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Hay quienes piensan y defienden que la enorme riqueza de unos pocos contribuye a elevar el nivel económico de la mayoría de los individuos. Alguna verosimilitud tendrá esta tesis para que acreditados expertos y buena parte de la ciudadanía la admita como verdadera. Entre quienes la sostienen se encuentran, como resulta lógico, los dueños de fortunas que se nos antojan increíbles a quienes vivimos de un sueldo que la austeridad reinante acerca progresivamente al límite mínimo de una subsistencia digna. Estiman, al parecer, que la desigualdad provoca unas tensiones que dinamizarían la producción y el mercado, mientras que la semejanza de ingresos adormecería la creatividad y el intercambio.

La propia historia (interpretada por algunos) nos dice que hay en presencia poderosas fuerzas económicas que hacen presión hacia una progresiva eliminación de la igualdad. El caso de los Estados Unidos es el más notorio, porque actualmente se trata del país con mayores diferencias entre sueldos altísimos a los principales ejecutivos y, para los empleados, salarios que son frecuentemente más bajos que en Europa. Qué sorpresa —y qué desilusión— me llevé la primera vez que, contratado por una prestigiosa universidad estadounidense, recibí la misma retribución que sus profesores ordinarios, y comprobé que era inferior a la que yo cobraba como catedrático en mi española universidad de provincias.

En el siglo XIX, Alexis de Tocqueville vio a Estados Unidos como el lugar donde la tierra era tan abundante que estaba al alcance de todo el mundo: era el espacio ideal para que allí floreciera una democracia de ciudadanos iguales. Y, efectivamente, hasta la Primera Guerra Mundial la concentración de la riqueza en manos de los adinerados era menos extrema en los Estados Unidos que en Europa. Sin embargo, en el siglo xxla situación se invirtió. Entre 1914 y 1945, la desigualdad de la riqueza europea fue azotada por las dos guerras mundiales y sus consecuencias: la inflación, las nacionalizaciones y la fiscalidad. A raíz de esta situación se crearon en Europa instituciones más igualitarias e inclusivas que las de Estados Unidos. Algunas de ellas, por cierto, sin inspiraron en Norteamérica, como por ejemplo el impuesto a los ingresos altos en Gran Bretaña, lo cual —por cierto— no afectó negativamente al crecimiento económico general de las Islas.

Por otro lado, la desigualdad de los ingresos en las empresas de Estados Unidos se ha agudizado hasta extremos sorprendentes a partir de 1980. Y por lo que estamos observando, puede todavía ir a más en el siglo XXI. En su libro Political order and political decay (2014), Francis Fukujama sostiene que una de las causas del declive político y social estadounidense es la cada vez mayor desigualdad económica y la concentración de la riqueza, que ha permitido a las élites adquirir un inmenso poder político y manipular el sistema para favorecer sus propios intereses.

La solución general que propone el economista francés Thomas Piketty (El capital en el siglo XXI, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2014), para moderar la creciente desigualdad económica en la mayor parte de los países desarrollados, es un impuesto progresivo sobre el capital neto individual. De este modo, quienes comiencen a invertir en iniciativas autónomas —incluso a crearlas— pagarían pocos impuestos, y quienes tienen ya miles de millones de dólares o euros (que no son tan contados como solemos creer) pagarían mucho, sin que dejaran por ello de ser multimillonarios. Naturalmente, la implantación de estos gravámenes encontraría una dura respuesta ideológica adversa por parte de los planteamientos neoliberales, dominantes en la mayor parte de los medios de comunicación más influyentes a lo largo y ancho del mundo. Ahora bien, estas reacciones no siempre se basan en datos ciertos, porque la falta de transparencia financiera y de estadísticas confiables sobre la riqueza de las naciones es uno de los principales retos de las democracias modernas (y, a la larga, su mayor peligro).

Según los datos que Piketty aporta en su best-seller internacional, la tasa del rendimiento del capital supera de modo constante la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso (r mayor que g). Acontece entonces que el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles, extremas, que cuestionan de modo radical los valores del trabajo y del mérito, además de los principios de las sociedades democráticas. No tenemos ninguna razón para creer en el carácter equilibrado del crecimiento. Es hora de resituar el problema de la desigualdad en el centro del análisis económico. Desde la década de 1970, la desigualdad creció significativamente en los países ricos, especialmente en Estados Unidos, donde en la década 2000-2010 la concentración de los ingresos alcanzó y superó el récord de toda su historia.

Estoy de acuerdo con Piketty cuando advierte que hay que desconfiar de todo determinismo económico en este tipo de problemas, cuyos componentes éticos y sociales no se deben ignorar. El relato de la distribución de la riqueza es siempre profundamente cultural y político, de manera que no puede resumirse en mecanismos exclusivamente económicos. La dinámica del reparto de la riqueza pone en juego poderosos mecanismos que empujan alternativamente en el sentido de la convergencia y de la divergencia. Y no existe ningún proceso natural y espontáneo que evite que las tendencias desestabilizadoras y no igualitarias tiendan a prevalecer. Se trata fundamentalmente de un proceso de difusión del conocimiento y de una posibilidad real de compartir el saber —el bien público por excelencia—, y no de un supuesto mecanismo del mercado. Lamentablemente no suele prevalecer la valoración del «capital humano», sino el ensanchamiento y amplificación de las desigualdades: las fuerzas de divergencia. (Un mecanismo elemental y, en cierto modo, trivial apunta a que los directivos tienen capacidades para fijar su propia retribución, con escasa moderación a veces y sin ninguna relación clara con su productividad individual.)

La tasa de rendimiento del capital supera casi siempre la tasa de crecimiento. La riqueza originada en el pasado se recapitaliza más rápido que el ritmo de crecimiento de la producción y de los ingresos: el pasado devora al porvenir. La tasa de ahorro aumenta con el nivel de riqueza.

Los países ricos poseen una buena parte de los países pobres, lo cual no siempre es negativo: puede tener efectos virtuosos en términos de convergencia. De esta forma, los países ricos —o por lo menos, sus habitantes que poseen capital— obtendrán una mejor tasa de rendimiento por sus inversiones; y los países pobres podrán reducir su retraso en la producción. Sin embargo, este proceso de convergencia entre países ricos y pobres no garantiza la convergencia de los ingresos por habitante en un nivel mundial. Puede suceder que los países ricos sigan poseyendo permanentemente a los países pobres, de manera que estos continuarán pagando una proporción importante de lo que producen a los que siguen siendo sus posesores. Aunque atreverse a decirlo parezca una exageración, es lo que sucede en buena parte de África desde hace decenios, y no presenta indicios de evolución o cambio. Por el contrario, los países asiáticos que se han acercado a naciones más desarrolladas —como es el caso de Japón, Corea, Taiwán o, más recientemente, China— financiaron por sí mismos la inversión en el capital físico que requerían y, sobre todo, la inversión en capital humano.

Cuando Marx publicó, en 1867, el primer volumen de El capital, había acontecido una profunda evolución de la realidad económica y social: ya no se trataba de saber si la agricultura podría alimentar a una población creciente o si el precio de la tierra subiría hasta las nubes, sino más bien de comprender la dinámica de un capitalismo en pleno desarrollo. El aspecto más destacado de la época era la miseria del proletariado industrial. A pesar del desarrollo —o tal vez debido a él— y del enorme éxodo rural que había comenzado a provocar el incremento de la productividad agrícola, los obreros se apiñaban en cuchitriles. Trabajaban durante jornadas muy largas, con sueldos bajísimos. Hasta finales del siglo XIX  no aconteció un incremento significativo de los salarios, estancados hasta entonces en valores cercanos al XVIII. El único logro social importante conseguido hasta entonces era la prohibición del trabajo de los niños en las fábricas. Parecía evidente el fracaso del sistema económico y político imperante. En tal contexto se desarrollan los primeros movimientos comunistas y socialistas.

A partir de finales del XIX  los sueldos comenzaron a subir lentamente y se generalizó la mejora del poder adquisitivo. La revolución comunista tuvo lugar en el país más atrasado de Europa, mientras en otros rumbos exploraban las vías socialdemócratas. Al igual que autores anteriores, Marx pasó por alto la posibilidad de un progreso técnico duradero o de un crecimiento continuo de la productividad que permitiría equilibrar —en cierta medida— el proceso de acumulación y de creciente concentración del capital privado.

El principal mecanismo que permite la convergencia entre países es la difusión del conocimiento tanto tecnológico como educativo. Entre 1700 y 2012, la población mundial creció apenas un 0,8% anual; pero este crecimiento acumulado permitió que la población se multiplicara por diez (de 600 a 7.000 millones de habitantes). La salud y la educación representan mejoras reales y notorias de las condiciones de vida a lo largo de los últimos siglos. Las sociedades cuya esperanza media de vida apenas alcanzaba los 40 años, y en las que casi toda la población era analfabeta, fueron gradualmente sustituidas por sociedades en las que puede vivirse más de 80 años y donde casi todos disponen de un acceso mínimo a la cultura.

Tras la Primera Guerra Mundial se produce un fenómeno importante y curioso en el cambio del valor del dinero. El dinero tenía un sentido fijo, que los novelistas comenzaron a explotar en sus narraciones costumbristas. Después está sometido a fenómenos de inflación y devaluación, aunque en Estados Unidos es más estable que en Europa. Se produce una auténtica «metamorfosis del capital». A finales del siglo XX y primeros decenios del XXI, resulta sorprendente la continuidad y el aumento de las diferencias de capital. En la década de 2010, la participación del 10% de los patrimonios más elevados se sitúa en torno al 60% de la riqueza nacional, en los países europeos más avanzados (Francia, Alemania, Reino Unido e Italia). Lo más sorprendente es que, en estas sociedades, la mitad más pobre de la población no posee casi nada. El 50% de los más carentes de capital, según Piketty, poseen siempre menos del 10% de la riqueza nacional y, en general, menos del 5%. En Francia, con datos referidos a los años 2010-2011, la participación del 10% de los más ricos alcanzaba el 62% del patrimonio total, y la del 50 más pobre era solo del 4%. En Estados Unidos, la investigación más reciente, organizada por la Reserva Federal, para estos mismos años, indicaba que el 10% superior poseía el 72% de patrimonio estadounidense, y la mitad inferior apenas el 2%.

Hasta donde sabemos, no existe ninguna sociedad, en épocas recientes, en la que se observe una distribución del capital que no sea desigualitaria (aunque lo fuera «débilmente»): una distribución en que la mitad más pobre de la sociedad poseyera una parte significativa —por ejemplo, un quinto o un cuarto— del patrimonio total. En realidad, la mitad más débil de la población suele constar de un gran número de patrimonios nulos o casi nulos: unos miles de euros en el mejor de los casos. Pero un gran número de personas tiene un cero patrimonial absoluto. Para este sector, la noción misma de patrimonio es relativamente abstracta. En el caso de millones de personas, su riqueza se reduce a unas semanas de sueldo adelantado en una cartilla de ahorro, un viejo coche y algunos muebles.

El desarrollo de una verdadera «clase media patrimonial» constituiría la principal transformación estructural de la riqueza en los países desarrollados del siglo XXI. Pero, aunque se apunta un cierto avance en esta línea, las diferencias siguen siendo extremas. Y el aspecto más hiriente atañe a la justificación de la desigualdad, mucho más que a su magnitud como tal. Frente a esta mayoría que no tiene casi nada, se encuentra la sociedad hiperpatrimonial, la sociedad de rentistas, con patrimonios muy importantes, en los que la concentración de riquezas alcanza niveles extremos.

Se habla ahora de una sociedad «hipermeritocrática»: una sociedad de «superestrellas» o «superejecutivos». Algunos piensan que la cumbre comenzaría a venir dada sobre todo por altos ingresos de trabajo y no tanto por los bienes heredados. Pero este contraste entre una sociedad de rentistas y una sociedad de superejecutivos es excesivo e ingenuo. Nada impide que alguien sea, al mismo tiempo un rentista y un superejecutivo, entre otras cosas porque los hijos de rentistas se convierten en hiperejecutivos. Tal combinación —que comienza a darse— puede conducir a una sociedad ultradesigualitaria, por la combinación de dos «lógicas» que mutuamente se potencian. En esta articulación entre lo tecnológico y lo financiero, parece que se intenta lograr una especie de justificación de la desigualdad, lo cual resulta no poco hiriente. Estamos ante la perspectiva de patrimonios muy importantes, en los que la riqueza se concentra progresivamente —hasta alcanzar niveles extremos— por recurso a los vínculos de parentesco.

Una versión significativa de la acumulación de capitales es el rendimiento de los fondos patrimoniales universitarios en Estados Unidos. Actualmente existen más de 800 universidades en Estados Unidos que tienen fondos patrimoniales. Las primeras universidades en la clasificación son Harvard (30.000 millones de dólares) y Yale (casi 20.000), y detrás Princeton y Stanford con más de 15.000. Después vienen M.I.T y Columbia con 10.000, y Chicago y Pensilvania con 7.000. Las 800 universidades estadounidenses, a principios de la década iniciada en 2010, poseían activos por casi 400.000 millones de dólares (500 de promedio). Esto representa menos del 1% de las fortunas privadas en los hogares norteamericanos. El promedio de los intereses obtenidos fue el 8,2% anual neto en el periodo 1980-2010: resultado parecido al de los multimillonarios que aparecen en la revista Forbes (deducidos los impuestos y los altísimos gastos de gestión). El rendimiento obtenido crece a medida que aumenta la cuantía de la dotación. Se manejan carteras muy bien dosificadas, por parte de especialistas competentes: acciones no cotizadas, fondos especulativos, productos derivados, inversiones inmobiliarias, materias primas. Se trata de estrategias de inversión harto sofisticadas, semejantes a las de las familias más ricas, que inventan incesantemente fórmulas jurídicas, cada vez más afinadas, para restringir el acceso a su patrimonio. Por ejemplo, Harvard gasta 100 millones de dólares anuales en management costs. Hay una enorme desigualdad en el rendimiento del capital en función del depósito inicial. (Las universidades de ese país no se enriquecen preferentemente, como se suele suponer, por los donativos de antiguos alumnos, que suponen solo entre una quinta y una décima parte del ingreso anual conseguido.)

En Estados Unidos, las decisiones de admisión de nuevos alumnos dependen de forma significativa de la capacidad financiera de los padres para hacer aportaciones a las universidades. El ingreso anual de los padres de los estudiantes de Harvard es hoy en día del orden de 450.000 dólares, aproximadamente el ingreso promedio del 2% de los hogares estadounidenses más ricos, lo que parece poco compatible con una selección basada en el mérito. Todo ello en contraste con el discurso meritocrático oficial, y la realidad de la completa falta de transparencia en los procesos de selección.

Es cierto que el problema de la igualdad en el acceso a la enseñanza superior no ha sido satisfactoriamente resuelto por casi ningún país. Pero las diferencias de las matrículas (con pocas excepciones) son tremendas entre Europa y los Estados Unidos de América.

En la Europa actual, el problema de la desigualdad económica se ha visto potenciado en los últimos años por la introducción de medidas de austeridad que han afectado especialmente a los más pobres. El director de BBVA  Research para España, Rafael Doménech, considera que la desigualdad en nuestro país está agudizada por dos factores: el desempleo y el capital humano. Actualmente, el desempleo es considerablemente más alto que en los países del entorno europeo con los que España aspira a compararse; y desde luego, no se encuentra en mejor situación que Portugal o Italia. Por otra parte, el bajo nivel del capital humano —sobre todo en educación— provoca que la desigualdad sea un problema crónico. Se ha creado una masa de pobreza que previsiblemente tardará años en reducirse.

El economista de Cáritas Guillermo Fernández Maíllo insiste en que «la desigualdad no se va a reducir solamente con la recuperación del empleo en España. El problema es más grave y la fractura social viene aumentando desde hace años: antes de que llegara esta última crisis económica». Se puede considerar que el índice de exclusión social ha alcanzado el 25%. Lamentablemente, la desigualdad y la exclusión han estado presentes en la sociedad española durante toda la etapa democrática (y, por supuesto, también anteriormente). La última crisis económica que estalló en 2008 ha disparado todos los índices de desigualdad, pobreza y exclusión social, agravados por los recortes sociales en sanidad y educación. La pobreza lleva camino de hacerse endémica. Porque, como dice Fernández Maíllo, «entrar en la exclusión social es muy fácil y salir muy difícil, casi imposible». Estamos ante un presente que puede devorar al porvenir.

Afortunadamente, son cada vez más quienes se dan cuenta de que el presunto automatismo de la economía no conduce a superar estas desigualdades injustas. Entre otros condicionamientos, porque la carencia simultánea de ingresos y de desarrollo social deja a las personas y a los grupos sociales en una situación que no puede ser resuelta únicamente con el propio esfuerzo.

Este panorama, detectable a primera vista en no pocos países, se proyecta al ámbito mundial, donde las desigualdades se acrecientan y conducen a choques que implican no pocas veces enfrentamientos difícilmente controlables. No se trata exclusivamente de problemas económicos y técnicos, sino que aparece cada vez más claro su trasfondo ético. Los pobres y marginados no suelen ser, precisamente, los causantes de las desgracias que a ellos mismos les afectan. No es extraño que se sientan injustamente tratados. La situación parece improseguible.

Alejandro Llano (Madrid, 1943) estudió en las Universidades de Madrid, Valencia y Bonn. Se doctoró en la Universidad de Valencia, donde fue profesor adjunto hasta obtener la Cátedra de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid. Entre 1981 a 1989 fue decano de la Facultad de Filosofía y letras de la Universidad de Navarra y en 1991 fue nombrado Rector. En el 2000 fue nombrado Presidente del Instituto de Antropología y Ética de esta Universidad, además, de ser uno de los impulsores del Instituto Empresa y Humanismo. Es Académico de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino.