Tiempo de lectura: 8 min.

El pasado 5 de septiembre se cumplió el primer aniversario de la desaparición de uno de los últimos «emperadores del podio», tal y como lo catalogó el prestigioso diario londinense The Times: Sir Georg Solti. NUEVA REVISTA no ha querido desaprovechar esta oportunidad para rendirle un merecido homenaje.


La casualidad hizo que falleciera el mismo día que el mundo se paralizó con el funeral de la princesa Diana, por lo que su muerte pasó un tanto desapercibida. Aquel día, The Times escribió de él lo siguiente:»Cuando él estaba presente en el podio, había electricidad en el aire. Él tenía el poder de excitar al auditorio y el también extraño poder de servir de inspiración a sus propios músicos (…). Lo más impresionante de él eran sus ojos, que clavaba en los de su interlocutor con una extraordinaria intensidad. Todo lo hacía con tutta forza. sus entusiasmos, sus disgustos, sus pasiones del momento».


Sir Georg Solti dirigía sus orquestas con vehemencia, con el empuje que le daba su pasión por la música. Esta energía, que se transmitía al auditorio como un reguero de pólvora en cuanto comenzaban las primeras notas de sus conciertos, le acompañó hasta el final de sus 84 años.


La última vez que dirigió en nuestro país fue en Madrid, el 31 de octubre de 1996, en el Auditorio Nacional. Vino al frente de una de sus formaciones favoritas, la Orquesta Filarmónica de Londres, y deleitó a un entregado respetable con la octava de Beethoven y la Primera Sinfonía de Brahms. La gran ovación con la que se recibió a Solti, cuando todavía no había dirigido una sola nota, fue la manifestación más sincera de agradecimiento de un público, en memoria de tantos y tantos momentos sublimes que Solti, con sus obras, había proporcionado hasta entonces.


Solti comenzó a tocar el piano en un pub de Budapest por dinero, para ayudar a su familia a pagar las deudas de juego que contraía habitualmente su tío, al que siempre ayudaban. Su origen judío le obligó a huir a Suiza justo después de dirigir Las Bodas de Fígaro, de Mozart, su primera ópera en Budapest. Aquella noche del 11 de marzo de 1938, los tanques alemanes invadían Austria.


A partir de ese momento, Solti viviría el preludio de lo que iba a ser su vida. Una vida plagada de dificultades, que sólo amainaría en los últimos años.


En Ginebra, donde se refugió durante la guerra, sobrevivió otra vez gracias al piano y a las clases que podía impartir. La primera noche en Suiza recibió un telegrama de su madre que decía: «No vuelvas». Un tiempo más tarde, ella moría en un campo de concentración nazi.


Su llegada como director artístico al Royal Opera House de Londres no fue tampoco un camino de rosas y su labor tardaría varios años en cuajar. Todas estas fueron dificultades que marcarían la carrera artística de Georg Solti y, probablemente, su manera de hacer las cosas.


Una vez, una joven pianista le pidió consejo al director sobre qué debía hacer. Su consejo fue el siguiente: «No se preocupe, si es usted buena, lo conseguirá; si no, no. En cualquier caso, no se preocupe. Habré hablado con cinco mil pianistas a lo largo de mi carrera. De ellos, sólo cinco han podido impresionar al mundo, no diré cuáles. Si usted está entre esos cinco, no se preocupe, y si está en el resto, preocúpese, pero sólo un poco. Lo más importante es que usted lo siga intentando».


LA CALIDAD DEL MÚSICO, SU EDUCACIÓN


Solti decía que «lo que produce mayor calidad en los músicos es su educación». Por eso, él se esforzaba personalmente en este empeño y, a veces, con un excesivo apasionamiento que derivaba en duras reprimendas a sus músicos y, lo más habitual, a sus cantantes.


En Budapest, donde nació el 12 de octubre de 1912 en el seno de una familia judía, Solti asistió a la Academia Liszt, donde estudió piano, composición y dirección con Bartók, Dohnányi, Kodály y Leo Weiner. Sus inicios como pianista no le impidieron empezar a trabajar en 1937, cuando sólo contaba con 25 años, en la Ópera del Estado de Budapest. Hasta ese momento su nombre era Georgy Stern, pero cambió su apellido por el de Solti.


Ese mismo año, fue asistente de Arturo Toscanini en el Festival de Salzburgo; llegó a ensayar La Flauta Mágica en presencia del mítico director.»Estaba al piano, en el escenario, dando las entradas a los cantantes del Festival. De repente, mi corazón se paró. A mi derecha estaba de pie un hombre de baja estatura que llevaba sombrero, que se retorcía el bigote mientras no perdía detalle de los que allí estábamos y de lo que estábamos haciendo. Era Toscanini. Después del ensayo, recuerdo una sola palabra. El maestro me dijo: ‘bene´. Recuerdo que aquello fue lo más importante que me ocurrió en mi carrera».


A partir de aquel momento, su dedicación le convertirá, tras el paréntesis de la guerra, en uno de los directores más expertos en las representaciones de ópera. La primera que dirigió fue Las Bodas de Fígaro, en Budapest. No volvería a dirigir otra ópera hasta ocho años después, cuando el gobierno militar estadounidense le invitó a dirigir la representación de Fidelio en Munich. Su éxito fue tan rotundo que le nombraron director musical de la Ópera del Estado de Baviera, donde permanecería seis años.


RICHARD STRAUSS


En aquella ciudad conocería a Richard Strauss, una de las relaciones personales que más le marcaron en su vida. Dirigió en su presencia una representación de El Caballero de la Rosa con motivo de su 85 cumpleaños y, al día siguiente, el compositor invitó a Solti a irse con él a su casa de Garmisch, donde estuvieron hablando de la música y de la vida, como el propio director ha contado más tarde. Del contenido de aquella conversación sólo queda la curiosidad de leerlo en sus memorias, que todavía no tienen fecha para su publicación en español.


Probablemente, mucho del saber que ha transmitido a tantas generaciones de músicos tuvo su origen en aquella conversación. Su relación fue lo suficientemente intensa entre ambos como para que el propio Solti dirigiese el terceto del tercer acto de El Caballero de la Rosa en la ceremonia de cremación de los restos de Strauss en 1949. Con el tiempo, él mismo se convertiría en uno de los más consumados especialistas en dirigir obras de Strauss. Óperas como Electro, Salomé, La Mujer Sin Sombra o El Caballero de la Rosa cuentan con versiones de referencia a los ojos de la crítica internacional.


LA ÓPERA


Una vez, Solti dijo que «si yo hubiera tenido un hijo, sólo le hubiera permitido dedicarse a esto con la condición de que empezara a aprender el ofició trabajando en un teatro de ópera. La ventaja de hacerlo así es que se empieza ya con el material más difícil. La ópera resulta mucho más compleja que el repertorio sinfónico. Si se empieza dirigiendo ópera, se adquiere una educación total, al tener que trabajar con cantantes y resolver al mismo tiempo los problemas derivados de la acción teatral. Un buen director de ópera puede perfectamente convertirse en un gran director sinfónico. Lo contrario es casi imposible».


Sin embargo, tras la etapa que le llevaría a la Ópera de Frankíurt, el verdadero deseo de Solti era comenzar cuanto antes su etapa dentro de la música sinfónica. Literalmente, se moría por dirigir en sala de conciertos y, por eso, la oferta que le llega después de una exitosa representación de El Caballero de la Rosa en el Covent Garden de Londres se queda en segundo plano al ver que üene una oportunidad para dirigir la Filarmónica de Los Ángeles. Sin embargo, un error de los gestores de la orquesta impidió que el maestro recalara en Estados Unidos: nombraron un asistente sin su aprobación previa. Aquel asistente era el director Zubin Mehta.


Bruno Walter, uno de los mejores directores de orquesta de la historia, animó a Solti a que aceptara la oferta de Londres. Así, en septiembre de 1961, el director húngaro aceptaba el desafío de devolver al Covent Garden londinense a los primeros lugares de la escena operística mundial. Este empeño no resultaría nada fácil.


LONDRES


Es evidente que el carácter de Solti chocó frontalmente con la forma británica de hacer las cosas. Probablemente, no por él, sino por su tradición germánica en la dirección musical de un teatro de ópera. Los primeros encontronazos no tardaron en llegar. Un día, disgustado por el ensayo del coro, convocó a todos a un ensayo extra un sábado por la tarde. Su enfado fue en aumento cuando le dijeron que el ensayo era imposible, porque en el coro había tres jugadores de rugby galeses que aquella tarde jugaban un decisivo
Inglaterra-Gales de la Copa de las Naciones. La disciplina férrea que imponía a sus músicos no tardó en desencadenar los primeros motes. Empezó a conocerse a Solti con el alias de «el prusiano» o «la calavera gritona», debido en gran medida a su aspecto y a su especial mezcla, a veces ininteligible, de inglés y húngaro.


Sin embargo, lo peor vino con la crítica. Don Giovanni, de Mozart, La Walkiria, de Wagner, y La Fuerza del Destino, de Verdi, fueron acogidas como auténticos fracasos. El caso era especialmente sangrante en todo lo que hacía sobre Mozart. La crítica lo encontraba duro y excesivamente implacable. En muchas ocasiones, durante los primeros tres años, estuvo a punto de dimitir, pero las habilidades diplomáticas de Lord Drogheda, presidente del consejo gestor del teatro, lograron retenerle.


El cambio de la situación vino en 1964. Solti acepta el proyecto de Decca de dirigir la Tetralogía de Wagner con la Filarmónica de Viena. Este proyecto le llevaría siete años. A la vez, en 1965 incorpora a su repertorio Moisés y Aarón, de Schoenberg, y más tarde, Arabella y La mujer sin sombra, de Richard Strauss. Estos compositores consagraron definitivamente a Solti en el Covent Garden e impresionaron a la crítica las noches dedicadas a Strauss; especialmente, La mujer sin sombra, que adquirió fama internacional y se convirtió en una de las grandes en su repertorio.


Solti deja el Covent Garden en 1971. Al año siguiente, la reina Isabel II le concede el título de «Sir» por su contribución a la música y, en especial, a la escena operística británica. Una vez desvinculado de Londres, volvería ocasionalmente para dirigir ópera. Cada vez que lo hacía, era recibido como un héroe y recordaba con sorna a los críticos británicos qué bien le trataban desde que no estaba allí. No obstante, el público británico reconoce un antes y un después del Covent Garden tras la etapa Solti.


LA MÚSICA SINFÓNICA


Tras un período en la Ópera de París, Sir Georg Solti puede cumplir su sueño de dedicarse con exclusividad a la música sinfónica en 1969. Aquel año, es nombrado director titular de la Orquesta Sinfónica de Chicago, trabajo que ocuparía hasta 1991. La primera vez que dirigió a esta orquesta fue en 1954 en el festival de Ravinia. Los 22 años que dura esta relación dan a la música uno de los matrimonios musicales más impresionantes de este siglo. ¿Cuál era su secreto? Richard Morrison, crítico del Times de Londres, escribía que «obviamente, el maestro Solti no tenía una depurada técnica de batuta. (…) Lo que el maestro tenía era la inamovible convicción de cómo tenía que sonar aquello. Entre la concepción y la ejecución siempre mediaba sangre, sudor y lágrimas, pero al final siempre conseguía que tocaran como él quería».


La revista Newsweek diría de él que «al frente de Chicago, ha fustigado, engatusado, martilleado, pulido y conjurado un sonido orquestal que une dos propósitos opuestos entre sí. Por un lado, un seductor y meloso rugir del viento y los metales. Por otro, un meticuloso control del tono de la cuerda, hasta el punto de lograr que 60 músicos toquen con la claridad y frescura de una orquesta de cámara».


Al frente de Chicago, Solti profundizaría en su repertorio wagneriano. Una de sus grabaciones más importantes con esta orquesta fue la que realizó sobre las oberturas y preludios de las óperas El Holandés Errante, Tahnhauser, Tristán e Isolda y Los Maestros Cantores de Nuremberg. Siempre se ha reconocido el Wagner de Solti como uno de los mejores del mundo. Lo mejor sigue siendo su Tetralogía. Más de una vez se ha afirmado que los últimos veinte minutos del Oro del Rhin constituyen una de las cimas de la discografla de todos los tiempos.


Durante sus últimos años acarició la posibilidad de volver a grabarlo, pero siempre manifestaba que era un proyecto muy trabajoso y que le faltaban, claramente, las voces. Una de ellas era Birgit Nilsson, que estuvo con Solti en numerosos proyectos. De hecho, la última ópera que dirigió en Covent Garden siendo director artístico fue Tristán e Isolda.


El Romanticismo fue su gran área de especialización. Particularmente sobresalientes son, además de Wagner, Mozart y Strauss, sus versiones de Bruckner y Mahler, sobre todo con la Sinfónica de Chicago. Sin embargo, no se ciñó exclusivamente a estos compositores. Cada año incorporaba nuevos compositores tan dispares como Elgar, Tippett, Bartók o Johann Sebastian Bach.


Además de la Sinfónica de Chicago, también ha sido frecuente verle con la Filarmónica y la Sinfónica de Londres, la Filarmónica de Viena, la de Berlín, la de Cleveland y, en sus últimos años, con el Real Concertegebouw de Amsterdam.


Lo que Solti deja al mundo de la música se podría resumir en una de sus frases: «Lo que más me interesa de una orquesta es que sus integrantes amen la música que interpretan». La pasión siempre fue un común denominador en la vida y en la obra de este director, quizá en parte debido a la azarosa vida que llevó, obligado siempre a pelear contra la circunstancias. Es posible que esa pasión por lo emotivo, que le hacía obligar a sus músicos a dar siempre lo mejor de sí mismos cada vez que tocaban, fuera consecuencia de su propia experiencia personal. «Amo mi profesión y la vida, y eso ya es suficiente».

Periodista y crítico musical