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Escribir sobre Beethoven y Wagner significa emprender una tarea fascinante y utópica: reflexionar sobre lo inasible.

Decía Hölderlin que Sófocles resultaba «inigualable en la comprensión del hombre en su marcha bajo lo incomprensible, en la descripción de los contrastes más arduos para la consecución de lo sublime».

Sófocles sostenía que vivir es defender una forma. Wagner concibió una música que iba más allá de la forma establecida, del significado de belleza sonora y del propio hecho musical. Lo sabemos. En los dramas musicales de Wagner se despierta la memoria de la humanidad.

«Me sumergí en las profundidades de los acontecimientos del alma pura y simple y desde este centro profundísimo del mundo, atrevidamente, le di forma externa […] la vida y la muerte, todo el significado y existencia del mundo exterior, aquí giran únicamente alrededor de los movimientos internos del alma». Wagner habla de Tristán.

Wagner marcó los caminos en la música de un siglo XX en el que todos, de Strauss a Stravinski pasando por Schönberg, necesitarán volver la mirada hacia él 

Wagner marcó los caminos en la música de un siglo XX en el que todos, seguidores y detractores, de Strauss a Stravinski, pasando por Schönberg, necesitarán volver la mirada hacia Richard Wagner para iniciar su camino. Sin embargo, nos detenemos con menos frecuencia a reflexionar sobre los pilares hacia los que Wagner volvió la mirada para convertirse en creador, y sobre su intuición extraordinariamente lúcida para saber mirar exactamente allí donde había que mirar: la profundidad insondable de la música de Wagner conecta directamente con la construcción mística de Bach, la transparencia inasible de Mozart y sobre todo, en mi opinión, los abismos intelectuales y emocionales de Beethoven.

Como Bach, como Mozart, como Beethoven, pertenece Wagner a ese exclusivo grupo de elegidos que sacuden el espíritu de los hombres, independientemente de que este sea más o menos refinado, quiera ser sacudido o esté preparado para ello.

Bach era para Wagner la imagen insuperable del espíritu alemán. Le abrió las puertas del contrapunto y su estudio de El clave bien temperado le mostró el camino de la conducción melódica.

Como Bach, Wagner, sabemos bien, exprime las emociones hasta la última gota.

Bach llegó hasta la luz más cegadora. Recordemos ese exultante inicio del Magnificat, cuando trompetas y timbales parecen contagiar su alegría infinita a las voces del coro, que entran llenas de impulso, y a través del que Bach nos introduce en el campo de la especulación teológica sirviéndose de una música maravillosa.

Bach llegó hasta la muerte más desconsolada. Nada hay más dulce, delicado y conmovedor que La Pasión según san Mateo, en cuyo final la música llora con todas las lágrimas de la humanidad, para dejarnos estupefactos ante esa sabiduría bachiana que planea por encima de la perfección. Como decía Webern: «Todo ocurre en Bach».

 

Richard Wagner.

Afirmaba Wagner que en Mozart se conjugaba la historia de todo el arte alemán, «desde la pureza de los sentimientos y la honestidad en la creación». Vio en Mozart la conciencia del sentimiento que prevalece en toda su música, y su capacidad para conferir a los instrumentos de un cantabile «dotado», escribía el propio Wagner en 1849, «del nostálgico aliento de la voz humana».

Decía Wagner que la primera gran ópera alemana era un patriótico singspiel nacido en 1791, La flauta mágica, y que Mozart había muerto justo cuando accedió al secreto: habla quien considera el drama musical como la expresión máxima del arte.

La flauta mágica es trascendente y reflexiva, un compendio de todos los estados posibles del alma humana, más allá del tiempo y del espacio, hechos música desde la transparencia y la humildad, donde la verdad de la música se nos revela de un modo especialmente etéreo.

Claro que Wagner miró hacia La flauta mágica, en ella estaban muchos de sus leitmotiv intelectuales: el retrato del amor purificado, la crónica de la superación del hombre, la moraleja de la destrucción de un pasado que no debe volver, asistido el ser humano por la inteligencia y la sensibilidad. Claro que Wagner miró hacia La flauta mágica: es un cuento de hadas para niños que, como sus historias de fantasmas navegantes, gigantes convertidos en dragones, como la leyenda del Grial, nos sumerge en realidad en profundidades anímicas llenas de humanidad y que, finalmente, describe un ritual de purificación que sin duda podemos conectar con Parsifal.

Pero Beethoven fue el despertar. Con él compartió la búsqueda. Con Beethoven, Wagner tuvo un idilio estético y ético. Referencia incuestionable en la música de Wagner, muchas de sus primeras obras están escritas bajo su inspiración formal y técnica. El músico inicia un profundo estudio de las obras beethovenianas. En 1831 Wagner hace una transcripción para piano de la Novena, y en 1832 su Sinfonía en do mayor toma como modelo la Heroica, como él mismo confesó.

Pero había algo más en Beethoven, impalpable, más allá de la rotundidad externa e interna de su música, y ahí está la lucidez de Wagner, ahí está la intuición, ahí está la fuente y, definitivamente, de ahí surgió el idilio.

Vivir es defender una forma, y la de Beethoven fue la de un hombre para el que no había distancia entre la vida y la obra

Vivir es defender una forma, y la de Beethoven fue la de un hombre para el que no había distancia entre la vida y la obra. Porque hay en él una moral artística que inunda toda su música, trascendiendo el hecho musical o, mejor dicho, sublimándolo hasta hacerlo filosofía de la esencia humana.

«Debo buscar dentro de mí mismo, en lo más profundo, en lo más íntimo de mi ser; en el exterior no hay nada para mí», escribía un Beethoven que vivió desarmado frente al mundo, decidiendo librar un combate a través de su música para mejorar un mundo que no le gustaba pero del que se sentía parte integrante. Beethoven necesitaba seguir creyendo en el progreso de la civilización y en la elevación moral a la que llegará un día el hombre. Y ese carácter moral de su música le impedirá aceptar cualquier frivolidad: el hecho de percibir la música como la más hermosa de las distracciones, incluso con el mayor apasionamiento, es un insulto para él. Cuando Goethe rompe a llorar por la emoción al oír su música, Beethoven le escribe: «Estimado amigo: los artistas no lloran. La música debe mover el espíritu de los hombres, no emocionarles». Para Beethoven la música no significa contemplación, sino acción.

Wagner descubrió en Beethoven al creador cuya música trataba de la relación del hombre con el mundo, encerrándose desde sus primeras obras en lo más profundo, al músico en constante búsqueda filosófica y espiritual. Y su música activó los resortes más lúcidos del intelecto wagneriano.

Tal vez ningún otro compositor haya provocado tanta admiración y temor durante y después de la época en la que le tocó vivir como Beethoven. Todos se plegaron ante un gigantesco Beethoven a partir de cuyos cuartetos y sinfonías ¿qué hacer? Todos, menos Wagner. Presintió que en la música de Beethoven se gestaba esa idea del mundo de la que hablaba Schopenhauer, «en la que», decía, «el hombre es el más desnudo de todos los seres».

Beethoven fue un adelantado que supo ver en su momento, con una extraña lucidez, el terror y la angustia que se derivan del conocimiento de que, para tantas cosas, no hay salida. Transformó la tradición musical que le vio nacer, pero nunca puso en duda su validez. Beethoven no buscaba, encontraba.

Wagner estudió al Beethoven que hace pensamiento orquestal en cada una de sus sinfonías. El poder sonoro de ese «abismo místico», como llamaba Wagner a la orquesta, no existiría sin el revolucionario manejo y concepción de la orquesta que tuvo Beethoven y del que partió el autor de Tristán. Beethoven calcula con precisión exacta la potencia, los ataques, los contrastes dinámicos, consciente de los efectos psicológicos que estos tendrán en el oyente, impulsando la música hacia extremos desconocidos.

Que Wagner utilizara como modelo formal la Tercera de Beethoven para escribir su Sinfonía en do mayor en 1832 no es lo más interesante. Lo trascendente es lo que vio en ella: la desesperada lucha de la Tercera, que intimida desde los primeros compases, sin preámbulos que nos preparen psicológicamente.

La Tercera, su dialéctica rotunda, su energía en movimiento, sus disonancias hirientes, su densidad.

La Tercera, la belleza de la contradicción, sus estremecimientos, su llanto desesperado, su obstinación, su arrebato.

La Tercera, 1804, la lucha interior del hombre. Con su música, Beethoven nunca buscó la belleza, buscó la verdad. Ese fue el hallazgo de Wagner.

Sol-sol-sol-mi, la célula musical más famosa de toda la historia de la música, abre la Quinta de Beethoven, una sinfonía exenta de pudor en la que el oyente no puede elegir, seducido por la elocuencia del mensaje. Nos dejamos arrastrar por su energía adentrándonos de manera natural en el mundo interior de Beethoven, que es el nuestro. Eso fue lo que comprendió Wagner.

Entendió que sus contrastes sonoros f-p, tan abruptos, no son sino las contradicciones internas que produce la dicotomía alegría-dolor. Que su tratamiento de la melodía, que corta, amplía, descoyunta, varía, antes de hacerla estallar por completo, no procede de razones musicales, sino de la necesidad psicológica de plasmar los obstáculos, la pelea necesaria para llegar a un final triunfante.

Y así, la música de Wagner se vio iluminada por el uso que del silencio hacía Beethoven, nunca estético: el silencio como reflexión, como punto de unión entre el tiempo real y el musical. En Beethoven un silencio prolongado puede oírse prestissimo. La melodía infinita de Wagner, ese discurso sonoro, trascendente y redentor, no existiría sin Beethoven. No existiría sin Beethoven la melodía orquestal wagneriana, que debía salir de las poderosas profundidades de la naturaleza humana. Tristán, no existiría sin Beethoven.

En La obra de arte del futuro escribía Wagner: «La orquesta es la base del sentimiento ilimitado, del cual puede crecer hasta su máxima plenitud el sentimiento individual». Decía Wagner que la orquesta se asemejaba a Gea, que confería a su hijo, el gigante Anteo, una vitalidad inmortal cada vez que este la tocaba con sus pies.

Enmudecemos ante la sabiduría de un Wagner capaz de llegar a sus dramas musicales, no a partir de la ópera heredada, sino de la abstracción sinfónica de Beethoven.

De Beethoven, Wagner admiró su capacidad para calcular la intensidad de sus acciones musicales, de una repetición (que en Beethoven nunca es una reiteración, sino una reafirmación necesaria). Beethoven fue el maestro del tiempo, de la relación entre intensidad y duración.

La Quinta, 1808, la expresión subjetiva de Beethoven se transfigura en un sentimiento tan exclusivamente humano que se hace atemporal y universal. Maestría técnica y plasmación del pensamiento filosófico van de la mano. Beethoven no abandona la forma clásica en su sinfonía, pero sí su racionalismo, para adentrarse en los contrastes del alma. Sí, Wagner presiente que en Beethoven la forma se disuelve en la idea, y que ese es el camino.

Defiendo apasionadamente que Beethoven es un gran optimista que desarrolla este mundo interior gracias a la voluntad, que para él consiste en vencer, y vencer para Beethoven es no haber renunciado nunca a la lucha. Ninguna obra del músico termina con una disonancia psíquica; incluso las más titánicas, las más trágicas, expresan su fe en la humanidad.

Luwig van Beethoven.

Beethoven y Wagner comparten la necesidad de elevación, interpretada por ellos de manera obsesiva, extenuante, y finalmente conquistada. Un acto de fe en la superación a través de la música.

Como Beethoven el optimista, el Holandés de Wagner se despide elevándose envuelto en un clima sonoro lleno de luz. Como Beethoven el optimista, Tannhäuser es redimido en una atmósfera sonora de paz. Como Beethoven, el optimista, el cataclismo final del Ocaso nos abre el camino a una nueva civilización desde la serenidad armónica de la naturaleza. Y hasta el éxtasis supremo de Isolda muriendo de amor parece decir Amen.

Vivir es defender una forma. El romanticismo de Beethoven necesitará de un largo camino para madurar. Como Wagner hará más tarde, elige un camino solitario: los dos necesitarán tiempo para adaptar los recursos técnicos a su fin. Para cuando llegue a su madurez, donde Mozart preguntaba: «¿Me queréis?», Beethoven dice: «Ya les gustará».

En la Tercera, Beethoven luchaba contra ese destino al que vence en la Quinta. Con la Novena, en 1824, será el triunfo de la humanidad entera el que escuchemos.

La Novena es el testamento de Beethoven, como Parsifal es el de Wagner

La Novena es el testamento de Beethoven, como Parsifal es el de Wagner. En ambas la rerum concordia discors de la que hablaba Horacio en sus Epístolas, la armonía discordante de las cosas, las fuerzas opuestas que mueven el mundo de las que hablaba Empédocles, son testimoniadas desde la filosofía de la música.

La Novena es la alegría alcanzada gracias a la libertad: cada obra que consigue ser terminada es un triunfo de la libertad frente al destino. Beethoven el optimista busca la Alegría como victoria: «Nosotros, seres limitados de espíritu limitado, hemos nacido solamente para el sufrimiento y la alegría, y se puede decir que los más eminentes se apropian de la alegría a través del sufrimiento». Beetthoven se acerca al pensamiento de ese sabio Brahman, cuya doctrina de búsqueda del sufrimiento para alcanzar la máxima felicidad tanto atraería a Wagner.

La Alegría es la creación misma. Recordamos el último movimiento de la Novena: la Alegría, manifestada con toda la exuberancia expansiva de que es capaz la música. La realización musical del amor a la vida y a los hombres.

Wagner veneró la Novena, a la que consideró la sublimación del arte de Beethoven. A la que consideró el inicio del camino. La Novena era para él visionaria. Una música que canta a la superación del hombre, a la Naturaleza, al triunfo del espíritu, a la hermandad y a la conquista.

La Novena es el exponente del llamado «último estilo» del compositor, el desafío del que partiría Wagner para marcar los caminos de la historia de la música. En él, el piano, el cuarteto, la orquesta, son conducidos hasta el límite de sus posibilidades a través de una poderosa adaptación de la forma al pensamiento, caminando hacia una mayor abstracción intelectual y complejidad musical, sin perder nunca la inmediatez en la expresión, invitándonos a una experiencia espiritual extraordinaria (Parsifal viene a nuestra mente). Un poema musical de fondo psicológico cada vez más profundo e intenso, lleno de esa «mística revelación» que caracteriza al último Beethoven.

Sin este finale beethoveniano Wagner no habría hecho el camino hasta Parsifal, utopía de expresión mística en la que la purificación y la elevación, acaso la del propio compositor, son llevadas al extremo.

Parsifal es un canto del cisne que hace enmudecer, cerrando un camino ético y estético que sí, comenzó con Beethoven. Parsifal es un festival de consagración escénica que pretende, como la Novena, ennoblecer al público a través del arte, donde lo esencial aparece concentrado y donde Parsifal, Amfortas, Kundry, Klingsor, no son personajes, sino fracasos o ambiciones humanas. Parsifal es un canto a la compasión y la comprensión.

Como Beethoven con su sinfonía, presentimos que Wagner tenía que llegar a este Parsifal épico y ritual que cierra un círculo con el pasado remontándose a Palestrina, de cuyo Stabat Mater había hecho un arreglo el músico en los años cuarenta y cuyo marchamo encontramos en los coros de Parsifal.

Tal vez en ninguna obra de Wagner estemos tan cerca de la afirmación de san Agustín: «El canto perceptible por los oídos corporales es la envoltura exotérica de una suave e inefable melodía celeste».

Wagner heredó de Beethoven la generosidad. No hay en ellos el pudor de Brahms, ni el misticismo de Bruckner. Nos conmueve la generosidad con la que desnudan su alma, sumergidos en la música.

En las páginas de Beethoven la fragilidad del sentimiento, el temblor del alma, la angustia moral, aparecen desnudas, con la misma verdad con la que Wagner dibujará el miedo, la despedida, el amor, y hasta la mezquindad, entrando sin límites dentro de cada uno de ellos para describirlos desde sí mismos, en un acto de honradez y valentía.

Opino que en ambos el mensaje es tan extraordinariamente humano que se convierte en intemporal, haciendo su comunicación inmediata. Opino que los rincones de su espíritu y, al fin, del nuestro, se nos manifiestan con una claridad asombrosa, invitándonos a combatir y recordándonos que el hombre no puede vivir sin utopías.

La seriedad que la audición de la música de Beethoven y de Wagner produce en el oyente no es fruto de su grandiosidad, sino de su profundidad.

Vivir es defender una forma. Beethoven y Wagner no defendieron una forma de hacer música, ni siquiera de entender la música, sino una religión artística que, a través del sonido, relataba la esencia del pensamiento y el alma humana.

Sí, Wagner vivió un idilio con Beethoven, pero no debemos olvidar que, en este camino de ida y vuelta, Wagner nos reveló la verdad de Beethoven en toda su profundidad, entendiendo que su música dibuja la abstracción de la humanidad. En su creación musical, Wagner, como Beethoven, no pretendió conseguir la inmortalidad, sino la eternidad.

Opino que hay en el final de la Novena de Beethoven una reconciliación con el mundo que él buscó desesperadamente toda su vida.

Opino que Wagner encontró en el final de Parsifal una elevación mística y despojada con la que él quería describirse, y con cuyas últimas notas dijo adiós a un mundo del que sentimos nostalgia. Nostalgia de una época en la que el artista rezumaba, aun desde el desgarro, optimismo y fe en el ser humano, y eso, tal vez, se perdió para siempre con el siglo que llegaba.

Como escribió Virginia Woolf después de asistir a la primera exposición de pinturas postimpresionistas en Londres: «Sobre o acerca del mes de diciembre de 1910, el carácter humano ha cambiado».

Encuentro fascinante que quienes quisieron seguir el camino de Wagner dijeran adiós con la misma paz conquistada: Mahler parece reconciliarse por fin con la muerte en el Adagio de su Décima. Strauss se despide del mundo con esas Cuatro últimas canciones ¡tan! llenas de aceptación.

Pero esa… es otra historia

Pianista. Profesora de historia de la música en la Escuela Superior de Música Reina Sofía