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Las elecciones presidenciales rusas serán previsiblemente en el 2000. Entretanto, el poder está de hecho y de derecho en manos del presidente Yeltsin, otro Boris como Godúnov, que igual que éste ha alcanzado la condición cesárea ha roto con energía agotadas «legitimidades» y querría occidentalizar desde el punto de vista político y cultural a su nación. En cualquier caso, es deseable que a su «reinado» no siga, como en 1605, una nueva «edad de las revueltas».

A finales de mayo, unos centenares de periodistas de casi todo el mundo vimos en Moscú a Boris Yeltsin en buena forma física y aceptable forma política, con ocasión del Congreso del Instituto Internacional de Prensa. El presidente ruso inauguró las sesiones en el Kremlin con un discurso hábil y significativo, leído con viveza, haciendo gala de agilidad mental y de movimientos, y de dominio de la situación. Sabía dónde estaba y hablaba para ganarse al auditorio y, de paso, lanzar algún mensaje a la opinión rusa y a los medios del país. El era el campeón de las libertades. Diez años antes (o sea, bajo Gorbachov y el «quiero y no puedo» de su comunismo de continuación), «el Kremlin se habría horrorizado ante la perspectiva de que los ciudadanos establecieran un periódico o una compañía audiovisual propiedad de ellos». Diez años después (o sea, bajo Yeltsin), «en Rusia se publican más de diez mil periódicos y revistas no gubernamentales y el número de canales de radio y televisión privados es creciente».

Pero los periodistas, siguió diciendo, están sometidos, también en Rusia, a presiones que pueden condicionar su libertad, inclinándoles o forzándoles a infringir principios éticos. Por otro lado, los propietarios son en ocasiones los peores censores e «interfieren abiertamente en la política editorial, dictando qué debe decirse o escribirse y qué no». La letra del discurso era impecable para una filosofía política democrática y liberal. Las interpretaciones que hacían las personas que conocen la realidad rusa y viven y trabajan allí variaban. Para algunos, los grandes «medios», o los de mayor difusión son manifiestamente gubernamentales. El presidente atribuía esa parcialidad de la que hablaba a unos propietarios que están a su servicio (o viceversa), para ampararse tras ellos. Otros pensaban que había aprovechado la ocasión para llamar la atención de algunos de los «magnates» y advertirles que no piensan en sacar los pies de su plato para y meterlos en el de la política, pues está reservado al presidencialista presidente.

La sucesión, a debate

Dos días después, el más conocido o poderoso de los «magnates» de los medios, Boris Berezovski, en una intervención en el mismo Congreso, habló de la posible sucesión presidencial del 2000. Mencionó cuatro nombres: el alcalde de Moscú, que a él no le gusta mucho; el general Lébed, al que considera un peligro como eventual presidente de Rusia (si bien se da por cierto que la victoria de este militar en la república siberiana de Krasnoiarsk se obtuvo gracias al apoyo de Berezovski, que quizá lo que pretendía era mantenerlo lejos de Moscú). Es posible que el tercero, el comunista Ziuganov, pudiera cosechar votos entre los millones de descontentos, pero siempre tendría en contra su arcaísmo ideológico, su imperialismo imposible y el aislamiento que traería consigo. El cuarto jinete de Berezovski sería (¿por qué no?) el propio Yeltsin (la prohibición legal de un tercer mandato podría salvarse si no se cuenta el del 91, que fue anterior a la fijación constitucional de un límite de dos). Las elecciones están todavía relativamente lejos. Los occidentales en general y los americanos en particular parecen ver en Yeltsin o en quien, designado por él, pudiera continuar la política que representa, un mal menor. Y si el Fondo Monetario Internacional y otras instancias similares siguen la inspiración de los grandes Estados, una renovada prolongación del «yeltsinismo», con Yeltsin o sin él, es loque podría gobernar Rusia en la inauguración del siglo.

La cuestión de las estructuras

Los dificultades a las que se enfrenta el país son todas las posibles -y las imaginables- en ese nuevo «hombre enfermo de Europa» que es la Federación Rusa, con sus catorce millones de kilómetros cuadrados y sus 150 millones de habitantes: problemas económicos, estructurales, sociales, nacionalistas y políticos. Los más radicales de todos ellos son los que afectan a las «estructuras» sociales, económicas y políticas, a sus debilidades y a la carencia de ellas.

No hay duda de que, con todas las cuestiones irresueltas de carácter étnico, cultural y político en algunas regiones o «nacionalidades» periféricas y en varios enclaves interiores, la Federación Rusa es una nación, Rusia una patria y su cultura un patrimonio compartido a lo largo y ancho del inmenso territorio. Los numerosos y nutridos grupos de escolares y adultos que visitan los monumentos y los museos, que acuden a teatros y conciertos -así como, en proporción creciente a iglesias, capillas y monasterios-, y las nuevas -y viejas- banderas nacionales que ondean en los edificios públicos, y que la gente considera suyas, son manifestaciones de todo ello. Los grandes cambios que se han producido en estos pocos años de postcomunismo son sustanciales e irreversibles. Podrían cifrarse en la «creación» -más que restablecimiento- de la propiedad privada y de las libertades públicas, realidades que nadie podría seriamente discutir. Es el gran mérito político de Yeltsin, quien quizá se vio arrastrado a ello y acertó a ponerse al frente de la manifestación. Lo que se podía hacer, (por decirlo de algún modo) a golpe de decreto se ha hecho, aunque en no pocos casos y sectores se hiciera mal, y no tiene vuelta atrás. Pero faltan por conformarse las «estructuras» materiales, financieras, comerciales y políticas de una nación industrial, potencialmente riquísima y a la vez descapitalizada, y de una administración pública y empresarial que no está preparada para trabajar en una sociedad capitalista, competitiva y liberal. Y, junto a la de esas «estructuras», se advierte también la ausencia de los hábitos sociales necesarios para moverse en un mundo nuevo, en el que tan importantes son el riesgo y la iniciativa.

Algo parecido ocurre en el campo de la política. No hay verdaderos partidos, salvo que se piense que lo es el de los comunistas, que no dejan de estar encerrados en la contradicción de estar obligados a ser un «partido» cuya finalidad es recuperar una forma de Estado en la que no haya partidos ni libertades. Hay clientelas, grupos de intereses regionales y políticos y gentes sueltas en las asambleas de municipios, provincias, repúblicas o Federación.

Estas carencias son superables y algún día serán superadas. Quizá sean más capaces de lograrlo las generaciones más jóvenes. Pero en Rusia es preciso que se generen y funcionen las «estructuras» financieras que permitan aplicar los recursos a la producción en los sectores de las materias primas y de la industria; las «estructuras» materiales que hagan posible el acercamiento de esas materias primas y productos industriales a los centros de consumo o a las plataformas de exportación, en condiciones económicamente competitivas; las «estructuras» comerciales que lleven a compradores y al público los diversos bienes y artículos. Y, en fin, casi con tanta o más imperiosa necesidad que todas esas estructuras económicas, las del orden político, que puedan encauzar de forma eficaz y racional los votos ciudadanos a las instancias de poder. Para esto último, lo único que funciona en el mundo políticamente desarrollado es un sistema de partidos con programas e ideologías que sean la inspiración y el compromiso de las opciones de gobierno del Estado. Esos son, con Yeltsin o con sus epígonos o con sus diadocos, los principales desafíos de Rusia ante el 2000.

Fundador de Nueva Revista