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Basta pensar que el tema de reflexión que me propone Nueva Revista en esta ocasión es exactamente el que enuncia el título para caer en la cuenta de que, estando como estamos iniciando el segundo lustro de esta década, es un ejercicio de adivinación el que exige en su segunda mitad. Pero lo que reclama en su primera tampoco es fácil de satisfacer con algún fundamento. Eso me hace pensar en el George Steiner de Presencias reales, cuando recuerda el cauto proceder de la filología tradicional al imponer la distancia mínima de un siglo entre cualquier estudio y su objeto. Pues, en efecto, será al cabo de cien años, si acaso, cuando empieza a hacerse alguna claridad en el panorama literario o teatral o cultural. ¿Quién podía imaginar, aparte de ellos mismos, en los años treinta del siglo pasado que Valle-Inclán sería —era ya— el primer dramaturgo del siglo y García Lorca el segundo? Pues todavía habrá hoy quien lo discuta, equivocándose seguramente.

Lo cierto es que cinco años no son nada y que la presbicia de la mirada cultural no distingue nada de tan cerca. Como el encargo de la revista es para mí irrenunciable, no me queda otra opción que acogerme a lo que el propio Steiner considera, en el mismo libro, el espíritu de nuestro tiempo, que es el del periodismo. Con la desenvoltura propia de este, y quedando avisado el lector, sí que me atrevo a adelantar una visión propia (una teoría) parcial e interesada del asunto. Nada más que esto. Renunciando a cualquier atisbo de rigor metodológico y no digamos de exhaustividad, a cambio de afilar las armas de la intuición, el gusto y hasta las manías propias. Rindiéndome a la obligada promiscuidad entre creación y crítica que ha invadido, según Steiner, el mundo académico y universitario (al principio norteamericano, ya global); una de cuyas consecuencias es que nuestras universidades escamotean ya vergonzantemente en sus titulaciones la gloriosa denominación de «filología».

Lo primero que llama mi atención y mitiga un tanto cierta sensación de euforia extendida en los últimos años sobre el éxito del teatro como espectáculo, con aumento del número de espectadores o el hecho sintomático de que se cierran ahora salas de cine que se convierten en teatros, al revés de lo que ocurría no hace tanto tiempo, es el retroceso sostenido, que viene de muy atrás, del teatro en el canon cultural, y no digamos en el de los géneros literarios. Resulta sorprendente que Nueva Revista haya pensado, al plantear esta cuestión, en el paradigma renacentista y sobre todo romántico de la tríada genérica «poesía-narración-teatro»… todavía. No es lo más frecuente hoy, desde luego. Basta mirar las convocatorias de premios literarios.

Por casualidad tengo a mano el especial número 1.000 del suplemento cultural Babelia, publicado en 2011, que intenta un balance de los últimos veinte años, o sea, las dos décadas anteriores a la nuestra. Dedica una sola página, y la última, al teatro, frente a libros (7), arquitectura y urbanismo (5), música (4), cine (3), pensamiento (2 o 3), arte (2) e historia (1). La escasez de la historia es seguramente ocasional y a las páginas de arte habría que sumar al menos las de arquitectura; así que el espacio cultural del teatro resulta triplicado por sus competidores inmediatos, el cine o el pensamiento. Pero hay más: se ofrece una amplia selección de las películas (160), los discos (160) y los libros (206: ninguno de teatro) más destacados del periodo. La página teatral consta de dos artículos de Marcos Ordóñez, uno demasiado general, «El magnífico enfermo», y otro más breve significativamente titulado «Cuatro de veinte», por el que sabemos que le encargaron primero seleccionar veinte obras teatrales (20) y terminaron reduciendo la selección a cuatro (4). Cierto que esto no demuestra nada, pero no me digan que no es sintomático.

Las selecciones, cuanto más estrictas, más significativas; pero hasta cierto punto; si nos pasamos de la raya, no significan nada. ¿Cuatro espectáculos en veinte años? Solo el capricho puede hacerse cargo de una pregunta así, como quizás del tema de este artículo. Con todo, propongo incluso dividir la respuesta de Ordóñez para quedarnos solo con estas dos obras: La estupidez de Rafael Spregelburd y La función por hacer de Miguel del Arco. Dos nombres que han seguido llenando el teatro en español del último lustro y no es arriesgado pronosticar que seguirán llenándolo el próximo, y que arrastra cada uno toda una constelación de otros nombres: Alfredo Sanzol, Sergi Belbel, Ernesto Caballero, Angélica Liddell, Josep Maria Miró… en España; Javier Daulte, Daniel Veronese, Ricardo Bartís, Federico León, Claudio Tolcachir… en Argentina. La mera mención suscita una serie de cuestiones palpitantes: la pertinacia del centralismo teatral, lo mismo en Madrid y Buenos Aires (con el añadido de Barcelona en nuestro país) que en Santiago, Caracas o Montevideo; el liderazgo del teatro argentino en el ámbito de la lengua española; el hecho de que todos los nombrados respondan a la figura, hegemónica pero en absoluto nueva, del director-dramaturgo o dramaturgo-director; la referencia pirandelliana o metateatral, explícita en la segunda función destacada, que es una versión de Seis personajes en busca de autor, y más velada en la primera; etcétera.

Para mitigar un poco el subjetivismo más o menos periodístico de mi visión, he pedido algunas opiniones al respecto. He aquí la de Sergio Blanco, al que me referiré luego, en términos literales: «Creo que los grandes cambios que ha habido en estos últimos años son: la agudización de la metateatralidad, la aparición de las nuevas tecnologías a disposición, no de la fábula (la historia), sino de la estructuración del relato; un re-cuestionamiento casi diría que obsesivo de lo real; el desmoronamiento de los grandes relatos de emancipación, algo que en el pensamiento latinoamericano siempre estuvo muy presente, y que creo que se dio con especial intensidad a partir del 2005 y las decepciones provocadas por las izquierdas que por fin llegaron al poder y se mostraron tan ineficientes como las derechas. A este fin de los relatos de emancipación heroicos y el desplazamiento hacia los microrrelatos me gusta denominarlo “el cambio del foco de atención del diluvio a la lágrima”».

Si algún denominador común encuentro en el desbordante panorama del que intento dar cuenta de manera incompleta y quizás caprichosa es el de la «ilusión de novedad» que atraviesa el periodo y que viene él mismo de muy atrás, de las vanguardias históricas (valga el oxímoron) de principios del siglo XX, como poco. Y desde la teoría, que es mi observatorio, resulta más difícil sucumbir a ella, o sea, no advertir su carácter ilusorio, que desde el periodismo y hasta (paradójicamente) desde la historia. Por ejemplo, la pérdida de relevancia del teatro en el campo cultural hunde sus raíces por lo menos en el Romanticismo, que socava el canon de los géneros literarios que había mantenido al teatro como género hegemónico desde Aristóteles.

Pensemos que el último marbete que ha etiquetado un tipo de teatro presuntamente nuevo es todavía el de «posdramático» (verdadero cajón de sastre, quizás por eso útil) y que el sobrevalorado libro de Lehmann que lo acuñó es de 1999 y se refería a las dos o tres últimas décadas del siglo XX. Pues bien, todavía hoy la simplificación más operativa a la hora de abordar el panorama teatral es seguramente la oposición entre el dramático y el teatro «posdramático»; cuyas características resume así Luis Emilio Abraham: «La percepción del espectáculo como un proceso efímero y autónomo, desligado de un texto previo; la impugnación de conceptos como intriga o lógica narrativa; el destierro de la actividad representacional, a favor de la presentación de corte performativo; la ritualización de la escena, con la consiguiente participación ceremonial del público; el parentesco con la danza, las artes plásticas y el videoarte; el desmontaje rizomático de toda noción de jerarquía; la indistinción entre lo real y lo ficticio; aspectos, todos ellos, que engendrarían un nuevo lenguaje, una nueva ética y nuevas ideas sobre la construcción del universo teatral, lejos de la mímesis y sus aledaños».

En definitiva, se trata en lo esencial de la oposición entre un teatro que sigue fiel al principio de representación con el desdoblamiento del actor en personaje o de la realidad en ficción, frente a otro que pretende reducir ese desdoblamiento a solo el plano real, ser «presentación» y no representación, fricción y no ficción. Heiner Müller es el modelo por excelencia de los «dramaturgos» del segundo tipo; pero auténticos renovadores de la dramaturgia como Beckett, Pinter, Handke, Koltès, Mamet o Cormann creo que reparten su legado por igual entre los dos tipos de teatro.

Resulta obvio que, por más que se empeñe Lehmann, no todo lo nuevo en teatro es posdramático; ni tampoco solo lo nuevo: muchas de sus supuestas manifestaciones, si no todas, son continuación de (o vuelta a) las vanguardias históricas o el teatro sin más. Pienso en la narración escénica, por ejemplo, que no está después sino antes del drama y en su origen. Así que, si nunca es exacto llamarlo posdramático, sí lo sería en muchos casos, paradójicamente, llamarlo «predramático». Lo que resulta de todo esto en la actualidad es quizás una tipología relativamente nueva de los textos de teatro que permite oponer una amplia y variada mayoría de textos que son más o menos dramáticos, o sea, teatrales, a una más homogénea minoría de textos que seguramente no lo son y se presentan como «posdramáticos». Calculo que, en el ámbito de nuestra lengua, los primeros alcanzan el 80% como poco y los segundos el 20% como mucho. Pero dista mucho de estar claro —mejor dicho, es una falacia— que lo viejo y lo nuevo coincidan, así, automática y respectivamente, con uno y otro tipo de texto (y de teatro). ¿Es Beckett más tradicional, más viejo que Müller?

Que alguien me explique por qué es más «nuevo» Rodrigo García que Juan Mayorga, o Angélica Liddell que Lluïsa Cunillé, en España, o Rogelio Orizondo que Abel González Melo en Cuba. Lo que parece evidente es que los textos de Liddell, García y Orizondo son más literarios que los de Cunillé, Mayorga y González Melo. Quiero decir que, a fuerza de no querer los primeros ser «dramáticos», no les queda otra posibilidad que ser poéticos, narrativos, ensayísticos, incluso didácticos o autobiográficos, o sea, literarios al cien por cien, mientras que los dramáticos lo son, más o menos, al cincuenta por ciento. Pero para que la falacia de la «nueva» escritura de los primeros salte a la vista bastaría considerar el texto-documento resultante de las representaciones efectivas de esas obras de Müller, o de Liddell, de García, de Orizondo… Se podría constatar que en esa reescritura pierden casi toda su rareza y se ven tan dramáticas como las tradicionales. Se esfuma así la novedad radical: esa terca ilusión de todas las vanguardias.

Alejándonos de la nítida simplificación y acercándonos a la confusa realidad, se hace evidente la complejidad o multiplicidad de la misma, que es el resultado casi automático de mirarla de demasiado cerca; de la falta de distancia histórica que, mediante una limpieza jerárquica, aclare el panorama. Sí se pueden percibir los entrecruzamientos sin abandonar el cómodo (y falso) esquema. Hay autores, como Rodrigo García, que se mantienen fieles a la línea posdramática en sus espectáculos y sus textos; pero en la trayectoria de Angélica Liddell se puede advertir un proceso desde lo dramático, donde se situaría todavía El matrimonio Palavrakis, por ejemplo, hasta lo performático. Dramaturgos actuales genuinamente dramáticos (valga la redundancia) como el mexicano Jaime Chabaud o el hispanocubano Abel González Melo han hecho incursiones en la «narraturgia» (Sanchis Sinisterra), quizás hegemónica en el teatro mexicano de hoy, con obras de esta década como Noche y niebla del primero o Cádiz en mi corazón del segundo. Entre los autores españoles más jóvenes, Carlos Contreras Elvira ha escrito uno de los textos posdramáticos (valga el oxímoron) más valiosos a mi juicio, Verbatim drama; pero también Rukeli, premio Calderón de la Barca 2013, obra con notables rupturas estructurales, pero indiscutiblemente dramática. Llama la atención, en fin, que éxitos resonantes de los últimos años, dentro y fuera de España, como La piedra oscura de Alberto Conejero o El principio de Arquímedes de Josep Maria Miró respondan a una dramaturgia clásica, por no decir tradicional.

Se me ocurre, para terminar, ilustrar esta idea de entrecruzamiento o diversidad, en que se concilian lo dramático y lo posdramático, lo nuevo y lo de siempre, con tres obras de nuestra década en las que el gran dramaturgo y director francouruguayo Sergio Blanco, antes citado, lleva a cabo una auténtica investigación artística en torno a un género realmente nuevo (hasta donde es posible), la autoficción teatral, una posibilidad problemática que ha acertado a resolver con profundidad, brillantez y originalidad incomparables: Tebas Land (2012), Ostia (2013) y La ira de Narciso (2014). En ellas convergen muchos de los rasgos que se perciben hoy como nuevos: metateatralidad, dramaturgia del yo, irrupción de la realidad o permeabilidad de la frontera realidad/ficción, presencia de las nuevas tecnologías, deriva progresiva hacia la narraturgia y el monólogo, permanente interpelación al público, etc. Pero las obras resultantes me parecen no solo dramáticas sino dramáticas al cuadrado.

Si en la narrativa, que es su patria, la autoficción es una especie de deconstrucción de la autobiografía, con la intención de desacreditarla y suplantarla, en el teatro es la solución de una aporía insalvable, la de la autobiografía teatral, imposible en rigor. Porque el teatro es incompatible con lo «auto» y con lo «factual». Es impermeable a la primera persona por su carácter de representación in-mediata y es irreductible a la mera realidad, se pongan como se pongan los posdramáticos. Porque el teatro es siempre ficción; aunque no solo ficción. El desdoblamiento realidad/ficción es en él constitutivo. No hay teatro sin realidad, pero tampoco hay teatro con solo realidad. Al subir a un escenario cualquier realidad real se dobla en otra ficticia. A la fuerza, por definición, y afortunadamente. Por eso el teatro resulta ser un juego más sofisticado que la lucha de gladiadores. Pues bien, la autoficción relaja esas dos condiciones constitutivas de la autobiografía: abre la puerta a la ficción y a la tercera persona. De forma que el teatro, aunque no sin problemas, puede ser autoficticio, ya que no autobiográfico. Blanco sabe bien todo esto, sigue la buena dirección y acierta.

¿Y cuál es la buena dirección? No la de simplificar sino la de complicar el juego. No la de reducir el esencial desdoblamiento teatral sino, al contrario, la de reduplicarlo hasta el mareo que hace borrosos los límites —lógicamente nítidos— entre los niveles de realidad y ficción. No la de lo performático, aunque pueda jugarse a simularlo, sino la de la reinvención de una especie de pirandellismo de larga y alta prosapia (Cervantes, Shakespeare), cuyo efecto encuentra una expresión feliz en el Borges de «Magias parciales del Quijote»: «¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores y espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios». Se trata, en fin, de buscar la realidad, no fuera del teatro, sino adentrándose más y más en él. No huyendo de la ficción, sino abismándose en ella.

Tebas Land supone el paso decisivo de Sergio Blanco hacia su autoficción. No solo por el contenido de verdad sino también por el despliegue de recursos formales de la máxima eficacia. El protagonista se denomina «S», que es la inicial de Sergio, pero también la de Saffores, el actor que lo interpreta en la puesta del estreno, dirigida por Blanco; amén de la de Sófocles, cuyo Edipo es el palimpsesto de la pieza, y la de Sigmund Freud, que es el otro padrino de este drama sobre el parricidio. Este personaje central se relaciona con el público y con otros dos personajes, Martín, el parricida, y Federico, el actor que debe representarlo en el teatro. O con un personaje doble, pues ambos deben ser interpretados «necesariamente» por el mismo actor. Lo decisivo es que «S» es un dramaturgo y director, como Blanco, y, como él, el de la obra que estamos viendo o leyendo, que pone en escena precisamente el proceso de escritura y montaje de la misma.

Ostiada un paso adelante. Dos son ahora los personajes, «El hermano» y «La hermana», pero en la instrucción inicial se establece: «El texto deberá ser leído y en ningún momento podrá ser actuado. Las únicas personas que podrán leer Ostia serán la actriz Roxana Blanco y el dramaturgo Sergio Blanco». De nuevo, me parece que lo importante no es que la obra sea leída por él y su hermana, la gran actriz uruguaya Roxana Blanco, como ocurre en efecto, sino el hecho de que uno y otra son, al modo de la ficción pero con base en la realidad, los dos personajes de la obra, que igual podrían llamarse «Sergio Blanco» y «Roxana Blanco». Con la misma exactitud, pero sin duda con menos claridad. Y de eso se trata en todos los casos, de oscurecer las líneas, difuminar los perfiles o disolver los límites. De confundir en la dirección que señalan las palabras de Borges.

La ira de Narcisosupone otra vuelta de tuerca. Es un monólogo, o mejor, un unipersonal, lo que en principio favorece e intensifica la condición autoficticia. Y más si, como ocurre, el único actor interpreta casi todo el tiempo a Sergio Blanco. Que comparece por primera vez aquí con su propio nombre, aunque, como no podría ser de otra manera, convertido en personaje y por tanto ficcionalizado en mayor o menor grado; pero con un abultado poso de realidad. En el reparto de la obra, que lo tiene a pesar de parecer una mera narración escénica, figuran dos «Personajes / Sergio Blanco / Gabriel Calderón», y la lógica interna de la pieza obliga a que, como ocurría con Martín y Fede en Tebas Land, sean interpretados necesariamente por el mismo actor. Que, para rizar el rizo, será en la puesta en escena el director, dramaturgo y actor «real» Gabriel Calderón, al que Sergio Blanco llama en la dedicatoria «mi amigo, mi hermano, mi otro yo»; lo que dará lugar a innumerables intromisiones de realidad. ¿Podrá hacer el papel otro actor? Seguramente no, sin modificar a fondo el texto.

He aquí tres obras y un género cargados de futuro, de un futuro que rebasará el próximo quinquenio y en el que ojalá se vaya disolviendo también esa falsa oposición, tan cómoda, entre lo dramático y lo posdramático. Sé que he dado al lector gato por liebre: unos pocos ejemplos y una idea por un panorama amplio. Solo diré en mi defensa que prefiero una claridad inexacta a una confusión meticulosa.

Dramatólogo. Investigador científico del CCHS/CSIC