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En primer lugar, la presente exposición sobre el famoso pintor noruego Edvard Munch (Löten, 1863-Ekely, 1944), tan esperada por algunos entre los cuales nos encontramos, se hace realidad por fin. Si bien las pocas obras de Munch que hemos tenido ocasión de admirar en otras exposiciones no están presentes en la actual, al menos han llegado otras que componen un conjunto más que notable. En este sentido, vienen a llenar ese vacío que teníamos desde hace bastante tiempo sobre el pintor de El grito, obra destacada en la historia del arte, auténtico icono del arte moderno como tendremos ocasión de ver más adelante.

Ciertamente Munch es, sin duda, uno de los pintores más importantes de fines del siglo XIX y primera mitad del XX. Además, por si fuera poco, es tan peculiar su pintura que representa un fuerte contraste con la de los siempre aclamados y más que expuestos padres del arte contemporáneo, a saber Cezánne, Van Gogh y Gauguin. A Munch se lo suele catalogar como expresionista y simbolista, pero por encima de todo es Munch padre de la modernidad junto a los anteriores pintores y con un fuerte acento de raíz nórdica.

Basta con ver El grito para darse cuenta de su singularidad. Pero no nos referimos tan solo a esta obra cimera, sino a otras que sin ser tal vez tan radicales, tan desgarradoras y elocuentes de la vida moderna (y de los traumas del propio Munch, todo sea dicho), son casi igualmente excepcionales. Veamos por tanto. Ciertamente, hay que aclarar que el artista noruego tenía pánico a las multitudes y sentía la ciudad de una manera traumática. En este sentido, el mencionado El grito (1893) es una obra de un calado excepcional, porque en el fondo viene a reflejar la alienación del hombre en el mundo moderno, tema fundamental en el pintor noruego. Y tema tratado también con sumo acierto un año antes en su más que notable Atardecer en el paseo de Karl Johann, donde refleja el drama de la soledad, el temor y la enajenación de las masas que circulan por la calle principal de Cristiana, como por entonces se denominaba al Oslo actual.

Al igual sucede, de una u otra forma, con su también magnífica Ansiedad, de 1894, donde trata de reflejar el sentimiento de una colectividad desequilibrada que vive bajo la opresión de la incertidumbre e inquietud de la gentes de la gran ciudad. De ella, a falta del cuadro, la exposición aporta una xilografía de 1896. Efectivamente, las tres obras comentadas son como un a modo de excepcional trilogía sobre esta cuestión tan primordial en nuestras vidas, especialmente en la del hombre más sensible y en el de tendencia depresiva o de alta ansiedad, algo por desgracia tan relativamente frecuente en nuestros días.

En este sentido Munch nos parece, y hay que hacerlo notar de forma bien manifiesta, de extraordinaria e insólita actualidad. Y esto ocurre de manera bastante evidente en estas tres obras que nos hemos atrevido a comentar de forma un tanto pormenorizada. Sobre ello, en la exposición del Museo Thyssen, con ser muy buena, se echa en falta la presencia de alguna de estas pinturas que nos atrevemos a llamar capitales en el quehacer del pintor noruego. El grito habría sido imposible porque no se presta, pero alguna de las otras dos le darían a la muestra ese grado de excelencia que siempre buscamos en una exposición de tamaña importancia.

Mientras que Atardecer en el paseo de Karl Johann trata del miedo y la soledad del individuo dentro de la masa de la gran urbe, El grito, como bien señala Ulrich Bischoff, nos confronta con el miedo y la soledad del ser humano en una naturaleza que no consuela, sino que recoge el grito y lo arrastra por la amplia ensenada hasta el cielo teñido de rojo sangre. El propio Munch, un año antes, en 1892, había escrito al respecto: «Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso; de repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un estremecimiento de tristeza, y un dolor desgarrador en el pecho. Me detuve, me apoyé en la barandilla, preso de una fatiga mortal. Sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad. Mis amigos siguieron andando y yo me quedé allí, temblando de miedo. Y oí que un grito interminable atravesaba la naturaleza».

Al respecto Gombrich, siempre tan clarividente y preciso, señala que la litografía de El grito (1985) (fig. 1), presente en la exposición, se propone expresar cómo una súbita inquietud transforma totalmente nuestras impresiones sensibles. En este sentido, todas las líneas parecen convergir hacia un centro del grabado: la cabeza que grita. Parece, en efecto, como si todo el panorama participase de la angustia e inquietud de este grito.

 

Además de estas consideraciones preliminares y prioritarias a la vez, en lo que se refiere a la exposición en sí, «Edvard Munch, arquetipos», es necesario hacer notar que presenta un variado registro de estados emocionales del hombre contemporáneo. Aunque, según palabras del propio Munch, iba «a contrapelo del estilo moderno», nunca abandonó la figuración, si bien —como señala Paloma Alarcó, comisaria de la exposición junto a Jon-Ove Steihaug—, se distanció de cualquier imitación del natural a través de un lenguaje simbólico y expresionista muy radical y del uso de diversas destrezas artísticas que le permitieron orientar el espacio hacia una dimensión psíquica. Así, mediante un sistema de metáforas, de personajes y de acciones arquetípicas, Munch se adentra por una novedosa senda artística en la que, mediante secuencias temáticas, llega a —como él mismo decía— «diseccionar el alma» de sus personajes.

La exposición, en general bien estructurada, tiene nueve ámbitos: melancolía, muerte, pánico, mujer, melodrama, amor, nocturnos, vitalismo y desnudos. Centrémonos ahora en los que nos parecen más significativos y en algunas de las obras de mayor realce (además de las ya mencionadas por su primordial interés).

En este sentido, en primer lugar la exposición se centra en el capítulo que titula «Melancolía». Influido de algún modo por un cierto impresionismo, el trabajo de gran porte titulado Atardecer, de 1888, anticipa parte de la futura obra de Munch. Su hermana Laura aparece ensimismada y presa de sentimientos a todas luces melancólicos en un cuadro grande y vistoso. Desde ese momento en los cuadros de Munch tiene lugar una reducción formal de los rostros de los personajes y del paisaje en conjunto, hasta llegar a Madre e hija (1897), perfecto ejemplo de esta nueva forma de concebir la pintura, de un nuevo lenguaje artístico, simbólico y poético, que aumenta la intensidad emocional.

Pero si interesante es este primer ámbito, el segundo es de los más importantes de la exposición. Lleva por título «Muerte», y forma parte de uno de los mayores traumas u obsesiones que, en buena parte, compondrán la vida de Munch. Sabido es que desde su niñez, la enfermedad y la muerte ocuparon un lugar nuclear en su vida. A la edad de cinco años pierde a su madre, víctima de la tuberculosis. Su hermana Sophie, un año mayor que él y su preferida, murió también de tuberculosis a los quince años. En este sentido tienen tal vez cabida las muy conocidas palabras del propio autor: «Enfermedad, locura y muerte fueron los ángeles negros que velaron mi cuna». El cuadro central de este ámbito, el sin duda más valioso y uno de los mayores de la muestra es La niña enferma, en concreto la versión de 1907 (fig. 2) de esta obra de 1885-1886, que el pintor retocaría en los años noventa, y cuya versión más famosa tal vez sea esta de 1907. Aquí aparece personificado un sentimiento existencialista y una visión del miedo a la muerte, aunque a nosotros se nos antoje tal vez más subyugadora aún la primera versión. De su valía no cabe la menor duda, basta con acercarse y contemplar embelesados los gruesos empastes de la textura pictórica. Al respecto, el propio Munch comentaría: «Casi todo lo que hice a partir de entonces tiene su origen en esta pintura».

El siguiente capítulo se titula «Pánico», tema central de Munch, que incluye el famosísimo El grito; y tema ya comentado por extenso al principio. El siguiente es también nuclear en Munch. Lleva por título «Mujer». Idealizada o bien demonizada, así, según estos dos arquetipos contrapuestos aparece la mujer en la obra del artista noruego. Al primero pertenece la famosa Pubertad, cuya primera versión de 1894 es muy posiblemente la más famosa. La joven adolescente mira con ojos de estupor y tapa instintivamente su desnudez al espectador. La versión de la muestra es posterior, de 1914-1916 (fig. 3) y de muy distinto estilo pictórico, más moderno tal vez, pero quizás también falto del encanto y profundidad psicológica de la primera versión. Por su parte, Mujer (1925) representa tres etapas vinculadas al proceso biológico de la vida sexual femenina, como se ha venido a decir: la femme fragile, la fatale, y la mujer madura.

Tras «Melodrama», también interesante, como por ejemplo la serie La habitación verde, donde los personajes, que parecen estar en un pequeño escenario, se mueven inquietos y proyectan una patética claustrofobia, llega el más reiterativo aún, «Amor», con sus varias versiones sobre El beso, manifestación de unión entre hombre y mujer, cuyos personajes entrelazados van perdiendo sus límites. El otro tema del amor es el casi maníaco en Munch La mujer vampiro, donde se manifiesta la sensualidad perversa y el mordisco como posesión física y psicológica. Resultan tal vez los cuadros más extraños de la exposición.

«Nocturnos» constituye también uno de los más notables apartados. Partiendo del paisaje como reflejo de la fuerza emocional, las escenas nocturnas acentúan la intensidad dramática, como sucede, por ejemplo, en el interesantísimo La tormenta (1893) (fig. 4). En él Munch consigue —como se ha venido a decir— transformar una dramática representación de la naturaleza, expresada por el bramar del viento y por el contraste entre la protección que ofrece la casa con las ventadas iluminadas y la insondabilidad de la noche en el símbolo de un drama interior.

Pero habrá que esperar al siguiente ámbito, el denominado «vitalismo» para dar de nuevo con un tema recurrente y más que interesante en el Munch tardío. Nos referimos a Las niñas en el puente (1933-1935), obra llena de vitalidad, de un estilo colorista y alegre, algo más bien excepcional tratándose de un pintor tan neurótico como el pintor noruego. Con el capítulo «Desnudos», del que destacaría un fantástico y lleno de fuerza en el desamparo de la joven, al igual que de cuidada línea, Desnudo femenino de rodillas (1919), concluye la exposición, valiosa, sin duda, aunque echemos en falta algunos de sus autorretratos, muchos y de relevante interés en un pintor de su calado interior, y del que solo se presenta uno, importante sí, pero tan solo uno, lo que no desmerece del resto de la excelente muestra.

Muy distinta, evidentemente, es la exposición sobre el divino Morales, pintor que vivió y murió en Extremadura entre 1510-1511 y 1586, y que dedicó su vida por entero a la pintura religiosa. Como bien se ha venido a señalar, Morales adaptó a la clientela de su tiempo un género o producto artístico y devocional de muy cuidada factura que enlazaba con las tradiciones flamencas de comienzos del siglo XVI, matizadas de alguna forma por elementos y modelos italianizantes. Muy próximas al creyente, añadían a su gran eficacia visual una intensa carga emocional.

Esta muestra, de particular interés, ofrece una revisión de la obra de Morales, llamado el divino, porque como ya señalara Palomino, «todo lo que pintó fueron cosas sagradas». Palomino destacó además la delicadeza y meticulosidad de sus obras, así como su preferencia por las composiciones de pocas figuras, sobre todo de medio cuerpo. Pero en fin, revisión, decíamos, porque como ya apuntara Gaya Nuño, «pocos de nuestros pintores han sufrido tanta atribución de cuadros pésimos… bastantes a desvirtuar toda la calidad de quien pudiera ser su autor. Muy por el contrario, la calidad de un auténtico Morales, comenzando por los valores intrínsecamente externos, es elevadísima, como de pintor preocupado por una delineación rigurosa y exquisita, por un color templado más que caliente, por unas veladuras tenues y a menudo de grandísima sutileza».

Pero vayamos a la muestra en sí. Casi un siglo después de su primera exposición mono-gráfica, el Prado, junto a los museos de Bellas Artes de Bilbao y el Nacional de Cataluña, vuelve a dedicar una exposición a Morales, para la que se han seleccionado 54 obras distribuidas en cinco secciones. En la primera de estas, denominada los Iconos perdurables, encontramos las creaciones más conocidas del pintor, entre las que destaca la titulada La Virgen del pajarito, de 1546 (fig. 5), ejemplo palpable —como señala Leticia Ruiz Gómez— de un maestro granado que ha absorbido con sensibilidad propia composiciones ajenas, y que es un excelente dibujante y posee una refinada técnica pictórica, y por si fuera poco, obra de encomiable enjundia compositiva y calidad plástica.

También ensalza sus valores Trinidad de Antonio, quien apunta que en este cuadro se pueden analizar la génesis y los principios de su arte, ese dulce pintar tan característico suyo, en el que funde la elegancia majestuosa de las figuras con el delicado tratamiento de las formas, a través de una factura minuciosa y un dibujo preciso, al que suma la suave gradación de las sombras, que acerca el resultado al sfumato leonardesco. Por cierto, pensamos que esta última característica se puede apreciar de forma aún más palpable en otras obras que analizaremos más adelante.

Junto con la anterior, otra obra de gran porte y patente atractivo es La Virgen con el Niño y san Juanito (ca. 1545-1555), donde María, de aspecto especialmente distinguido, aparece sentada en medio de un excelente fondo paisajístico de herencia sin duda flamenca en el tratamiento del follaje y rocas en general, en contraste con el acertado rojo de la cortina, así como de la vestidura de la Virgen.

Pero pasemos ahora a las obras de tamaño medio, de bien patente y especial y delicado tratamiento de la Virgen y el Niño. Destacaríamos, entre las muchas y muy buenas que hay, en primer lugar la espléndida La Virgen con el Niño y san Juanito (ca. 1570). Es evidente que se nota el paso del tiempo y la extraordinaria habilidad técnica para recrear una escena llena de intimidad. Desde la restauración realizada en 2013, la pintura se muestra en toda su singular belleza y se aprecia el suave sfumato con el que han sido modeladas las figuras. En este sentido, es ahora cuando se puede valorar toda su calidad, la técnica impecable y la delicadeza que caracterizan el peculiar e inconfundible estilo de Morales.

Otro cuadro singular es el famoso La Virgen de la leche (ca. 1565) (fig. 6). En efecto, se trata de una de las obras más características y reconocidas de Morales, principalmente por su exquisita técnica y la temática tierna y entrañable. En la presente versión, la más importante y de mejor ejecución artística, la Virgen aparece sentada, sosteniendo entre los brazos al Niño, a quien contempla ensimismada. Este, de espaldas al espectador, alza la cabeza hacia la madre, buscando su pecho con una mano, tras levantar con la otra parte del fino velo que lleva María, la cual en actitud de total recogimiento, además de protectora y reposada, sostiene con sus manos —tal vez un tanto desproporcionadas, pues resultan un poco grandes— el cuerpo de su hijo.

Se trata de un cuadro de extremada delicadeza, de esos que hay que mirar y remirar con reposo e ir fijándose en todos los detalles; por cierto, detalles que hacen de Morales tan extraordinario pintor como fue de escenas religiosas, de una técnica depurada en extremo. Hay que fijarse, por último y con especial admiración, en el rostro de recogimiento y amor de María hacia el Niño.

El siguiente ámbito de la muestra está dedicado a Pintura para «muy cerca». Imágenes de pasión y redención, que centra su atención en la Pasión de Cristo. Entre las obras de este apartado destaca el Ecce Homo (ca. 1565) procedente de Lisboa, obra muy meritoria, pero queremos centrar nuestra atención en La Piedad (ca. 1560) (fig. 7). La Virgen, arrodillada ante el pie de la cruz, mantiene el cuerpo muerto de Cristo, abrazándolo con fuerza contra su pecho. María aproxima el rostro al de su hijo, con los ojos en blanco y desprovisto ya de la corona de espinas. La iluminación violenta de esta tabla, como viene a señalar Pilar Silva, aumenta el patetismo de la obra, de un crudo realismo que se extiende a la abundante sangre que mana de las heridas de Cristo.

Del resto de la tan notable exposición, destacaríamos, entre un elenco de muy meritorias obras, el San Juan de Ribera (ca. 1566), tan extraordinaria como pequeña pintura maestra donde la profunda mirada perdida del santo y su suave sfumato no tienen posiblemente parangón en la pintura española de su tiempo.

Crítico de arte