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La celebración del primer centenario del tebeo español convocará, con toda seguridad, a los críticos más puntillosos, que pondrán peros a las cronologías y matizarán los contenidos. Pero lo importante será el ambiente de regocijo general que reinará en la Biblioteca Nacional, repentinamente rejuvenecida por el noveno arte y llena de visitantes reconociéndose en un lenguaje, híbrido de artes, que siempre identificaron como definitivo e incuestionable, pero al que quizá tuvieron que renunciar por creerlo incompatible con otras expresiones artísticas o puede que por algunas caprichosas manías sociales.

 

Lo que sigue son las impresiones de unos visitantes a una exposición sobre el centenario del tebeo. Todos los homenajeados han cumplido cien años, algunos hablan con cierto tono de nostalgia, pero su lenguaje es ya universal y de indiscutible vigencia.

I

No es lo que parece. No, mejor rectifico, no es solo lo que parece. ¿Y qué parece? Un montón de rayas y letras dispuestas, con mayor o menor fortuna en cuadraditos de diferente tamaño, seleccionados laboriosa y exhaustivamente entre los producidos en el último siglo.

Sin embargo, para algunos de nosotros, la exposición significa nostalgia; de olor a tinta barata y papel rugoso al tacto, de peleas a espada al borde de un acantilado, de rencores ocultos de Alí-Kan, del imperio ¿hacia dónde?, de chicos y pelayos, de imposibles rescates a Sigrid, de días en cama con fiebre, de estufas de carbón, de embrujo de Dale Arden, del único y legítimo Pinocho (el amigo de Chápete), del África según Jorge y Fernando, de un antifaz compartido entre don César de Echagüe, Mr. Walker y el Guerrero, probablemente prestado por el Zorro, del compro/cambio/vendo, de Cuto acribillado, del abrasado corazón de Hermenegilda, de pipas y altramuces, de la hierática jeta del Profesor Franz de Copenhague y de la infinitud de su genio, de la verborrea de Angelito, de la insolencia del Cachorro, de las inverosímiles deducciones del Inspector Dan, de malos que siempre pierden, de una rebelión encabezada por el Jabato, de la locuacidad de Ángel Siseñor, de disparos en la niebla y viajes a Marte, de ciudades llenas de rúes del Percebe, de la resignación de don Pío, Petra y Celedonio para sobrellevar sus respectivas cárceles, del valor de Diego, de las familias de la casa de al lado (Ulises, Cebolleta y Trapisonda), de la melancolía del hijo del Conde de Roca, de las interjecciones de Pedrín, de crónicas sobre hazañas bélicas enviadas por el repórter Tribulete, de la sensatez de Carioco, de tener algún día una novia como Dale Arden… En fin, imprudente, involuntaria e inconsciente nostalgia de una época sepia, de hojas secas y boniatos asados, ambientada en una novela de Juan Marsé, donde se encerraba la felicidad entre las viñetas de un cuaderno apaisado.

II

Para algunos de nosotros, repito, la exposición no es solo lo que parece. Es, a la vez, un recordatorio de nuestro cercano pasado y lejano presente.

Un pasado de tardes de lluvia y sumas de quebrados, y tele en blanco y negro, de Jabato Color y chicles Bazooka, de novelas gráficas para adultos editadas por la Editorial Vértice con portadas firmadas por López Espí y rotulación de Tonet Vila, de la nariz de Elizabeth Montgomery y la melancolía de Hoss, de la severa sabiduría de un catedrático de Colombofilia padre de dos gemelos, de puertas cerradas por Wilma y carreras de chapas, de los mejores detectives de la historia (Inspector O’Jal y Sir Tim O’Theo), de los ojos de Iris y el desparpajo de Dani Futuro, de las «Joyas Literarias Juveniles» y bocadillos de nocilla, del Ars Amandi por Rigoberto Picaporte, de la dignidad de los humillados y ofendidos (Silvestre, Filemón, Pierre Nodoyuna, el sobrino de Gil Pato, y el desdichado Coyote), de la mirada de la Reina de las Islas de la Bruma, del imposible dúo voz/cuerda de Bianca Castaflore y Fideo de Mileto, de una peseta de regaliz, de soldados «Montaplex» y chicles Dunkin, de un disparo del Sheriff King, del «Mortadelo gigante» y el «Super Pumby», de los títulos inverosímiles de la Colección Dumbo («Andes lo que andes, no andes por los Andes»), del bocazas de Ojo de Halcón, de cuando Batman era Bruno Díaz y Robin, Ricardo Tapia, en un mundo Novaro donde los coches eran carros y las manzanas cuadras; del eterno retorno de Anacleto a un desierto recorrido a la vez por el cangrejo de las pinzas de oro y sobrevolado en el globo del mago Morgño por el Capitán Trueno y el Corsario de Hierro a la vez.

En fin, ¿eso es todo, amigos? No, este cuento no se acabó… Los colores naranjas y amarillos del cielo de Manos Kelly inauguraban nuevos tiempos. Junto con los ininteligibles símbolos de Haxtur, el candor del almogávar Héctor y una serie de gente que tras realizar un rallye por los cinco continentes estaba como loca; recuerdo a un tipo, Peter Petrake, que se fugó por el periscopio del submarino amarillo y también a uno a quien le sorbió el seso un miserere.

Por otra parte, y desde el oeste del Edén, llegó en El Globo un montón de gente: una pandilla de niños argentinos capaces de ser a la vez soñadores y codiciosos, repelentes y melancólicos, desencantados y esperanzados, quíneseos y mafaldescos; un tipo inclasificable, hijo de una gitana, de gesto recio, mirada profunda y el corazón roto por Pandora Groovesnore; ¡ah! y el pequeño Abner, que era un paleto tan universal como el llamado Eternauta.

Pero lo mejor estaba aún por llegar, cuando (aún no hace tanto, ¿o sí?) sucedió una explosión que nos emborrachó y deslumhró. Que nos hizo, como dijo alguien, «irnos a hacer viñetas».

Se demostró la vida después de Hergé, en el caos orgánico de Micharmut, en la melancolía mediterránea de Pere Joan, en el susurro de las Velvet Nights, en las curvas de Cleopatra, en los planetas de diseño de Roco Vargas.

Apareció un, hasta entonces, mundo oculto, coherente y desencantado a la vez, violento y alegre, habitado por seres indescriptibles como el paranoico Makoki, el cínico y desencantado Anarcoma, el pacífico Paco el Chuta, el abnegado Boldú; un mundo en cuyo centro existía una encrucijada carrolliana entre los Clash y John Tenniel, las leyendas celtas y Walt Disney, el cuero y los mitos griegos, presidida al cantar el gallo por un tal Max.

A la vez, era posible llamarse Charlie Moon y escaparse de un hospicio en Paracuellos para comenzar un viaje iniciático hacia el futuro acompñado por mercenarios, gatos con proclividad mortuoria e hibernautas, y conocer a periodistas como Manfred Sommer o el Loco Chávez escribiendo fragmentos de la Enciclopedia Deifica, o volver al pasado con Mort Cinder y aterrizar en New York, 1936, para saludar al detective Alack Sinner, mientras se desangraba en la nieve, y a Luca Torelli, el rey de la ciudad, primo lejano del Maki, leyenda barcelonesa que hizo la mili a las órdenes del sargento Arensivia, quien a su vez se reunía con ex-combatientes como un tal Martínez.

Otra cosa que por aquel entonces se hizo, fue embellecer Madrid a golpe de ilustración, recreándola y deformándola, revolviendo medios con ojos clínicos, codificándola y descodificándola, descubriendo viejas leyendas, como la de Luis Candelas, y nuevas historias de quintos, mensajeros, dodecolines y reclutas; estirando sus edificios, reiluminando la ciudad y sustituyendo las letras de su topónimo.

En plena efervescencia y por seguir parafraseando, «nos fuimos a escribir sobre viñetas» en todos los formatos, estilos y precios posibles (hubo hasta quien escribió un par de manifiestos), recorriendo a buen paso el camino de ida y vuelta que va de la erudición al dislate, y necesaria e inevitablemente nos dividimos a golpe de tertulias y pinchos de tortilla en apasionadas sectas y exaltadas banderías: gráficos y clanes, maquinistas y pogos, uriches y wendigos, celsos y pifióles, krazies y tribuletes, ayusos y ayusos.

De golpe, como si nada hubiera ocurrido, desaparecieron casi todas las revistas, los álbumes, la tapa dura, la arrogancia, los boletines, las fanzines, la incandescencia, los tebeos de importación, los caprichos gráficos, las ediciones de lujo, la euforia, las reediciones perfectas, en fin, se desvaneció todo, excepto los tebeos, pero ya no nos reconoceríamos en ellos. Eran distintos, pero allí estaban, y ahí siguen estando.

III

Para algunos de nosotros, el homenaje que la Biblioteca Nacional brinda al tebeo español no es solo una exposición, es nuestra historieta, es la posibilidad de dibujar Dragón Ball mejor que un nativo de Osaka; es la oportunidad de que los X-Men sean dibujados por un oriundo de Tomelloso, y que sus dibujos lleguen hasta remotos parajes como Tucson (Arizona) o Memphis (Tennessee); es la posibilidad de editar y dibujar nuestros propios cuadernos, si nadie quiere, puede o se atreve a hacerlo (y aunque no pasen las fronteras, dentro de ellas circularán a gusto).

En fin, ¿por qué no?, aunque un ilustre pensador del fin de siglo ya haya sentenciado que «las cosas están muy feas», ¿qué tenemos que perder? No vamos a dejar de leer y hacer tebeos por eso. Al fin y al cabo, con algo habrá que llenar los ilustres muros y egregios salones de la Biblioteca Nacional dentro de otros 100 años.

CODA

Motivados por la facilidad de los tebeos para incrustarse en la memoria cotidiana, los visitantes recrean las reminiscencias suscitadas, vigorizan su afán lector o se muestran expectantes ante un futuro tan denso como inquietante. Doctores tiene la Iglesia que ya han decretado hace tiempo que la memoria es caprichosamente selectiva. Nada que objetar. Disculpen las ausencias. El texto es tan caprichoso y selectivo como los recuerdos y vivencias que, con el paso del tiempo, han perdurado en cada uno de los visitantes.

En la última viñeta el personaje recibe un tiro y yace en el suelo, pero Ilustración de Padró.