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En los primeros días de la primavera (a finales de abril), mientras el blanco invierno de Varsovia no acababa de marcharse, la muerte de Krzysztof Kieslowski se nos antoja como una de las escenas de su Blanco, la película sobre la dureza de la transición polaca a la libertad y al capitalismo, pero también la película que muestra cómo en la vida se puede comenzar de nuevo, una y otra vez, hasta que la muerte nos imponga el cartel con que todo se termina. En aquella escena, el protagonista asiste a su falso entierro: pero, en esta ocasión, Kieslowski no se estaba filmando, porque había abandonado ya el mundo de lo visible que tanto le intrigaba. Su muerte, inesperada y discreta, fruto de una lucha íntima y larga con la enfermedad, tiene, de todos modos, mucho que ver con lo que su obra nos enseña.

Krzysztof Kieslowski ha sido, de entre los muy buenos directores salidos de la Escuela de Cine de Lodz (una relación impresionante en la que a cada uno se le debe, al menos, una maravilla: Wajda, Kawalerowicz, Polanski, Skolimowski, Zulawski, Agnieszka Holland y él mismo), el que más cerca ha estado de llegar al gran público, sin dejar de ser un gran creador, original y europeo.

¿Qué tiene el cine de Kieslowski? A mi modo de ver la contestación es evidente: tenía interés, novedad, ambición, encanto, misterio y emoción. Cuando normalmente nos conformamos con que una película tenga algo de eso para que nos parezca buena, el cine de Kieslowski nos apabulla al manifestársenos como el trabajo de un superdotado, alguien además, a quien ha marcado esa cosa tan poco precisable que es el genio.

Ver una película de Kieslowski ha venido siendo asistir a un reto, a un intento de hacer algo que hasta entonces nadie había hecho. En un momento en que el cine es casi obligadamente manierista, Kieslowski era una especie de primitivo, alguien que estaba aprendiendo a hacer cosas inéditas, a pensar y a sentir de nuevo a través del empleo de las herramientas de un oficio ya viejo.

El cine ha madurado tan pronto y con tanta perfección que está amenazado por su propia eficacia, por la fecundidad de su trabajo en el pasado. De esta perfección técnica se deriva una condena: que la máquina pueda con el narrador, que la película ya se haya visto. El cine, o se hace o se repite: Kieslowski era de los muy pocos capaces de crear nuevo lenguaje, de abrir otra etapa en la estética del cine.

Una de las cosas que no sabremos nunca es cómo habría sido el cine de Kieslowski si hubiera aceptado la posibilidad, como Polanski, de «hacer las Américas», de poner la potente industria americana (como sabe hacer, por ejemplo, Scorsese) al servicio de una auténtica creación.

En la filmografía de Kieslowski, que había alcanzado gran perfección como documentalista, hay un hito decisivo: se produce con su asociación con Krzysztof Piesiewicz, un abogado que, travestido en guionista, empezó a darle historias originales y que le planteaban un reto visual, le desafiaban en el terreno en que Kieslowski se sentía más a gusto porque le incitaban a la visualización del misterio, a ampliar el campo de lo que se ve. Fruto de esta colaboración han sido las últimas películas, las mejores sin duda, de nuestro cineasta. No sé si la explicación es exacta, pero resulta perfecta. Alguien con la potencia visual de Kieslowski no tenía por qué tener la capacidad argumental narrativa y dramática que, sin embargo, se precisa para que una película nos conmueva.

El cine es un arte de síntesis en el que la historia es necesaria pero absolutamente insuficiente. Cuando se nos cuenta una película, o la película es mala o está necesariamente mal contada. Nos confunde al respecto el que, quienes la han visto sí pueden hablar de ella, porque en su memoria guardan el tesoro visual. Las películas están para ser vistas, no para otra cosa: consisten en series de imágenes capaces de evocar emociones, reflexiones, dudas, alegrías y dolores.
Es en este terreno donde, como casi todos sus compañeros polacos, Kieslowski era magistral. Por eso pudo atreverse con los temas tremendos -con los que no hay nada más fácil que caer en el ridículo- que le iba proporcionando Piesiewicz.

Entre nosotros, aparte de Unpequeño film, acerca del amor, las películas que alcanzaron el éxito siempre relativo que se reserva a esta clase de obras, fueron La doble vida de Verónica, y la trilogía de Tres colores (Azul y Blanco en 1993 y Rojo en 1994).

La doble vida de Verónica exploró nada menos que la reencarnación, por llamarlo de algún modo. No voy a contarla: pero he de decir que la manera en que las inlligenes nos hacen ver algo que sólo es verosímil de ese modo, son de una ambición y de una maestría extraordinarias. La colaboración del compositor Zbigniew Preisner (compañero esencial también en Tres colores) es decisiva, porque su música nos lleva como de la mano a aceptar que lo extraordinario sea lo más normal.

Lo cotidiano de una mujer, muy bella y joven (Irene Jacob), que vive, por así decir, dos veces, en Varsovia y en París, está continuamente expuesto a una atmósfera casi sobrenatural, profundamente misteriosa, que nos acongoja y nos hace ver las cosas con esa luz espiritual que normalmente olvidamos. Sentimos su insatisfacción, sentimos su conciencia de estar de paso, de estar al borde del abismo, viviendo la vida como un misterio, como algo que, si creemos entenderlo, es porque nos refugiamos en la costumbre y huímos de lo que nos asusta, dando la espalda a lo maravilloso.

Azul es la historia de la bondad, de la generosidad sin límites, del amor que no tiene medida. Es una historia musical no sólo por el tema, sino porque Kieslowski consigue hacernos ver la música en un plano que de no ser magistral sería chapucero. Es un homenaje a quienes viven en la tierra como si fuéramos criaturas del cielo, a la nobleza de corazón, a la ternura y al perdón. De nuevo las atmósferas de los lugares, las visiones detrás de los visillos, las rendijas, los resquicios del mundo ordenado tienen un valor simbólico que alude a la condición mágica de la realidad cotidiana. Kieslowski, que seguramente no tenía miedo a los tópicos, al «qué dirán» ha hecho con Azul una película sobre la soledad, pero también sobre la pureza.

En Blanco, Kieslowski vuelve de la mística a la ascética: se dedica a ver cómo surgen del lodo y de la ceniza las maldades y la regeneración. Su visión, desde un ángulo puramente político, no es muy optimista. Desde luego no se trata de una apología del fin de la historia. Pero el hilo humano que conduce la visión de los desastres es un hilo de esperan za: apuesta firmemente por la renovación después de hacer la penitencia. En la trilogía Colores (antes de morir estaba pensando una nueva trilogía: Cielo, Infierno, Purgatorio), Blanco representa un descanso en la creatividad visual, es la pieza más simple, más documental, menos innovadora de las tres. Pero es, en cualquier caso, una película redonda, una captación de unos años decisivos de la vida de Polonia que ya no podrán desprenderse de la mirada con que los miró Kieslowski.

Rojo, de nuevo con Irene Jacob, representa la vuelta a lo maravilloso y su película más experimental: hay en ella tantos planos innovadores que los estaremos viendo repetir los próximos veinte años (véase Tierra,la ambiciosa e inmadura obra de Medem). Kieslowski arriesgó muchísi mo con ella, forzó la historia hasta convertirla en un símbolo, me atrevería a decir, de la comunión de los santos: hay en ella atisbos de una solidaridad entre los hombres y nuestras vidas que sólo pueden sugerirse, porque no podemos tomar el sitio de Dios y ver lo que Él sabe. La patética imagen del juez que quiere controlarlo todo desde abajo y forzar una especie de justicia, es la imagen de una vida descarriada, como la del perro herido en la carretera, a la que también el amor de la protagonista salva de su absurdo empeño. A nosotros nos toca no saber, pero podemos ver cómo hay quien sabe cosas que nunca serán dichas en esta vida.

La cinta está llena de hallazgos visuales, de momentos espléndidos. El final, sorprendente, adolece quizás de oportunismo en el montaje, pero creo que expresa una idea de fondo de la visión de Kieslowski: nuestras vidas están enlazadas por una luz similar a la que nos permite ver, nuestras coincidencias son como acordes de una melodía que no sabemos interpretar pero que suena en el fondo de las almas bellas.

A veces no resulta fácil describir ni analizar lo que diferencia una obra de arte de un chafarrinón, de lo meramente kitsch, aunque, en general, podremos confiar en que se note. Pero hay una nota esencial en la obra perfecta que es la contención, la capacidad de sugerir, el dejar que cada cual siga su camino porque pueda ver en la obra del artista lo que le ilumina y acompaña. Este arte que no es proclama sino confidencia y susurro ha tenido en Kieslowski a un cultivador eminente. Un arte que es imposible si todo ello no se apoya en la humildad de un oficio que Kieslowski dominaba a la perfección.

Tal vez aquí esté la clave de por qué Kieslowski nos enseña cosas, de por qué no se limita a repetir, de por qué no cuenta las historias que siempre se cuentan, de por qué ha sabido dominar el oficio para poder librarse de sus reglas e ir más allá, a la búsqueda de nuevos planos y de nuevas emociones capaces de sugerirnos con elocuencia lo que, seguramente por modestia, nunca se atrevió a pensar ni a decir.

Profesor Univ. Rey Juan Carlos.