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En pleno corazón de Europa una guerra civil hace estragos. Las fronteras de dos años son hoy papel mojado y lo que fue antaño Yugoslavia ha dejado de existir aunque sus embajadores sigan en la ON U y el ejército federal (¿tal vez serbio?) dispare a matar. avance, retroceda, declare el alto el fuego y lo viole cinco minutos después.

Es ya una frase hecha el mínimo papel que ha jugado, está jugando y puede jugar Europa Occidental (la de los Doce, el resto es todavía una oscura e improbable nebulosa) en el conflicto. Se utiliza la frase para demostrar hasta qué punto )a quimera de una política exterior común es solamente eso y hasta qué punto también una política de seguridad compartida parece urgente. En el proceso de autoflagelación periódica al que los europeos solemos dedicarnos, la clamorosa ausencia en la guerra del Golfo y la impotencia ante la masacre yugoslava, son paradigmas inevitables.

El frágil equilibrio

Nadie puede afirmar sin mentir que la CE no hubiese intentado frenar la guerra civil en Yugoslavia por insensibilidad o indiferencia. Desde el primer momento los representantes de los Doce tocaron a rebato ante un incendio que se extendía. En todas las reuniones de ministros de Exteriores, de directores políticos, o de altos funcionarios, se trajo a colación el conflicto y se arbitraron métodos para reducirlo. Primero, mediante el envío de observadores que se limitaron a hacer lo que pudieron, es decir, a observar e informar a los gobiernos comunitarios y a ¡a Comisión de lo que allí pasaba. Y lo que pasaba era que el problema resultaba tan antiguo y tan profundo que aparentemente no había para él salida inmediata. Sólo la negociación entre los contendientes en el marco de una organización continental (la Comunidad) podía facilitar las cosas. La conferencia de paz presidida por una personalidad tan eficiente y prestigiosa como lord Carrington debiera haberse encargado de racionalizar los problemas de todo tipo (culturales, étnicos, religiosos, políticos y económicos) que allí se ventilaban, identificándolos primero y ubicándolos después en la comunidad de intereses que, pese a todo, sigue uniendo a los pueblos de lo que fue Yugoslavia. Se trataba de encontrar en la negociación el frágil equilibrio que hiciera callar a las armas y permitiera hablar a los pueblos o a sus representantes, que a veces no es lo mismo, Pero tampoco eso fu i posible, entre otras razones porque la burocracia asfixiante del propio proyecto de negociación —copia milimétrica de la CSCE—, las rivalidades y diferentes percepciones de los «tres grandes europeos» (Francia. Alemania y Reino Unido), los dispersos intentos de arbitraje unidos a los apoyos selectivos prestados bajo cuerda a los contendientes, impidieron que Europa hablase, como todos al parecer deseaban, con una sola voz.

El ruido y la furia Pero aun sí esta voz hubiera sido única e inteligible, respetada y responsable, ¿habría servido para algo? La historia de los últimos meses en la guerra civil yugoslava está llena de treguas que nadie respeta, documentos que nadie honra, promesas que nadie cumple. Las misiones humanitarias, los grupos de observadores, las delegaciones de iglesias y organizaciones no gubernamentales que han llegado al país o expaís portando mensajes de reconciliación, pudieron ejercer sólo de boquilla el «derecho a la injerencia», posible ante un Saddam Husseim derrotado pero inútil ante los dos o tres bandos que juran exterminarse caiga quien caiga y medie quien medie. El secretario de Estado para la Acción Humanitaria de Francia, Bernard Koucfincr, ha podido comprobarlo «in situ». Porque en esta ocasión —y pese a la presencia considerable de medios de comunicación de todo el mundo— la guerra no es «en directo» y, por tanto, la aldea global se conmueve menos, Hay más furia que ruido y, además, a fuerza de ¿ritos los habitantes del planeta están quedándose sordos. El párroco de una iglesia católica de Osijek, una de las ciudades mártires, declaraba bajo las bombas a la televisión norteamericana: «Lo esperamos todo de Dios pero muy poco de Europa. Por otra parte, ¿qué podrían hacer los europeos?» Lo malo de esta guerra es que sus protagonistas parten de una premisa tan irracional como probable: nadie puede hacer nada para parar la sangría y destrucción, salvo el aniquilamiento del enemigo o la fatiga de las armas.

Las amenazas

El ejemplo yugoslavo debería ser más objeto de reflexión que de penitencia. La etapa de inccrlidumbre iniciada tras la caída de los regímenes comunistas en el Este y la desmembración de la Unión Soviética plantean a Europa sobre todo problemas de seguridad y no, como se ha pretendido, económicos o comerciales. Checoslovaquia podría ser el próximo capítulo de esta historia. No sabemos muy bien qué va a ocurrir en Rusia. Ucrania o Bíelorrusia, pese a (os acuerdos de confederación o «comunidad» de Estados soberanos firmados con Yeltsin, Gorbachov advertía recientemente sobre el peligro de convertir a los 75 millones de rusos repartidos en los antiguos Estados de la Unión en «minorías rebeldes»: sólo en Kazajstán representan más del 40% de la población. No sabemos, tampoco, hasta dónde está dispuesto a aguantar esta estampida el antaño temida Ejército Rojo o lo que quede de él, ni quién controla las armas nucleares de Ucrania. Ni siquiera quién controla las de Rusia. Nunca la OTA N y la CSCE (que en el conflicto yugoslavo ha brillado por su ausencia) habían sido más necesarias. Nunca el vínculo trasatlántico euro-norteamericano pareció másprecioso.

Europa ya se ha topado con el conflicto yugoslavo en un momento delicado, cuando la construcción europea se ventilaba en Maastricht y los grandes temas del tercer milenio empezaban a diseñarse en el horizonte. Su impotencia no ha sido única: la ON U —tan activa en el conflicto con frak— ha sido incapaz también de dar una respuesta contundente. Las grandes potencias (o, mejor, la gran potencia) prefirieron encogerse de hombros o aplicar el embargo indiscriminado a lodos los contendientes, de modo que en el terreno de la autocrítica todos —europeos o no— deberían esmerarse. Lo peor fue el orden disperso, la algarabía en el reconocimiento de las nuevas repúblicas —o su amago— entre los socios comunitarios, la sensación de que es fácil ponerse de acuerdo en asuntos de menor cuantía pero imposible en los verdaderamente importarles, cuando están en juego la estabilidad del continente — que es indivisible— y el modelo de seguridad que debería garantizarlo. Que el problema kurdo haya suscitado entre los europeos más solidaridad e interés que el yugoslavo, incluso entre los países vecinos, resulta incomprensible y peligroso aunque se trate, obviamente, de conflictos distintos (pero no distantes). Pero mucho más lo sería que, en el futuro, ni la CSCE ni ia CE, ni ¡a OTA N ni la UE O tuvieran instrumentos, voluntad, sentido común para prever primero e identificar después los conflictos que puedan aparecer en esta nueva zona de turbulencias para, de alguna manera, controlarlos.

Periodista