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El celebrado escritor austriaco Stefan Zweig se refería de manera categórica en sus memorias a la sensación de euforia que cundía en el inicio de aquel año de 1914: «Nunca fue Europa más fuerte, rica y hermosa». Y no era para menos. El Viejo Continente estaba gozando de un periodo prolongado de paz, si bien este se había comenzado a resquebrajar con el estallido de las guerras balcánicas (19/11/1912).

Europa había asistido en la segunda mitad del siglo XIX a un crecimiento económico sin precedentes, fruto de la industrialización. La explotación de nuevas fuentes de energía —y las materias primas llegadas desde las colonias— posibilitó la mejora de los transportes —sobre todo marítimos y ferroviarios— y el aumento del comercio internacional, dotando de un papel creciente a la nueva clase empresarial y bancaria que emergió entonces.

Entre 1870 y 1914 se construyeron en Europa más de 100.000 kilómetros de vías férreas. Esa modernización económica originó que, a comienzos del siglo XX, se asistiera al proceso de transformación de la sociedad industrial, que había dominado el final del siglo XIX, en una sociedad de consumo —y de masas— que caracterizaría el siglo XX.

Las circunstancias de la vida cotidiana habían mejorado sustancialmente para las clases medias acomodadas europeas. Los cuartos de baño o el teléfono —patentado por Alexander Graham Bell en 1876— ya no eran un lujo exclusivo de las grandes fortunas. Las vacaciones se extendieron con el nuevo siglo a la pequeña burguesía europea. Comenzó a ser frecuente, que los domingos —el descanso dominical era una reciente conquista en la lucha por los derechos laborales— fuesen aprovechados por las familias para disfrutar de un día de campo y descanso. Y también que estas pudiera permitirse una semana de vacaciones —en la playa, generalmente— durante la cual olvidaran el ajetreo de la vida moderna.

Las posibilidades de desplazamiento de la población europea —ya fuera en ferrocarril, barco, bicicleta, motocicleta o automóvil— habían aumentado como nunca antes. La técnica había irrumpido en todos los ámbitos de la experiencia humana. La velocidad era el motor de la vida y, como tal, se aplicaba a las industrias vinculadas a los transportes. Los ferrocarriles llevaban claramente la delantera. La competencia era creciente. En tan solo una semana del año 1903, el récord de velocidad de una locomotora se superó en dos ocasiones; si Siemens logró alcanzar los 206 km/h, AEG llegó a los 210 km/h. La aeronáutica avanzaba, igualmente, a velocidad pasmosa.

El francés Blériot fue el primero en sobrevolar mar abierto, al cruzar el canal de la Mancha

Tras sus inicios de la mano de Otto Lilienthal en Alemania o de los hermanos Wright en Estados Unidos, en 1912, el francés Blériot fue el primero en sobrevolar mar abierto, al cruzar el canal de la Mancha. Resultaba, además, posible emplear los aviones como medio de transporte y, en consecuencia, aquel primero de enero de 1914 se abrió la primera línea aérea regular en Florida: unía Tampa y St. Petersburg. La industria naval no pasaba por su momento de mayor popularidad. El hundimiento del Titanic, en abril de 1912, conmocionó al mundo. Dos años más tarde, el 29 de mayo de este año de 1914, el transatlántico inglés Express of Ireland, chocó con un petrolero noruego, falleciendo también cientos de pasajeros.

¿Y qué decir de la industria automovilística? No hacía mucho que había asistido a uno de los mayores avances en productividad de la historia, cuando el norteamericano Frederick W. Taylor desarrolló la cadena de montaje. Henry Ford fue el primero en aplicar la cadena de montaje en los Estados Unidos al introducirla, en 1908, en la fabricación del Ford T, que salió al mercado con un precio de 828 dólares. Era el primer utilitario de la historia. En 1914 se fabricarían más de 300.000 unidades en EEUU y más de 50.000 en Alemania.

Las primeras décadas del siglo XX asistieron a la emergencia orgullosa de la ciencia y la técnica que, tras los descubrimientos del siglo XIX, ofrecían múltiples y novedosas posibilidades. A los trabajos sobre la electricidad de Michael Faraday se sumaron las innovaciones de Thomas Edison, que había inventado la bombilla incandescente y las pilas, y que construyó en 1885 la primera central eléctrica. Junto a George Westinghouse —diseñador del motor de energía alterna—, y con capital de la Banca Morgan, creó la General Electric, que se convertiría en una de las compañías eléctricas más importantes del mundo, reflejo de cómo ese nuevo escenario técnico estaba también transformando la economía mundial.

La información se movía a gran velocidad. Las noticias alcanzaban uno y otro lado del Atlántico a golpe de código Morse desde que, en 1865, se había lanzado el primer cable telegráfico intercontinental por el fondo marino. Solo la última hora era interesante para los habitantes de las grandes urbes europeas y norteamericanas. Las agencias de noticias que lanzaban teletipos ininterrumpidamente —Reuters se fundó en 1851— mostraban al ciudadano de comienzos del siglo XX, por primera vez en la historia, lo que sucedía en lugares hasta entonces muy remotos, prácticamente en tiempo real.

La luz eléctrica y el tranvía habían cambiado la vida de Europa desde finales del siglo XIX. Los europeos vivían una época de confort y posibilidades de entretenimiento sin precedentes. El cine tenía ya una presencia destacadísima en las grandes ciudades, si bien su auge definitivo llegaría tras la Gran Guerra con la sonoridad. Frente al teatro que permitía, únicamente, disfrutar de una función en un recinto determinado de una ciudad, a una hora precisa, el cine ofrecía la posibilidad de reproducir las películas cuantas veces se quisiera sin necesidad de tener presentes a los actores y actrices.

Los hermanos Pathé entendieron bien el negocio y desde comienzos de siglo pusieron en marcha una cadena de salas que iluminarían ciudades como Nueva York, Moscú, Berlín, Viena, Londres, Ámsterdam, Milán o Barcelona. Un poco más tarde, en las colinas de Los Ángeles, David Horsley escogió un pueblo llamado Hollywood para fundar los Nestor Studios. Paralelamente, aparecieron las primeras estrellas del celuloide, Max Linder o la bella y sensual Sarah Bernhardt y, ya tras la guerra, Charles Chaplin, Valentino, Greta Garbo, Buster Keaton o los hermanos Marx.

Pero la industria del entretenimiento no se reducía al cine. Desde la invención y extensión del gramófono, había dejado de ser un privilegio reservado a unos pocos escuchar a Enrico Caruso —el gran tenor de la Metropolitan Opera que vendió más de un millón de copias en 1907 de su «Vesti la giubba» de I Pagliacci de Leoncavallo—. Junto a las nuevas industrias de entretenimiento, los deportes se convirtieron entonces en fenómenos de masas. Y así, comenzaron a construirse los primeros estadios que albergaron a los principales clubes de fútbol. Si en Francia se puso en marcha el Tour en 1903, en Inglaterra también arrastraba una afición creciente Wimbledon o el críquet.

Si en París se crearon las galerías Lafayette, en Londres nació Harrods,  en  Nueva York Macy’s, o en Alemania Wetheim o Tietz

Las grandes ciudades europeas rebosaban luz, belleza, suntuosidad. En sus anchas calles y bulevares se abrían comercios lujosos y elegantes. Los grandes almacenes se abrieron por entonces como un lugar de entretenimiento, capaz de ofrecer todo cuanto una persona pudiera necesitar o, mejor aún, desear: masajes, moda, perfumes, comida… Si en París se crearon las galerías Lafayette, en Londres nació Harrods, en Nueva York Macy’s, en Moscú Muir & Mirriles o en Alemania Wetheim o Tietz. Junto a ellos, llegaron, claro, los primeros anuncios —Kellogg’s, máquinas de coser Singer, cámaras Kodak o Coca-Colay los primeros estudios de mercado y con estadísticas que buscaban sistematizar los hábitos de consumo del momento.

Cuando aquel año de 1914 alumbraba Europa, las teorías de Freud y Einstein, junto a los primeros avances de la evolución hacia la genética, socavaron definitivamente los valores absolutos que venían ordenando el pensamiento tradicional. Verdad, belleza, ciencia —positivismo—, fe en el progreso y la razón, parecían haber perdido su vigencia frente a la irrefrenable irrupción de estas nuevas teorías que habían traído de la mano nuevos gustos estéticos que parecían buscar respuestas novedosas a los problemas clásicos de la humanidad.

Ciencia e investigación básica y aplicada asistieron a un momento de esplendor que tuvo su epicentro en Alemania. Con poco más de 25 años, Albert Einstein, publicó en 1905 en Annalen der Physik un trabajo «Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento» (Teoría de la Relatividad especial) que completaría una década más tarde, en 1916, con Teoría de la Relatividad General, que iba a remover los cimientos de la física newtoniana. La naturaleza del tiempo y el espacio ya nunca se entendería igual. Cuando comenzaba el siglo, la ciencia buscaba una explicación al movimiento de la luz y las ondas eléctricas por el espacio. Albert Einstein pensó lo ilógico. Y formuló una teoría según la cual el tiempo (medido en relación a la velocidad de la luz que es constante: 299.792.458 metros por segundo), no era un valor absoluto, sino relativo en función del movimiento del observador. Aunque, lógicamente, la física cuántica mostraba que, si bien es imposible que ningún objeto con masa alcance la velocidad de la luz, cuanto más se acerque a esa velocidad, el tiempo discurre más lento respecto de un observador que se mueva a menor velocidad.

Las teorías de Einstein, por tanto, rompieron con los conceptos de espacio y tiempo que venían de atrás. Ello tuvo infinidad de consecuencias, entre las más graves, que desde entonces no se pudiera confiar en los sentidos. La ciencia abría vetas al conocimiento antes inimaginables pero, paradójicamente, rompía con la confianza en la percepción —y, a la postre, en la razón— que había caracterizado el mundo del pensamiento en los últimos cuatrocientos años. Filosóficamente, se concluyó que la experiencia humana era un constructo social y, en buena medida, una ilusión individual percibida de manera diferente por cada persona.

El mundo científico y cultural asistía de esta manera a la aparición, casi simultánea, de obras decisivas para el ser humano contemporáneo. Acompañando la revolución einsteniana, Max Planck había expuesto la teoría cuántica sobre la energía irradiada por los cuerpos en 1900, Ernest Rutherford estudió la radiación para entender la composición de la materia, lo que le llevó, a la postre, a describir, junto a Niels Bohr, la estructura del átomo en 1913. Junto a la einsteniana, el psiquiatra judío Sigmund Freud había encabezado una revolución análoga en el área de la psicología y el conocimiento humano. Era ya un personaje célebre y rodeado del escándalo tras la publicación en 1900 de La interpretación de los sueños. Apenas un lustro después, alumbró sus Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad, trabajos en los que sostenía que el individuo, lejos de estar guiado por la razón, estaba sometido a la fuerza de los instintos.

Las nuevas comodidades de la vida moderna y la seguridad que emanaba la sociedad en aquel comienzo de siglo dieron pie a la aparición de nuevas enfermedades nerviosas, entre las cuales destacaba la neurosis. Por toda Europa proliferaron sanatorios para tratar los nervios de los ciudadanos del siglo XX. El individuo estaba exhausto, el hastío frente a la realidad y los convencionalismos sociales le habían llevado a una situación clínicamente —y personalmente— insostenible. Por eso las enfermedades nerviosas eran, sin duda, las dolencias del momento, el malestar que llegó con la modernidad. El agotamiento nervioso, la neurastenia, comenzó a afectar a personas abrumadas por la sobrecarga de trabajo. Lo que, un poco más tarde, conoceríamos como estrés, se convirtió entonces en reflejo de un estilo de vida, asociado a la gran ciudad, llena de energía y velocidad, que no todas las contexturas nerviosas soportaban. En todo caso, Freud alteró ya para siempre la sensibilidad moral del ser humano.

En la aplicación del radio como terapia para el tratamiento del cáncer resultaron fundamentales los trabajos de Marie Curie

En medicina, tras el descubrimiento por Röntgen de los rayos X, se había revolucionado el método diagnóstico: se podía ver las posibles lesiones sin necesidad de realizar incisiones en el organismo. Además, introdujo un halo de misterio y desveló la levedad del ser y la existencia humana tal cual era. Los tratamientos más vanguardistas llegaban de la mano de la aplicación del radio como terapia para el tratamiento del cáncer —en lo que resultaron fundamentales los trabajos de Marie Curie—. Se empleó por vez primera también en aquel mes de enero de 1914 en el Hospital Middlesex de Londres. También en los albores del siglo, los botánicos De Vries, Correns y Tschermark demostraron que los genes eran la clave de la herencia. El primero de ellos, precisamente en 1914, desarrolló asimismo la teoría de las mutaciones y desviaciones genéticas, planteando su influencia en el proceso de la evolución. Faltaba comprender el mecanismo de la mutación y la recombinación de los genes, así como la estructura del material genético, algo que llegaría en 1953, cuando Watson y Crick descubrieron la doble hélice del ADN.

Así, frente al optimismo que describía Zweig, cundía cierto desasosiego ante la sensación de que todas las certidumbres parecían estar viniéndose abajo —Durkheim, padre de la sociología contemporánea, eligió como tema de estudio el suicidio en 1897—. De una u otra manera, la filosofía de la primera mitad del siglo XX buscó una explicación de la vida en sí misma. Ya fuera mediante opciones nihilistas o mediante filosofías raciovitalistas, el ser humano se puso ante el espejo y se observó. Al tiempo que las certezas se desvanecían y desfiguraban el mundo, la vida como realidad radical se convertía, por decirlo con el filósofo español Ortega y Gasset, en pura posibilidad.

Freud creyó que el individuo y su moral autoimpuesta eran meros ejercicios de narcisismo

Ya en 1899, Henri Bergson, intuyendo lo que Einstein demostraría después matemáticamente, había argumentado que el tiempo era rehén del espacio, que la experiencia era víctima de cuanto le rodeaba mensurable. William James, por su parte, afirmó que únicamente era verdad lo que comportaba efectos beneficiosos para el individuo; más allá de esa visión, solo había caos. Bertrand Russell y Alfred N. Whitehead publicaron en 1913 Principia Mathematica. De su filosofía se infería una loa al hedonismo individual, fruto de una concepción de la verdad, la belleza o la moral como malentendidos sociales. Derivado de todo ello, Ludwig Wittgenstein cuestionó que el lenguaje tuviera sentido, y Sigmund Freud creyó que el individuo y su moral autoimpuesta eran meros ejercicios de narcisismo. La percepción del yo romántico individual había muerto. Solo la filosofía raciovitalista de Bergson —que en La edad creadora (1907) habló de la vida como una nueva posibilidad en cada instante nuevo del individuo—, Husserl u Ortega y Gasset buscaron una solución para el individuo.

El ámbito de la literatura y las humanidades no se quedó atrás. Rainer Maria Rilke se fijó en la desorientación del hombre marcado por la urbanización creciente y la economía en expansión. James Joyce publicaba Dublineses (1914), donde hacía un análisis de la sociedad irlandesa como anclada en el siglo XIX, ahogada por los convencionalismos sociales y morales de la religión católica. Marcel Proust publicó también entonces Por el camino de Swann, el primero de los siete volúmenes que luego compondrían En busca del tiempo perdido. Junto a reflexiones sobre la literatura o sobre la psicología humana, su gran obra tendría mucho de evocación del mundo aristocrático que entonces se desvanecía ante la emergencia de las masas.

En buena parte de las principales ciudades europeas de entonces florecieron en esos primeros años del siglo XX focos de entidad cultural con entidad propia; Viena resultó especialmente incitante en el fin de siglo –como mostró el famoso libro de Carl E. Schorske; Bloomsbury en Londres, «Die Brücke» (El puente)— en Dresde, el futurismo en Milán, los salones en Viena de Eugeni Schwarzwald y Bertha Zuckerkandl, o el círculo orteguiano y la Residencia de Estudiantes en Madrid.

El mundo artístico también asistía entonces a una revolución. El 29 de mayo de 1913 Igor Fyodorovich Stravinsky había estrenado en un abarrotado Théâtre des Champs-Elysées el ballet La consagración de la primavera, que marcó un antes y un después en la historia de la música. Era el tercero de los ballets rusos de Stravinsky y alternaba momentos de enorme fuerza y de calma sobrecogedora. Aquella era una música escrita como nadie nunca antes lo había hecho. La revolucionaria pieza abandonaba las estructuras tradicionales, rompiendo con dos siglos de predominio de la armonía y de la melodía sobre el ritmo. Suponía, de hecho, el cenit del modernismo y el inicio de una ruptura que culminaría con los trabajos del compositor y pianista húngaro Béla Bartók.

A partir del estreno de La consagración de la primavera, la experimentación en el mundo musical se abrió paso de la mano de Arnold Schönberg y Alban Berg, entre otros. En un proceso paralelo al que seguiría la pintura abstracta, buscaron reducir la estructura y función del lenguaje musical a su forma más elemental y sencilla: la serie de doce semitonos que conforman una octava completa. Había llegado la composición musical dodecafónica que, en cierta manera, ahondaba en la matemática musical, aunque esta abdicase de las pretensiones emocionales que hasta entonces, y fruto del influjo romántico, caracterizaban la creación musical. Ahora lo esencial era la estructura, no lo melódico.

Si eso era lo que sucedía en el ámbito musical, ¿qué estaba ocurriendo con otras formas de creatividad? Uno de los campos que anticiparon el extraordinario cambio que habría de llegar con el siglo XX fue el de la arquitectura. El motivo quizá radique en las implicaciones sociales y políticas de esta manera artística —podemos elegir visitar o no un museo, leer o no un libro, o ver o no una película; transitar por las calles de tu ciudad no es una elección—. El nuevo orden social burgués comenzó pronto a reflejarse en transformaciones urbanísticas y arquitectónicas, ejemplificadas por el París de Napoleón III, cuya fisonomía cambió radicalmente entre 1853 y 1870 de la mano del barón Georges Haussmann, o en la Barcelona de finales del XIX donde Ildefonso Cerdá diseñó el Ensanche. Tanto en el caso de París como en el de Barcelona, se aprovecharon los cambios para introducir nuevos sistemas de alcantarillado y saneamientos, así como todo tipo de estrategias urbanísticas, dejando claro que, en adelante, arquitectura y urbanismo irían de la mano. También por entonces, los avances en las técnicas derivadas de la industrialización hicieron que, a partir de 1870, se comenzase a emplear el acero para la fabricación de puentes, vigas o edificios. Había nacido la conocida como «arquitectura de los ingenieros». Se abrió paso entonces una nueva forma arquitectónica: el rascacielos, de la que fue pionero Louis Sullivan. Chicago se convirtió en escaparate de estos nuevos gigantes. Los rascacielos pasaron a simbolizar la nueva arquitectura de la industrialización. Pero también supusieron una revolución estética que marcó el nacimiento de la arquitectura contemporánea.

En adelante, en buena parte del mundo occidental se asistió a la renovación de la arquitectura de la mano del racionalismo. Frank Lloyd Wright, discípulo de Sullivan, se abrió camino sobre la base de la libertad y la intuición. Si sus primeras construcciones se fundamentaron en módulos rectangulares, en torno a un núcleo central, que trataba de integrar con la naturaleza, con el paso del tiempo fue introduciendo nuevos materiales y adaptando formas más complejas de desarrollo tridimensional. Lo fundamental de una construcción era su función, de la que derivaba la idea arquitectónica. Si Otto Wagner buscó unir en sus edificios utilidad y belleza, Alfred Loos empleó, en su característica «Casa Steiner» (1910), la forma cúbica y la ausencia de decoración. Un poco más tarde, el estilo internacional, que en su vertiente alemana se fundiría con la Bauhaus, bautizada por Walter Gropius y se centró en la idea del «diseño industrial», buscando una simplificación formal hacia formas cúbicas. Entre los que se formaron en la Bauhaus, estuvieron figuras como Hannes Meyer o Ludwig Mies Van der Rohe, entre otros. Comentario aparte merece Charles-Édouard Jeanneret-Gris, más conocido como Le Corbusier, cuyas construcciones se convirtieron en el paradigma del racionalismo arquitectónico. Con el tiempo, su obra derivó hacia una concepción más abstracta de la construcción, como se ve en su memorable «Casa Saboya». De estructura cuadrada y fijada sobre pilotes de hormigón, sus ventanas continuas, intercaladas de superficies lisas, producen sensación de ingravidez.

La pintura fue punta de lanza en la experimentación. Las revoluciones física —einsteniana— y psíquica —freudiana— fueron también perceptibles en las expresiones artísticas. Tras la prosperidad y el desarrollo propios de una época marcada por la fe en el progreso, la creación artística se enfrentó a un mundo que se había tornado en incierto e incomprensible. Tras la muerte de Van Gogh, Gauguin y Cézanne —en 1890, 1903 y 1906, respectivamente—, que habían iniciado una etapa de creatividad experimental inédita en la historia de las creaciones humanas, llegó la época de las vanguardias. Los nuevos movimientos artísticos se caracterizaron por un espíritu de exploración continua que, en último término, reflejaba el choque generado por los cambios a los que se estaban asistiendo en aquel inicio de siglo. La nueva estética, cuya última motivación era indefinible y contradictoria se inició con el fauvismo, el cubismo con Las señoritas de Avignon de Picasso, en 1907, y el expresionismo alemán. Este, no solo se manifestó en la pintura, sino también en la literatura —Kafka—, la música —Richard Strauss o Alban Berg—, el cine —Murnau— o la arquitectura —el célebre pabellón de cristal de Bruno Taut para la Werkbund de Colonia de 1914, o la Torre Einstein de Mendelsohn, diseñada para comprobar una de las predicciones de la teoría de la relatividad: la del desplazamiento de radiaciones procedentes de objetos astronómicos debido al campo gravitacional; algo que nunca se pudo verificar—.

La escultura debía buscar su hueco dentro del nuevo paradigma. Por definición, era una forma artística vinculada a lo clásico. Por eso, en aquel universo artístico de los inicios del siglo XX, donde se abría camino todo lo anticonvencional, el gran dilema vino planteado en las décadas finales del siglo XIX por Auguste Rodin quien trató de emancipar la escultura de la estatua. Rodin buscó el movimiento, la intensidad y la fuerza como modos de expresar la tensión de la fugacidad de la existencia. Sus obras lograron transmitir los sentimientos esenciales del ser humano —placer, dolor—, de manera que sus figuras adquirieron una hondura psicológica, una visión del hombre arrebatado por una fuerza desgarradora. Rodin entendía que una parte del cuerpo es lo suficientemente atractiva como para merecer un tratamiento aislado, lo que le llevó, en ocasiones, a prescindir del pedestal. Fue así pionero en valorar lo inacabado, en concebir el espacio escultórico al margen del lugar donde se vaya a ubicar la obra. Con las vanguardias, la escultura perdió su dimensión figurativa, rompió con el sistema de perspectiva y con su condición de objeto macizo, buscando transparentar su estructura interior. Picasso, Matisse o Modigliani, entre otros, experimentaron, en esta línea, con diferentes materiales como el hierro soldado o con la articulación de planos, hueco o formas, aspectos que tanto darían que hablar durante todo el siglo XX.

En suelo europeo se habían disfrutado de más de cuarenta años de paz. Pronto Europa se suicidaría

Así, el ambiente que se respiraba en 1914 era frenético. La velocidad marcaba el ritmo de la vida cotidiana. Las comodidades se extendían a capas sociales cada vez más amplias. La ciencia y la técnica vivían una revolución paralela a la que generaron las teorías freudianas que cambiarían para siempre la concepción moral del individuo. Ese giro también tuvo su reflejo en el mundo del arte que rompió con la tradición tal y como se había entendido desde el Renacimiento. Los años que habrían de venir tras ella serían años de experimentación artística, de vanguardia permanente. Con todo, pronto se vería también que la ciencia podía conllevar destrucción y muerte. En los últimos años se había venido sembrando la tempestad que pronto estallaría con todo su furor. Desde finales de siglo los estados de derecho liberales mostraban síntomas de agotamiento frente manifestaciones de un creciente nacionalismo racial que tendría como expresión la escalada diplomática —y de armamentos— a la que se venía asistiendo desde comienzos de siglo. En suelo europeo se habían disfrutado de más de cuarenta años de paz. Pronto Europa se suicidaría.

Profesor de Historia Contemporánea. UCM