigna se tratara— puede con lo más. Quien puede con lo más no necesariamente puede con lo menos».

En el caso del Diario de un cura rural, la primera «reducción» —así llamó Bazin a estos procesos de simplificación— se refería al guión. El realizador francés se propuso hacer una adaptación fidelísima del texto de la novela, lo que, en su caso, no significaba literalidad sino, paradójicamente, eliminación de todo lo «cinematográfico» del texto de Bernanos. Las descripciones visuales de éste, sus atractivas imágenes, sus sonoros calificativos quedaban fuera. Bresson quería obtener un equivalente al Journal ateniéndose estrictamente a medios cinematográficos. El espectador debería poder entrar furtivamente en la habitación de este cura de aldea, avanzada la noche; aproximarse a su mesa y extraer del cajón el diario, donde aquel hombre había anotado, antes de acostarse, las impresiones del día. Sólo que en este caso las sensaciones del protagonista no se fijarían con tinta sobre el papel, sino en un filme, en una película que el espectador tendría oportunidad de observar, como un intruso.

En este documental de la conciencia, la voz en off del cura de Ambricourt proporciona una línea de significación independiente de la corriente visual que ofrecen las imágenes. Cuanto sucede al cura rural no coincide ni mucho menos con aquello que le oímos contar. Entre otras cosas, porque ni siquiera el protagonista encuentra las palabras adecuadas para expresar con precisión las transformaciones que se operan en su alma. Tampoco Bresson trata de adaptar el texto de Bernanos dando lugar a situaciones que den paso a diálogos entre los personajes, al contrario, mantiene siempre que puede esta dualidad significativa de lo auditivo y lo visual. Como observó Bazin, el Journal es un filme mudo con subtítulos hablados, que se propone, podríamos decir nosotros, hacer visible, «más allá» de la pantalla, por una suerte de estereoscopia, las transformaciones del espíritu.

¿Era posible hacer sensible —visible y audible— lo espiritual, transformar el nouméno en fenómeno sensible? ¿Era posible realizar un «documental» cinematográfico del espíritu, dejar constancia gráfica de las transformaciones anímicas? Al llegar la noche, el protagonista concentra sus energías mentales y las impresiones del día vienen, en forma de imágenes, a su memoria: situaciones con personas, algunas palabras, ambientes, rincones del pueblo en los que ha presenciado algún suceso. El significado mental, «literario», que el protagonista atribuye a cada una de esas imágenes, cuando las revive, no coincide con aquél que le atribuyó en el momento de vivirlas. Pero la película documenta cinematográficamente esa reviviscencia, la dualidad de recuerdo y sentido, de imágenes y significación (o falta de ella), con sus medios, como un «diario» lo hace con los suyos (literarios). ¿Y qué logra? Una suerte de documental espiritual.

Tres reducciones o simplificaciones están en la base de esa impresión de documentalidad que nos transmite el filme. Los actores, en primer lugar, no «interpretan» en la película de Bresson. A ellos no se les ha pedido, observa Bazin, que «reciten» un texto, sino simplemente que lo «digan». Porque, para Bresson, los actores no tienen que resultar expresivos. Es el filme en su conjunto el que tiene que emocionar, la obra total compuesta de partes que, tomadas individualmente, son en sí mismas inexpresivas. De ahí que Bresson empezara, ya en este filme, a atomizar las secuencias. El crítico de los Cahiers observó con razón que el Journal podría emparentarse con La pasión de Juana de Arco, de Dreyer, con el que compartía la precisa observación de manos y rostros.

A la sordina impuesta a los actores se sumaba, en segundo lugar, una reducción de la «expresividad psicológica» de los mismos. «Como Dreyer —escribió Bazin en los Cahiers— Bresson tiende a recrearse en las cualidades más carnales del rostro que, en la medida en la que él mismo no actúa, es la huella privilegiada del ser, el trazo más legible del alma […] No es una psicología, sino a una fisionomía existencial a lo que nos invita. De ahí el hieratismo de la interpretación, la lentitud y la ambigüedad de los gestos, la repetición obstinada de los comportamientos, la impresión de un ralentí onírico que se graba en la memoria».

Puede hablarse, finalmente, de una radical reducción de la «dramaticidad» del relato. Más que de la narración de una acción o de una pasión, este Journal nos pone frente a una vida concentrada en sí misma; una vida cuyos presentes no dependen del momento anterior ni recibirán su perfección en el posterior. «A cada instante, como a cada plano, le basta su destino y su libertad», observó Brazin. La lógica del relato no se encadena a un fatum dramático, ni tampoco a una pasión que arrastre con violencia al ser humano. Aquí hay solo libertad, el sufrimiento de la libertad humana que se enfrenta a una Gracia que sabe puede aceptar o rechazar. Y eso, en el plano formal, se traduce en una estructura narrativa tipo via crucis, donde cada secuencia es una estación en el camino hacia la cumbre, que es el Gólgota, de la libertad superior y de la muerte.

UN CONDAMNÉ À MORT S ‘EST ÉCHAPPÉ (1956)

Tres, cuatro, cinco o más años suelen transcurrir entre un filme de Bresson y el siguiente. Parece como si el realizador quisiera cargarse de energía, de audacia, de objetivos, antes de situarse detrás de la cámara. Y cuanto más alto apunta su ambición profesional, más se esfuerza en respetar la sencillez, la contención, la inexpresividad. Con resultados asombrosos.

Es tal la sobriedad formal de Un condenado a muerte se ha escapado, que un espectador del 1956, otro del 2001 y un tercero del 3000 la van a recibir de modo análogo. Los tres se enfrentarán a un material directo, intemporal, profundamente humano, que no necesita ninguna contextualización cultural para ser comprendido y disfrutado. Con un material que se atiene a parámetros clásicos.

Bresson trata otra vez de la libertad individual, pero ahora elige la circunstancia menos favorable, en apariencia, para hablar de ella. Los miembros de la resistencia francesa capturados por las SS tienen expectativas de vida poco halagüeñas. Son conducidos a la cárcel, privados exteriormente de libertad y, poco tiempo después, habitualmente ajusticiados. Dentro de la prisión, despojados de su ciudadanía, la violencia de soldados y funcionarios somete la voluntad soberana de estos franceses. Las relaciones sociales habituales de éstos se ven sustituidas por una microsociología de víctimas y verdugos, por una parte, y de presidiarios que se ayudan, por otra. En el seno de esta violencia y de la ausencia de expectativas quiere Bresson comprobar si un hombre puede buscar y, lo que es igualmente importante, encontrar su salvación.

Dos son fundamentalmente los obstáculos que Fontaine, el hombre condenado, tiene que superar para salvarse. El primero corresponde a la violencia física de la que es objeto. Su libertad de movimientos es constantemente reprimida por muros, alambres de espino, celdas, reglamentos y, como amenaza final, la posibilidad de ser ajusticiado. Salvarse significa, en primer lugar, encontrar el modo de obviar esos obstáculos: averiguar si, a despecho de la vigilancia, hay algún modo de fugarse.

El segundo obstáculo es de orden social. Porque la comunidad de los encarcelados ha dado una respuesta a esta primera pregunta por las condiciones de la salvación: nadie saldrá de aquí, han concluido: escaparse es imposible. El fatalismo impregna la psicología del condenado. Impotencia y rabia, resignación, confianza en Dios… los sentimientos más variados acompañan la inactividad de los presos, que nada emprenden para recobrar su libertad. Algún preso intenta un acto desesperado, pero el desenlace es fatal.

¿Qué recursos morales tiene un individuo para defender sus intereses, para hacer frente a los más poderosos obstáculos que combaten su voluntad? ¿Cómo salvarse frente el círculo social más amplio (el Estado con sus medios de coacción)? ¿Cómo escapar de la presión de los hábitos mentales de los resignados?

Bresson habla de un recurso poderoso, el único disponible en esas circunstancias: la fe en uno mismo, la confianza en el propio proyecto, la seguridad de alcanzar los propios objetivos. En el caso del protagonista bressoniano, esta creencia se traduce en un trabajo sistemático y tenaz. Minúsculos medios de trabajo y una fuerza moral sobresaliente —la paciencia— logran efectos insólitos. Fontaine llega a salir de noche de su celda, e inspecciona el tejado, desde donde podría emprender la huida. Le ayuda sufría inteligencia, su meticulosa capacidad de cálculo: en una situación extrema, como la que él va a afrontar, nada puede abandonarse al azar.

¿Nada?
El azar —he aquí el segundo gran tema de la película, introducido de una vez para siempre en la oeuvre de Bresson— interviene en la propia salvación tanto como la voluntad más tenaz e inteligente. Para bien y para mal —para nuestra salvación o condenación—, nuestra vida está determinada también por las casualidades. No somos dueños por completo de nuestro destino. La fe en nuestros propios proyectos y la confianza en nuestras energías condicionan sólo a medias el resultado de cualquier esfuerzo nuestro. Hay voluntad, pero también hay azar; hay conquista, pero también hay gracia.

El protagonista es condenado a muerte en un juicio sumarísimo por los nazis. Tiene pocos días, pues, horas quizá, para poner en práctica su proyecto de escapada. A punto está todo lo que ha podido prever; el resultado es no obstante incierto; está inquieto. En ese momento, un nuevo recluso es conducido a la misma celda. Imposible escapar, sin contar con el joven recién llegado. ¿Podrá confiar en él; tendrá que matarlo? Fontaine decide jugárselo todo a una carta, e invita al recién llegado a participar en su fuga.

Esa misma noche, Fontaine y su compañero emprenden la huida. La llegada de aquel joven resulta providencial: Fontaine solo, como inicialmente había planeado, nunca hubiera podido superar el segundo muro de la cárcel, el que le separa de la libertad. ¿Por qué el joven recién llegado obtiene su salvación sin ningún esfuerzo? ¿Por qué Fontaine, que tanto ha trabajado por ella, ha de atribuirla, en último extremo, a la casualidad? ¿Es el azar el que salva a unos y otros condena? ¿Existe la providencia divina? Como el cura de Ambricourt al final de su vida, también Fontaine podría decir, al volver a la vida: «Todo es Gracia».

Le Vent souffk oú il veut —«el espíritu sopla donde quiere»—, se subtitula la película.

Había que estar muy convencido y muy seguro de sí mismo para presentarse en público con una obra que no hace absolutamente ningún gesto para agradar a los espectadores. La máxima bressoniana de total expresividad con empleo mínimo de medios se respeta en esta ocasión acaso como nunca antes en la historia del cine. Bresson observa en sus Notas: «Mozart escribió acerca de algunos de sus propios conciertos (KV 413,414, 415): «Se encuentran en el punto medio entre lo demasiado difícil y lo demasiado fácil. Son brillantes… pero carecen de pobreza»».

Las imágenes y los sonidos son para Bresson como las palabras de un diccionario: no tienen poder y valor más que en su relación mutua, en su posición relativa. En vano trataríamos de averiguar qué significa aisladamente, contemplada en sí misma, una imagen o un sonido en Un condamné à mort s’est échappé. Las secuencias nos presentan acciones mínimas, operaciones manuales que, en sí mismas, nada tienen de significativo y que son filmadas con absoluta frialdad, documentalmente, sin ánimo de impresionar. Las imágenes no llevan aparejadas ninguna interpretación, ninguna significación cerrada y clara. El material visible y audible del filme es significativa y emocionalmente incompleto, pero se transforma al contacto con otras imágenes, igualmente incompletas. Acción y reacción entre las imágenes, eso es lo que buscaba Bresson, como un pintor que procura efectos de reflexión al componer los colores en la superficie completa de su tela. Es todo el material cinematográfico en su conjunto, en definitiva, la película como un todo, el que resulta conmovedor.

PICKPOCKET (1959)

Es manifiesto que el hombre posee inteligencia, según Hegel, por sus manos. En el ser humano, se diría, lo espiritual es corporal o no es humano. Pickpocket será un filme de manos, manos extraordinariamente hábiles e inteligentes, aseguró Bresson, y de objetos y de miradas, « ¡Cuántas cosas —anotaba— se pueden expresar con la mano, con la cabeza, con los hombros! ¡Cuántas palabras inútiles y engorrosas desaparecen entonces! ¡Qué economía!». Pues «el lujo nunca ha aportado nada al arte»2.

Un filme sobre un carterista, sobre un ratero. Michel, el protagonista, no padece necesidad ni está enfermo. El robo es una forma de afirmación personal, una droga que le hace sentirse bien, superior. Su actividad ilegal e inmoral le saca de la sociedad, de la decencia, pero le emociona superar su miedo, superar sus límites.

Luego viene la lucha contra su conciencia. La actividad rateril le conduce a la cárcel. ¿Es posible salir? También este héroe está condenado a muerte. ¿Logrará como Fontaine escapar a su destino?

Pickpocket pone de manifiesto qué lejos se encontraba ya el cinematógrafo de Bresson de todas los préstamos teatrales. El cine había tenido, según Bresson, un mal comienzo: el music-hall, el teatro fotografiado. Cuanto más una película empleara actores, puesta en escena, etc., según los principios teatrales, menos auténtica resultaría como cinematógrafo. Emplear la cámara no para reproducir la realidad, como el teatro fotografiado, sino para crearla: eso es el arte de Bresson.

Porque lo verdadero del séptimo arte no es lo verdadero del teatro, ni lo verdadero de la novela ni lo verdadero de la pintura. Lo que el cinematógrafo captura con sus medios no puede ser lo que el teatro, la novela o la pintura captura con los suyos. El público del cinematógrafo no es el ni el público de los libros, ni el de los espectáculos, ni el de las exposiciones, ni el de los conciertos. Un director no tiene que satisfacer el gusto literario, teatral, pictórico o musical de los espectadores que acuden a una sala de cine.

La clave está en el modo de trabajar con los actores, según Bresson. En el teatro, el rostro y los gestos de los actores transmiten sentimientos, se proponen resultar expresivos. En el cinematógrafo, no es tanto que los actores no transmitan sentimientos, cuanto que no lo hagan «conscientemente». Al filmar actores de cinematógrafo —Bresson los llama «modelos», para distinguirlos de los actores de teatro—, han de resultar expresivos involuntariamente.

Si nueve de cada diez movimientos que hacemos proceden de costumbre y automatismo, se preguntaba Bresson, ¿por qué subordinarlos en el cinematógrafo a la voluntad y al pensamiento? Sería antinatural. En el cinematógrafo, la cámara ha de registrar el «yo» no racional, no lógico, de las personas, pues sólo él —no un «yo» controlado por el arte de actor teatral— es creíble en la pantalla, sólo él resulta convincente.

Lo que Bresson buscaba en los modelos de sus películas era no tanto lo que ellos podrían mostrar cuanto lo que eran capaces de esconder: lo que ni siquiera ellos sospechan está en ellos mismos. «Lo que ningún humano es capaz de atrapar —anotó Bresson—, lo que ningún lápiz, pincel o pluma es capaz de fijar, tu cámara lo atrapa sin saber qué es y lo fija con la escrupulosa indiferencia de una máquina».

Tres conclusiones se imponían al aceptar este modo de trabajar con los actores —modelos—. Llegó un punto (tempranamente) en que Bresson no empleaba actores profesionales. En sus películas trabajarían individuos sin ninguna relación con el teatro, con la interpretación, «vírgenes para el cine, vírgenes para el teatro —aseguraba—, considerados como una materia brutal que ni siquiera sabe que os entrega lo que no querría entregar a nadie»3.

Bresson, en segundo lugar, nunca emplearía los mismos modelos en dos películas.

Bresson, finalmente, pagaría cara su coherencia. En una entrevista con Godard, confesaba: «Me dicen: «Es por orgullo por lo que no lleva actores». Respondo: «¿Creen ustedes que me divierte no llevar actores? Porque no sólo no me divierte en absoluto, sino que representa un trabajo terrible. Y, además, no he hecho más que seis o siete películas. ¿Creen ustedes que me divierte permanecer parado? ¡No creo que sea divertido en absoluto! ¿Y, por que no ruedo más? ¡Porque no llevo actores! Porque ignoro un aspecto comercial en el cinema, que se basa en las vedettes. Si hubiera querido aceptar a los actores, a las vedettes, sería rico. Y no soy rico: soy pobre»».

NOTAS

1 · Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo (París, 1975), ed. Ardora /Filmoteca Española, Madrid 1999, p. 40.
2 · Robert Bresson, entrevista por J. L. Godard, Cahiers du Cinéma nº 178 (v/1966); tr. en Robert Bresson, dossier de la Filmoteca Española, Madrid 1977, p. 27.
3 · Robert Bresson, entrevista por J. L. Godard, Cahiers du Cinéma nº 178 (v/1966); cit., p. 30

Filósofo. Profesor Titular de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid. Director de Nueva Revista entre 2000 y 2005