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Los estudios de Hollywood apuestan por el cine de superhéroes, que invita a la espectacularidad. Los efectos especiales más sofisticados se ponen al servicio de historias populares, relativamente sencillas, que deben ser contempladas en una gran pantalla para lograr su máximo disfrute. DC Cómics, bajo cuya ala se encuentran Superman y Batman, forma parte de Warner desde 1969. Pero Walt Disney compró en 2009 Marvel, propietaria de los derechos de personajes de cómic como Spider-Man y los X-Men, por 2.800 millones de euros. Jugada nada sorprendente, pues ya antes en la meca del cine había descubierto los superpoderes recaudatorios de sus adaptaciones al cine, todas las «majors» han pujado por los superhéroes de Marvel: Sony se inclinó por Spider-Man, Fox por los mutantes X-Men, Paramount por Iron Man, Thor y Capitán América, y Universal por Hulk.

Puede sonar a simplificación, pero las películas de superhéroes son hijas del cine de George Lucas y Steven Spielberg de finales de los setenta y principios de los ochenta. Títulos como La guerra de las galaxias (1977) y En busca del arca perdida (1981) saciaron la sed del espectador por el cine de aventuras, evasión y entretenimiento con héroes buenos enfrentados a villanos claramente identificables, después de que en las pantallas hubiera dominado un cine más personal y complejo, reflejo del convulso contexto social de mayo del 68 y la guerra de Vietnam. Para A. O. Scott, el crítico de The New York Times, el cine de superhéroes habría sustituido «a dos géneros heroicos tradicionales, el wéstern y el cine bélico, en declive en parte porque parecían ideológicamente fuera de onda con la época». Son en cualquier caso los nuevos mitos del espectador del siglo XXI, modelos en los que se ve reflejado de algún modo como en uno espejo. Esos mitos que estudió en El héroe de las mil caras (1949) Joseph Campbell, autor por el que ha admitido sentirse interpelado George Lucas por su característica visión del viaje del héroe.

El efecto perverso de unos magníficos resultados en taquilla fue la carrera de las majors por hacer películas muy costosas, de efectos especiales cada vez más sofisticados, con un merchandising asociado altamente rentable. Había que crear franquicias para disminuir los riesgos, filmes que permitieran la realización de secuelas, con personajes fácilmente reconocibles por el público. ¿Y qué mejor que entrar a saco en la cultura pop americana de los superhéroes, que contaba con la ventaja de una masa crítica de fans incondicionales?

Dejadas aparte algunas incursiones poco ambiciosas en forma de serie televisiva en los sesenta, la primera traslación importante de las aventuras de un superhéroe a la pantalla tuvo lugar en 1978. Richard Donner acertó con Superman (1978), que no por casualidad tenía como responsable de su partitura musical a John Williams, el mismo compositor de las vibrantes bandas sonoras de Star Wars e Indiana Jones. Y Christopher Reeve, que intervino en las tres secuelas, quedó identificado con el hombre de acero de identidad secreta, nadie puede imaginar que el tímido periodista Clark Kent esconde un origen extraterrestre y unos increíbles superpoderes puestos al servicio de la humanidad. El enfoque de Donner y Richard Lester era romántico, de clasicismo puro, y acabó evidenciando el peligro de toda saga, que no es otro que el deslizamiento a la nadería, no saber detectar a tiempo que la fórmula se ha agotado.

Un camino parecido siguió el hombre murciélago, otro superhéroe de Warner. Cierto que Tim Burton introdujo un novedoso toque gótico y su gusto por los personajes inadaptados en Batman (1989) y Batman vuelve (1992), pero cuando tomó el relevo en las nuevas secuelas Joel Schumacher con Batman Forever (1995) y Batman y Robin (1997), su propuesta kitsch marcó la decadencia, y Batman tuvo que colgar temporalmente la capa.

Batman tenía los rasgos del justiciero enmascarado, el multimillonario Bruce Wayne combate al villano de turno no con superpoderes sino utilizando su ingente fortuna. Y estaba motivado por el hecho de que sus padres habían sido asesinados por criminales cuando era un niño. Sin embargo, curiosamente, a veces eran más atractivos sus enemigos que él mismo, algo constatable en el hecho de que tres actores distintos, Michel Keaton, Val Kilmer y George Clooney, dieron vida al hombre murciélago en esta tanda de películas. Y es que los villanos tenían traumas, un pasado, que les había convertido en lo que eran, lo que ofrecía un atractivo añadido.

Sin embargo no deja de ser llamativo el vuelco que dio al reinicio de la saga en el nuevo milenio Christopher Nolan con Batman Begins (2005), El caballero oscuro (2008), y ahora, El caballero oscuro: la leyenda renace (2012), en lo referente a los villanos. En la era post 11-S, donde la irracional violencia fundamentalista instauró una nueva época de miedo, un malvado como el Joker resultaba asombrosamente siniestro por lo imprevisible de sus actuaciones, por su afición al mal por puro gusto, movido sin referentes morales, no mediaba en sus actos lógica alguna más allá de una malsana diversión: poner al superhéroe ante una elección imposible, que ponga patas arriba su código moral. De modo que incluso un hombre íntegro, como el fiscal Harvey Dent, podía ver alterados lo que parecían unos sólidos, inamovibles principios, cuando las cosas se ponían cuesta arriba. Como dice Nolan mencionando ejemplos históricos como Julio César o Winston Churchill, «el héroe inevitablemente acaba decepcionando de alguna forma»; y el caso del vigilante justiciero al margen de la legalidad tiene muchas posibilidades de hacerlo, el abuso de poder no es siempre fácil de eludir. La trágica muerte por sobredosis de fármacos de Heath Ledger, el actor que interpretaba al Joker y que ganaría el Oscar póstumamente, añadía más subtexto si cabe a las extrañas sinrazones que encierran a veces los acontecimientos.

Unos inadaptados diferentes son los X-Men, de los que ya ha habido en doce años, entre 2000 y 2011, cinco entregas bastante exitosas. Estos superhéroes mutantes tienen superpoderes por razones genéticas, y son vistos con suspicacia por la opinión pública, usen sus habilidades para el bien o para el mal, hasta el punto de que se asocian de distintas formas ante leyes discriminatorias y cazas de brujas. Con personajes que pueden variar de una entrega a otra, subyace, además de la idea del autocontrol, la necesidad de respetar la diferencia, los derechos de las minorías, temas muy en boga en la actualidad. Lo que al menos es más sutil que algunos cómics recientes que presumen de introducir a un personaje de tal raza, o el primer superhéroe homosexual.

Con Spider-Man, Sam Raimi entregó en 2002, 2004 y 2007 una estupenda trilogía, que conectaba con el clasicismo de Superman, y que es parte del encanto de Peter Parker, un buen chico, tímido, con la autoestima algo baja, pero al que la recepción de un inesperado don le llevaba a asumir la consiguiente responsabilidad. Este sencillo concepto, repetido por activa y por pasiva, funcionaba perfectamente: no cabía evadirse, su vida cambiaba a partir de ese momento, el hombre araña debía enfrentarse a poderosos enemigos, las acciones tienen consecuencias.

Aunque no sea una película de superhéroes al uso, El protegido (M. Night Shyamalan, 2000) incidió antes en esta idea de reconocer y hacer fructificar los propios talentos. Ser el único superviviente de un accidente ferroviario suponía para David Dunn (Bruce Willis), sumido en una grave crisis personal, el descubrimiento de un don, que debe cultivar. Como le decía su némesis en el filme, Samuel L. Jackson, a su esposa, «Vivimos tiempos mediocres, señora Dunn. La gente empieza a perder la esperanza. A algunos les cuesta creer que haya cosas extraordinarias dentro de ellos y de los demás».

El reinicio de la saga del hombre araña en 2012, con Andrew Garfield sustituyendo a Tobey Maguire como Spi-der-Man va en la misma dirección, si acaso actualizando al personaje con algunos rasgos que recuerdan al archifamoso niño mago Harry Potter. También bebe de los aires clásicos Capitán América: El primer vengador (2011), personaje patriótico evidentemente, Joe Johnston era el director ideal si se pensaba en su trabajo veinte años atrás con Rocketeer.

¿Es el mundo de los superhéroes eminentemente masculino? Yo diría que sí. Los filmes de superheroínas no han conocido el éxito en la pantalla, Supergirl, Catwoman y Elektra han sido claros fiascos. Los comentarios del público suelen incidir más en los ajustados trajes de Catwoman o la Viuda Negra que en los rasgos de su personalidad. La forma de atraer al público femenino suele ser la de los romances del superhéroe, una fórmula no demasiado original, en que él la salva a ella de vez en cuando, y se entera, o no, de su identidad secreta.

A algunos críticos sesudos el cine de superhéroes no les parece serio. Por eso hubo más de un asombrado levantamiento de cejas cuando se supo que Ang Lee iba a dirigir Hulk (2003), las desventuras del doctor Banner, víctima de un experimiento radioactivo, y que cuando se deja dominar por la ira se transforma en una enorme y descontrolada criatura verde. Como venía de dirigir Tigre & Dragón (2000), parecía a los productores la forma perfecta de combinar acción y cine de autor. Craso error, los aficionados al cómic la odiaron, hasta el punto de que la versión de 2008 de Louis Leterrier logró el aplauso cerrado, en gran parte por el contraste con su precedente. Algo parecido le ocurrió a Michel Gondry con The Green Hornet (2011), este original cineasta autor de películas tan estimables como ¡Olvídate de mí! (2001), no supo qué hacer a la hora de contar su historia de superhéroe y el resultado se llamó mediocridad.

Las películas de Hulk o The Amazing Spider-Man (Mark Webb, 2012) abordan una cuestión de la que siempre ha sido modélico el doctor Frankenstein, el moderno Prometeo: los excesos del científico, la tentación de la prepotencia y el querer jugar a ser Dios. Los avances en biotecnología del lisiado doctor Connor y las presiones por alcanzar resultados tangibles en la investigación no están exentos de riesgo, sobre todo cuando se traspasan las fronteras trazadas por la ética.

Abordar el mundo de los superhéroes con intenciones paródicas —el reverso del intento «autoral» de Lee— no ha hecho en general demasiada fortuna. El intento más ambicioso fue Hancock (Peter Berg, 2008), con un Will Smith encarnando a un superhéroe impresentable y desastrado no demasiado popular, al que un asesor de imagen debe lavarle la cara. La idea es graciosa, pero no funciona, y en el fondo remedaba un filme mucho más logrado, la película animada de Pixar Los increíbles (Brad Bird, 2004), en que los mediocres tiempos actuales no estaban a la altura de los superpoderes de Mr. Increíble y su familia, la opinión pública no aceptaba ni valoraba en su justa medida a los superhéroes.

El caso de Los vengadores (Joss Whedon), macrorreunión de superhéroes Marvel, es un caso particular cuidadosamente planificado, que se ha saldado con éxito. A posteriori es fácil decir que no podía haber ocurrido de otra manera, pero hay que subrayar la paciencia de los productores de Marvel, para lanzar Iron Man (Jon Favreau, 2008) y su secuela de 2010, un multimillonario aparentemente frívolo, Tony Stark, empresario armamentístico, con su coraza del hombre de hierro. Y sembrar en estos filmes y en El increíble Hulk (2008), Thor (Kenneth Branagh, 2011) y Capitán América: El primer vengador (2011) las semillas, pequeños adelantos en los créditos finales, de lo que sería Los vengadores (2012). Filme que tiene el tremendo atractivo de que, para afrontar las calamidades que amenazan al mundo, se hace necesario el trabajo en equipo, un esfuerzo colectivo, no puede hacer cada uno la guerra por su cuenta. En el actual contexto global de crisis económica y de valores tal mensaje ha calado casi inadvertidamente, lo que tiene mérito, pues el filme presenta una trama mínima, lo realmente importante es lo bien que interactúan entre sí los personajes, y cómo la unión hace la fuerza. En tal sentido, ficción y realidad corren paralelas, pues la película reúne un reparto de actores popularísimos, y lograr el equilibrio para que no se desatara una guerra de egos es uno de los grandes méritos del guión y de la película.

Una de las últimas escenas de The Amazing Spider-Man, sorprendente, transcurre en un aula donde un profesor explica que todos los argumentos literarios pueden reducirse, no a diez, como se suele decir tradicionalmente, sino a uno, la pregunta que toda persona se hacer acerca de sí mismo, quién soy yo y qué debo hacer. Se diría al filmar este pasaje que Marc Webb se ha puesto la venda antes de que se produzca la herida de las críticas resumibles en «más de lo mismo», pues parece destinado a aquellos que afirman que todas las películas de superhéroes son iguales. A alguno le sonará a coartada débil de la banalidad de la civilización del espectáculo, de la que se ha lamentado recientemente Mario Vargas Llosa. Sea como fuere, con «pijama» o sin «pijama» de superhéroe, es cierto que son esas preguntas las que obligadamente se hace cualquier héroe que se precie de serlo.

Diez películas imprescindibles para entender la evolución del cine de superhéroes

1) Superman (Richard Donner, 1978).

2) Batman vuelve (Tim Burton, 1992).

3) El protegido (M. Night Shyamalan, 2000).

4) X-Men (Bryan Singer, 2000).

5) Spider-Man (Sam Raimi, 2002).

6) Hulk (Ang Lee, 2003).

7) Los increíbles (Brad Bird, 2004).

8) Iron Man (Jon Favreau, 2008).

9) El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008). 10) Los vengadores (Joss Whedon, 2012).

Crítico de Cine. Director de www.decine21.com